7K - zazpika astekaria
PSICOLOGÍA

¿Aprender ahora?


Podemos aprender durante toda la vida. Está en el ADN de las personas, ya que durante miles de años aprender ha sido la única manera de afrontar los retos que constantemente plantea el entorno. Las primeras veces de prácticamente cualquier cosa que hacemos suelen dejar mucho que desear en cuanto a los resultados y, sin embargo, la experiencia de «romper el hielo» con lo que sea que estemos iniciando tiene un valor inestimable. Al mismo tiempo, curiosamente, a pesar de saber que es imposible comenzar sabiendo, las personas por naturaleza tratamos de huir de lo que nos provoque incomodidad, sensación de incompetencia e incertidumbre. Y si hay algo que caracterice las primeras veces es precisamente este tipo de sensaciones, aunque no solo.

Por otro lado, iniciar algo de cero nos coloca en una encrucijada, en un instante en el que cualquier resultado es posible, en el que el descubrimiento también nos ilusiona, nos estimula y nos hace soñar. Así que si ponemos estas circunstancias juntas, las primeras veces suelen suponer un conflicto y generan estrés.

Quizá sea ésta la razón por la que a medida que pasa el tiempo, los años, las personas estamos menos abiertas a nuevas experiencias, o mejor dicho, a experimentarnos como aprendices, perdidos o simplemente ignorantes o poco hábiles. Por la manera en la que hemos construido la madurez, parece como si ese camino por el paso de los años tuviera que dar lugar a más respuestas y menos preguntas y por tanto a más solidez, coherencia, sabiduría. Y sin duda aprender sobre el mundo nos ayuda a predecirlo y a adaptarnos mejor a él, pero las circunstancias que nos rodean son cambiantes y nosotros mismos también. Sin embargo, la idea de iniciar un aprendizaje sobre una faceta de dicho entorno parece reservada a los niños, adolescentes o jóvenes, y a partir de ahí la idea de adquirir nuevos conocimientos parece extraña a no ser que esté asociada a una profesión. «¿Y ahora te has puesto a estudiar eso? ¿qué pasa, que con lo tuyo no encuentras trabajo?» o «¿y de qué te va a servir aprender ese idioma ahora?» son preguntas en particular para quienes en teoría «ya deberían saber lo que quieren».

Crecer es difícil, intelectual, emocional o relacionalmente; evolucionar implica cambiar quienes venimos siendo, en algún aspecto, para dar cabida a nuevas facetas, e incluso a nuevas formas de ser y estar en la relación con el mundo que nos rodea. Pueden ser cambios superficiales o suponer giros profundos y es que, por un lado, es algo que nos sucede espontáneamente por el propio vivir pero buscarlo activamente a veces resulta un desafío no exento de vulnerabilidad. De la misma manera, la gente que nos rodea también puede sentirse vulnerable ante nuestro cambio, bien por empatía al notar la nuestra en ese tránsito, bien por la incomodidad que pueden suponerles nuestros virajes.

En función del grado del cambio, puede aparecer el temor a que a partir de ahora deseemos otras cosas, nos abramos a otras relaciones y dejemos las antiguas atrás, o simplemente desafiemos lo que antes era sólido para ellos. Aprender, crecer y realmente cambiar termina siendo un embrollo tanto por dentro como por fuera, y al mismo tiempo, para algunas personas (si no para todas), girar en su evolución es algo irrenunciable. Entre otras cosas porque del otro lado de aquellas primeras veces espera la vitalidad de descubrir, estar vivo y notarlo por tener que adaptarse a un nuevo entorno interno o externo, la ilusión de tener que inventarse la vida y construirse un “nuevo traje” para caminar por ella de una manera también nueva. No es que todo lo nuevo vaya a ser mejor, pero cuando se mueven las tripas ante ello, la incertidumbre de no saber puede pasar a ser solo un mal necesario.