7K - zazpika astekaria
PSICOLOGÍA

Relaciones a distancia


Algo que las personas podemos hacer desde la infancia es mantener en nuestra mente la imagen, o más bien, la presencia de las personas importantes cuando no están físicamente. Estas personas permanecen con nosotros cuando somos pequeños, nos acompañan como nuestro grupo de referencia aunque se hayan ido a trabajar o nosotros al colegio. Así podemos atravesar las sensaciones de angustia por vernos solos en el mundo –lo cual, si fuera cierto, causaría un enorme estrés en un infante, incluso supondría un peligro de muerte– gracias a que estas imágenes existen. Como hemos mencionado en otras ocasiones, estas presencias tienen tal, digamos, “realidad”, que nos relacionamos con ellas, reaccionamos a ellas y, de hecho, nos acompañan en la cotidianidad con diálogos internos que pueden llegar a ser tan vívidos como los que sucederían en presencia de tales personas.

Pero cuando esa separación no se debe un descuadre de horarios, cuando no es momentánea sino que persiste en el tiempo, la cosa se complica. ¿Cuánto podemos sostener esa presencia mental si no se alimenta de cotidianidad, de fisicidad? Quienes hayan tenido esta experiencia saben que esta es una pregunta difícil de responder que genera no pocos conflictos internos.

Todo lo que tiene que ver con mantener una relación es más difícil de lejos, o casi todo. Habría que hacer, eso sí, una distinción entre las relaciones que se construyen así y las que se dan por fuerzas externas, bien sea movilizaciones por trabajo, los cuidados de un familiar que retienen a una de las partes lejos o cuestiones de salud. En el primer caso, normalmente dos adultos acuerdan una regularidad que les permita dosificar el grado de intimidad, o mantener la cota de individualidad lograda hasta el momento, ya que se percibe como incompatible. Entonces se aísla lo que se percibe que les separaría emocionalmente si convivieran con mayor frecuencia, y reservan solo lo que les une para el encuentro. O por lo menos, este es el anhelo de asepsia que normalmente es muy difícil de mantener, ya que aquello que se esconde con más celo en la distancia o en el tiempo, emerge con facilidad al menor roce.

En el segundo caso, es más probable que las personas que viven la distancia añoren aspectos de dicha relación como si se los hubieran arrebatado y continúen “notando” lo que no tienen, como algo que les falta, con distintos grados de inquietud. Sea como fuere, mantener estas relaciones exige un grado de compromiso grande y probablemente no con la persona ausente, sino con la propia esperanza de cubrir las necesidades, el propio anhelo y la expectativa de consecución cuando finalmente las personas se reúnan.

Tampoco es extraño que, a lo largo de esa separación, también la propia imagen interna de la que hablábamos antes se vaya alterando, probablemente para acercarse cada vez más a la de nuestros deseos, esperanzas, a aquella que nos hará sentir plenos cuando nos reunamos con ella o, en el otro caso, que respetará sin dificultades la distancia elegida. También en el camino, fruto de esas interacciones con la imagen interna, vamos sintiendo y pensando, vamos creando un vínculo particular, tampoco ajustado necesariamente a la realidad de quién es ese otro distante, que comprobaremos cuando nos encontremos con dicha persona. Y entonces, de nuevo, tendremos que elegir. Normalmente, los encuentros reales en una relación a distancia están acotados y tienen fecha de finalización, por lo que a menudo se da el dilema de disfrutar, de buscar lo que hemos deseado encontrar todo ese tiempo, de quedarnos con lo bueno o, por otro lado, tratar de resolver los efectos desagradables que ha ido acumulando en nosotros la distancia, lo cual, a un primer vistazo, no parece tan bueno, aunque esto pueda “desinfectar la herida”. De nuevo, una elección difícil de hacer.