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CINE

«The Death of Stalin»


El escocés Armando Ianucci está considerado como el actual rey de la sátira política, prestigio que debe a sus series televisivas “The Thick of It” y “Veep”. La primera ridiculiza el funcionamiento de la burocracia británica en determinados ministerios que hacen la función del cubo de la basura administrativa y ha sido premiada con varios BAFTA a lo largo de su emisión. La segunda es una burla de la incompetencia interna de la Casa Blanca en departamentos cercanos al poder, ganadora de premios Emmy año tras año. Entremedias, Ianucci debutó en el cine con el largometraje “In the Loop” (2009), en el que destripaba las relaciones diplomáticas entre Gran Bretaña y los Estados Unidos, incidiendo en el apoyo bélico de los unos a los otros de manera sistemática. Pero ahora se atreve a ir más lejos, porque “La muerte de Stalin” es su primera película histórica, y nada menos que sobre un periodo crítico en lo que fue la Unión Soviética.

Las reacciones en la Rusia actual contra “The Death of Stalin” no se han hecho esperar, sin que hayan faltado las peticiones para su prohibición. Ha sido calificada como una ofensa a la memoria del comunismo y de la figura de su gran líder histórico, porque falta a la verdad de los hechos e introduce especulaciones de todo tipo con una mentalidad típicamente occidental. Lejos de negarlo, Ianucci incide en que se trata de una caricatura, como la que el maestro Ernst Lubitsch hizo del nazismo en “Ser o no ser” (1942). Dicha intención se pone de manifiesto en la utilización del inglés a modo de lenguaje teatralizado, con un reparto consciente de su participación en una farsa o parodia del poder y sus intrigas sucesorias. El ritmo narrativo es el mismo que el creador televisivo escocés aplica a sus obras coyunturales, con la agilidad y la inmediatez de un reportaje en directo, para lo que deja improvisar a sus intérpretes. Con ese sentido de la urgencia, los diálogos se suceden de forma vertiginosa y siempre en un tono de comedia disparatada o enloquecida.

La acción de la película transcurre en los días previos al funeral del jefe de Estado de la Unión Soviética (Adrian McLoughlin), fallecido el 2 de marzo de 1953 a los 75 años de edad, según la versión oficial a causa de un ataque cerebrovascular causado por la hipertensión que sufría. Mientras se organizan las pompas fúnebres, la lucha por el poder que acabará en manos de Nikita Khruschev (Steve Buscemi) se desata, siendo el principal perjudicado el jefe de la policía secreta Lavrenti Beria (Simon Russell Beal), sin que sus maniobras golpistas le sirvan mucho, al no contar con el apoyo del general Georgy Zhukov (Jason Isaacs), colaborador de la posterior desestalinización de la Unión Soviética con el influyente Georgy Malenkov (Jeffrey Tambor), con el diplomático y maquinador Vyacheslav Molotov (Michael Palin), o con el ministro de Asuntos Exteriores Anastas Mikoyan (Paul Whitehouse). Un revuelto Politburó que le escribe los discursos a Vasili Stalin (Rupert Friend), hijo del fallecido.

Paralelamente, se introduce en la función un acontecimiento que fue anterior y que es conocido a través de las memorias del compositor musical Dmtri Shostakovich. Se trata del interés que Iósif Stalin sentía por la pianista Maria Yudina (Olga Kurylenko), hasta el punto de que quería la grabación de su interpretación del concierto para piano 23 de Mozart, y, como no existía, mandó reunir a la Orquesta Sinfónica en un estudio para que registraran la pieza en exclusiva para él. Al camarada Andreyev (Paddy Considine) le toca hacer en la ficción las veces de mediador. Es posible que Ianucci decidiera introducir esta anécdota para no entorpecer el aire ligero del conjunto, a fin de mostrar el grado de absolutismo de Stalin sin recurrir a otro tipo de decisiones más trágicas y graves que fue tomando durante su mandato.

La película tiene dos nominaciones a los BAFTA y ya ha ganado cuatro premios BIFTA del cine independiente británico.

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