2019 OTS. 17 ARQUITECTURA El clásico de los sentidos IBAI GANDIAGA PÉREZ DE ALBENIZ Señala que Mariano «es la persona que más ha confiado en mí a nivel profesional desde que soy arquitecto. Llegó al estudio teniendo 74 años y me rompió todos los esquemas, fue más osado que ningún otro cliente en la treintena». Mariano era el cliente de Garmendia Cordero Arquitectos, estudio del que forma parte Carlos Garmendia. Aunque concertamos la cita para hablar sobre el proyecto y las nominaciones para los premios FAD y Arquia/Próxima, acabamos hablando de Mariano. Porque del mismo modo que un paisaje no es tal sin un observador que lo dote de ese nombre, una arquitectura no se puede entender sin la figura del cliente. El proyecto era, en apariencia, sencillo; un local de oficinas con cinco cubículos independientes que debían de reconvertirse en una vivienda en una primera planta de un edificio del Ensanche de Bilbo. El resultado se describe con precisión en las fotografías del propio Garmendia; la estructura de hormigón armado se ha dejado desnuda, desprovista de yeso. Se han arrancado los apoyos del falso techo, dejando el techo picado con desconches y rozas vistas. Las instalaciones de iluminación se han dejado vistas, viéndose incluso las bandeletas de acero galvanizado que hacen el paso de tubos. Frente a esa crudeza, tenemos la calidez de la tarima y el enchapado de las puertas de madera maciza, grandes ventanales con una luz difuminada por cortinas, la laboriosidad de un alicatado de baño en suelo, pared y techo, y muebles a medida. «En el trabajo que desarrollamos todo tiene una razón de ser, y siempre tratamos de compartir esa razón con los clientes. La diferencia está entre los que confían y los que no se atreven». El sentido de dejar todo al descubierto era, en cierto sentido, económico, ya que el presupuesto era muy ajustado, «pero en realidad, lo que buscábamos era mostrar la historia y la identidad de ese espacio, la vida que había tenido». Entender la estructura como algo digno y no como una vergüenza es una pulsión que aparece cíclicamente desde el Movimiento Moderno, por ejemplo con el italiano Carlo Scarpa y las tiendas Olivetti, las primeras obras de Frank Gehry, el Pompidou de Rogers y Piano, y más recientemente con los franceses Lacaton & Vassal en la ampliación del Palais de Tokyo o la rehabilitación del pabellón Intermediae de Arturo Franco. Aunque nada inventado, poder aplicar ese concepto en un proyecto, que el cliente lo entienda y que encima quede bien es milagroso. Pero fundamentalmente es el cliente quien debe de entender y apoyarlo. «Mariano era una persona de mucho carácter, pero se dejaba aconsejar. En el proyecto se planteó un suelo vinílico, algo bastante económico. Después, en obra, dado que el vinílico requería otros gastos añadidos, le planteé colocar tarima de madera, aunque fuera más cara. ‘¿Tú qué harías?’, me dijo, ‘Joder, Mariano, que no es mi dinero’, respondí, ‘Ya, pero tú, ¿qué harías?’. Le dije que pondría madera sin pensarlo. No hubo más que hablar». La figura del cliente ha sido un punto de vista que no se ha estudiado en arquitectura, y cuando se ha hecho se han dibujado como mal necesario (Felipe II, para Juan de Herrera), como caprichoso e ignorante (Jørn Utzon y sus problemas con el Gobierno australiano por la Ópera de Sidney) o directamente como enemigo irracional (Edith Farnsworth y Mies van der Rohe, en uno de esos casos de micromachismo en el relato de la arquitectura moderna). Cualquier arquitecto que se haya enfrentado a tener que decirle a alguien qué hacer con su dinero entiende que la cuestión de confianza del cliente en el profesional es vital; en los libros de historia de la arquitectura, cada vez que se hablara de Mies van der Rohe y el edificio Seagram de Chicago, se debería de hablar de la figura de Phyllis Lambert, arquitecta e hija del director de The Seagram Company, cuya insistencia y perseverancia dieron carta blanca a Mies. Mariano murió un buen día de 2019, después de haber construido una relación con los arquitectos. «Una vez, cuando habíamos acabado ya la obra y habíamos dejado de vernos casi a diario, Mariano me llamó al estudio. Estaba más enfurruñado de lo normal, y no le entendía nada de lo que me contaba. Al final, le dije, ‘¿Qué pasa, Mariano, me echas de menos? ¿Echamos un café? Se quedó callado un segundo, y luego me ladró: ‘Paso por ahí en una hora’. Nos fuimos a comer un pincho y un café. El pidió una cerveza, aunque los médicos se la tenían prohibidísima. ‘Mariano, ¿y eso?’, le dije. ‘Vete a tomar por culo’, me respondió». Cuando hay confianza, ya se sabe.