2020 IRA. 13 PSICOLOGÍA Yo soy muy exigente IGOR FERNÁNDEZ La publicidad nos bombardea a menudo con una idea, apela a un valor que nos pone el anzuelo para picar en el consumo de productos de supuesto lujo: ser exigente. Y estos expertos de la venta no utilizarían dicha idea si no supieran que mucha gente picará el anzuelo. Ser exigente es una característica que asociamos con la exclusividad, con el éxito, el acierto y la firmeza de criterio. Quedan fuera, por tanto, la debilidad, la duda, la vulgaridad o el conformismo. Cualquiera que decida o concluya que la mejor opción para dar carpetazo a la propia vulnerabilidad es la vía de la exigencia, se inviste de una omnisciencia artificial que extrema las opiniones y que, tanto hacia fuera como hacia dentro, usa la crítica para dominar el mundo que rodea a esa persona, pasando por encima de la mediocridad, hacia un desarrollo de las propias actividades, relaciones e incluso a una presencia social ajustada a esas creencias entorno a la que uno exige. Hasta ahí, todo comprensible, nos mostramos exigentes mientras nos colocamos por encima de ciertas circunstancias, huyendo de la ambigüedad o el conformismo y a favor de nuestro criterio, sea el que sea. La exigencia no deja de ser una medida de fuerza y presión que cumple su objetivo de hacernos prevalecer, y que en principio es ejercida cuando nos quieren hacer pasar por el aro, o nos ponen delante una opción para cubrir nuestras necesidades que es insuficientemente efectiva. Entonces, decimos internamente “no”, “basta”, o “por ahí no paso”, con la idea de ir más allá, de satisfacernos. … Y ahí reside la trampa de la exigencia. En castellano hay un refrán que dice que «lo mejor es enemigo de lo bueno», y quizá es una frase aplicable a ciertos tipos de exigencia. Cuando para mostrarnos exigentes cerramos filas bruscamente, ojos y oídos, o pausamos la empatía habitual, merece la pena ser conscientes y saber a qué mensaje de fuera o qué aspecto de la realidad estamos poniendo un límite para que prevalezca nuestro criterio. Si no somos capaces de identificarlo, de decirnos por qué en esta ocasión estamos siendo intransigentes con lo dudoso, más que ser objetivos o firmes corremos el riesgo de negar ciertos aspectos de la realidad, tanto de la externa como de la interna –precisamente aquellos que nos hacen dudar, que nos hacen notar que la verdad de nuestro criterio pueda no ser tal– y actuar como si no existieran. Por ejemplo, yo puedo ser tan exigente con mis amistades que termine quedándome solo, o tan exigente con mi aspecto que termine aborreciéndome, o tan exigente con mi lugar de residencia que nunca encuentre la casa en la que poder descansar. En este caso, la exigencia niega la misma necesidad que trata de defender: tener amigos, estar satisfecho con mi aspecto o tener la casa que quiero. Dejamos al mando de la nave a una voz marcial que nos hace sentir que el mando está controlado pero a la que hay que controlar a su vez, si no queremos que el margen de consecución de aquello que queremos lograr se estreche tanto que la maniobra espontánea y autónoma se restrinja. Precisamente, cuando defendemos nuestras exigencias, las que pasan por encima del otro concretamente, apelamos a nuestra autonomía, a nuestra libertad de defender lo propio, y no siempre nos damos cuenta de cómo esa desconsideración del otro es a veces una desconsideración de nuestra necesidad de un otro diferente a mí. Usando una metáfora, es como esos gobiernos constituidos por una junta militar que ha dado un golpe de estado, ¿qué políticas hará en torno a asuntos que nada tengan que ver con la milicia? Al defender nuestras exigencias de este modo, puede que neguemos la naturaleza de otras partes de nosotros, y entonces, luchemos para otros.