7K - zazpika astekaria
PSICOLOGÍA

La fuerza de la fragilidad


Pienso en estos tiempos complicados y en la pelea que supone mantener la cabeza alta ante la crisis que vivimos, y me da por pensar en lo difícil que nos resulta a los individuos hoy en día asumir las propias limitaciones sin sucumbir a la desesperanza. Hace ya casi cuarenta años, Andrew Lowen, un famoso psicoanalista americano describía el narcisismo individual como el reflejo de una sociedad. Ya en 1985 escribía: les importan más sus apariencias que sus sentimientos. De hecho, no los aceptan si estos se contradicen con la imagen deseada. Están centrados en sus propios intereses pero los verdaderos valores del yo están ausentes –a saber, poder expresarse, ser dueño de sí, actuar con dignidad e integridad–. Se preguntaba si toda la sociedad estaba enferma, al percibir una pérdida de valores humanos en la comunidad –como son el interés por el entorno, por la calidad de la vida o por las demás personas, según él–.

Ha llovido desde entonces y estamos en otra parte del mundo pero, cuando afrontamos crisis y retos conjuntamente, parece que la faceta humana que describe este autor se hace presente. En momentos de crisis, de temor, se incrementa el riesgo de apartarse del otro, de volvernos más fríos, egoístas, ni más ni menos que por la sensación real o evocada de tener que sobrevivir. La ya previamente fina línea cotidiana entre defender los propios intereses y negar los de los demás, parece entonces que se estrecha, creando la ilusión de que ambos tipos de interés fueran excluyentes. Si a ello le sumamos entonces que el temor nos hace hincharnos como lo haría un gato asustado, empezamos a hacer una inversión ingente de energías personales en generar apariencias que desplegar tanto en el encuentro personal como en el virtual, o incluso en la vida político-social.

Todo ello nos aporta la sensación de que avanzamos a paso firme, sí, sin miedo, sí, pero realmente frágiles como una pluma al viento –al fin y al cabo, la mejor manera de no evidenciar las propias limitaciones o siquiera notarlas, es señalar las de quien está enfrente–. Entonces puede darse la paradoja de que, cuando nadie sabe qué hacer, todos hacemos como si fuéramos los únicos que los sabemos. Las interacciones a partir de ese momento se suben al podio de la omnisciencia y la omnipotencia con gran facilidad, y cada vez es más difícil admitir que no sabemos, que nos sentimos incapaces, derrotados o perdidos. Y es que, admitirlo puede generar dos reacciones: por un lado la de quienes están más asustados que nosotros, normalmente los más inflexibles y categóricos, que tratarían de acallar esa expresión de vulnerabilidad para no notar la propia. Por otro, la de quienes, como nosotros, no saben qué hacer y sienten el alivio de que alguien lo diga, sumándose entonces a su voz.

A veces, aunque necesitemos desesperadamente compartir la vulnerabilidad, hacerla pública y que se escuche, seguimos temiendo la voz de los sólidos, de los consistentes que esgrimen “una verdad sin sentimientos” como si fuera algo que simplemente no vemos. Seguimos sintiendo vergüenza de que nos aplasten si temblamos, aunque sea dialécticamente; y qué peor que eso cuando lo que estamos haciendo es pedir la protección de los iguales. Sin embargo, la vulnerabilidad compartida, lejos de convertirse en caos, de asomarnos a la desesperanza, despierta en nosotros un afán de protección mutua. Eso sí, solo si somos capaces de mirarnos a la cara, de poner nombres y apellidos, de conectar. Cuando nos miramos y reconocemos el mismo temor, somos capaces de inventar maneras de atravesar lo que sea para sostenernos, incluso somos capaces de inventar una nueva fuerza, capaz esta de incluir a los que nos han ninguneado por su propio temor. Por eso es especialmente importante mantener el contacto social aunque haya barreras, porque solo con la mirada real podremos construir la cohesión.