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«Entre el humo y la bruma», la mirada de Sigfrido Koch Bengoechea

El álbum de la guerra y el libro del alivio

El fotógrafo Sigfrido Koch Bengoechea vivió dos guerras. De la del 36 dejó constancia en un álbum que ocultó durante toda su vida, repleto de incógnitas y de imágenes tan dramáticas como documentales. Conocido por una obra más bucólica, volcada en los retratos, paisajes y tradiciones de Euskal Herria, las dos vertientes se pueden ver en la exposición «Entre el humo y la bruma», un viaje al pasado en blanco y negro desde el Museo San Telmo.

Fotografía: Sigfrido Koch Bengoechea

Esta es la historia de un fotógrafo con sus luces y sombras, de un álbum escondido repleto de fotografías inéditas de la Guerra del 36 que recoge situaciones terribles de uno de esos acontecimientos que entran directamente en la Historia. También es la historia de un libro de imágenes de llamémosle paz. Son las dos caras de “Entre el humo y la bruma”, una exposición con la misma mirada, la de Sigfrido Koch Bengoechea (1908-1973), que hasta el próximo 23 de mayo se puede visitar en el donostiarra Museo San Telmo. Comisariada por el fotógrafo y documentalista gráfico Juantxo Egaña y el historiador y profesor universitario Lee Fontanella, dos expertos en materia fotográfica, ellos también han recorrido un largo camino desde que hace cinco años tuvieran conocimiento de la existencia del álbum.

Oculto durante casi 80 años, resultó esencial la donación que en 2019 realizó la familia Koch a San Telmo de la colección de los dos Sigfridos: tanto de Bengoechea como de su hijo del mismo nombre –Koch Arruti (1936-1992), un genio con la cámara– en la que estaba el desconocido álbum. Para hacerse una idea de la trascendencia que esta familia vasco-alemana ha tenido en la fotografía, quizás hay que ir un poco atrás en un árbol genealógico que también se puede ver en la muestra.

A las puertas del siglo XX, Willy Koch Schöneweiss (1878-1950), un alemán nacido en Solingen en el seno de una familia dedicada a la fabricación de cerveza, recala en Euskal Herria. Instalado en Donostia, aprende el oficio con Benjamín Resines, un fotógrafo que incluso realiza trabajos para la Casa Real y después se instala por su cuenta, primero en una gambara y luego en una tienda, ambas ubicadas en la Avenida de la Libertad. Allí arranca una saga de grandes fotógrafos que está emparentada con otra, la de los Schommer de Gasteiz.

Los destrozos de la guerra y sus bombardeos, a la izquierda en Durango, sobre estas líneas en Gernika y sobre ella en Zornotza con posado de los franquistas.

 

Willy, que se casa con Magdalena Bengoechea Alcayaga, tiene cuatro hijos que, de una manera u otra, siguen sus pasos y trabajan en el estudio familiar: El mayor también es Willy –uno de los comerciantes fundadores de Zinemaldia–; el segundo es Sigfrido –el profesional por excelencia por sus retratos, paisajes y su estilo pictoralista que intenta imitar a la pintura– además está Pablo, el benjamín, que también es óptico. Y la única mujer, Carmen, la tercera y a la que no se le reconoce ese papel que sí adquieren sus hermanos, aunque su hijo Martin Tunke –fallecido en 2014 y conocido además por su vinculación al C.D. Fortuna, club organizador de la Behobia-SS de la que en un tiempo fue uno de sus máximos responsables– reivindicaba su importancia asegurando que cuando sus tíos se ausentaban y hubo periodos largos como cuando los tres estuvieron en la Segunda Guerra Mundial, Carmen revelaba, hacía fotos, retratos… y hasta posaba de modelo para una serie de desnudos. El hecho de que todos los trabajos se firmaran como Willy Koch, el nombre de la tienda y sello de la casa, lo que ahora denominaríamos la marca, dificulta establecer quién las hizo, sobre todo en un establecimiento en el que llegaron a trabajar entre quince y veinte personas.

Entonces estaban por llegar las dos guerras que marcaron la vida y parte de la obra de Bengoechea. En 1936, el patriarca Willy Koch aprovecha su condición de cónsul de Alemania y su pasaporte diplomático para repatriarse con toda su familia, entre ellos Ignacia Arruti –la esposa de Bengoechea– y su primer hijo –Sigfrido–. Pasarán una larga temporada de incertidumbre y temor en Selva Negra y Westfalia antes de regresar a casa.

Es en 1938 cuando Koch Bengoechea realiza ese álbum que jamás mostró y guardaba celosamente bajo la cama y que incluye 231 fotografías inéditas de la Guerra del 36. Ahora, 83 años después, ha visto la luz pública mientras reposa estos días en una urna de cristal a la vista de todos y con algunas de sus fotos ampliadas. «Es la obra de un hombre muy cuadriculado, que tiene todo organizado, como las fotos del álbum perfectamente alineadas», asegura Juantxo Egaña.

Juantxo Egaña, en la exposición que ha comisariado en colaboración con Lee Fontanella.

 

En él, Koch Bengoechea capta el Cinturón de Hierro de Bilbo, los bombardeos de los italianos de la Aviación Legionaria y los alemanes de la Legión Cóndor, la destrucción en Elgeta, el gallo en Galdakao, Zornotza, Durango, Gernika...; un reguero de civiles muertos tras el paso de las tropas, paredones y cementerios donde se intuye hasta la sangre, búnkeres, trincheras, pero también secuencias terribles que se produjeron desde el frente del Ebro hasta el de Santander. Aviones, bombas, militares franquistas posando ante las ruinas y ante los muertos «con un desenfoque de la realidad, como que les adjudicara a ellos todo el peso de la tragedia. Parecen escenarios teatrales», apunta Egaña.

En esas pequeñas fotos está la devastación de diversas localidades de Euskal Herria y más allá. Una destrucción arquitectónica y humana que tiene su punto álgido en una impactante serie de retratos etiquetada como “operaciones por el Dr. Balda”, en la que aparecen los rostros mutilados de combatientes del frente del Ebro, que el equipo del mencionado doctor intentaba reconstruir en intervenciones faciales que se llevaban a cabo en el Hospital Militar General Mola, ubicado en pleno centro de Donostia. «Es tal su crudeza que te vienen a la cabeza los experimentos nazis de Mengele».

Arriba, a la izquierda, imagen surrealista del soldado y la bañera tomada en el frente de Santander; abajo, militares franquistas posan sobre los restos de una avioneta en el frente de Bizkaia. Las otras dos se tomaron en el Ebro, la de arriba corresponde al entierro de dos aviadores alemanes en 1938 y la de abajo a una fortificación en el frente del Ebro.

 

Bengoechea no era un fotoperiodista, ni un corresponsal de guerra, por lo que los motivos que le llevaron a realizar esas imágenes son una incógnita. «No se sabe con exactitud cómo llegó a hacerlas, solo hay suposiciones. Iba detrás de la tropas y seguramente pudo hacer fotos desde los aviones por su condición de alemán. Su mujer comentó en alguna ocasión que a veces desaparecía durante días sin decir nada y ella estaba segura de que andaba por los escenarios de la guerra».

El propio Sigfrido vivirá después otra guerra, cuando es reclutado por los nazis junto a sus hermanos para combatir en la Segunda Guerra Mundial. No se presentan y al ser reclamados, la Guardia Civil les busca y les pone en la frontera. La contienda les separa y a cada uno le lleva a distintos lugares de Europa. Desertan, les detienen, se vuelven a escapar... Sigfrido acaba en una casa de Baiona donde le acoge una persona que trabaja para la Resistencia. Regresa a Donostia traumatizado y, según su esposa, le cuesta mucho tiempo recuperarse. «Es un superviviente», señala Egaña.

Tremenda fotografía  de la Casa de Campo de Madrid sembrada de muertos que los soldados del bando nacional dejaron a su paso.

 

Material adicional a modo de complemento. Esta exposición se completa con amplio material adicional cedido por 27 particulares y centros, en el que hay además 25 revistas y 16 libros de época. Ahí está la imagen del legendario fotoperiodista Robert Capa captada en Bilbo de una madre y una hija en la calle mientras la gente alertada mira al cielo, compartiendo columna con un cartel basado en ella, el dibujo que realizó el pintor y poeta Oskar Kokoschka, quien le añade los aviones y el puente mientras solicita en llamativos colores “¡Ayuda para los niños vascos!”. El original y el cartel están en el Museo Bellas Artes de Bilbo.

Hay documentos y curiosidades: en uno fechado el 26 de setiembre de 1936, Juan Roldán, un aviador republicano al que le toca lidiar contra las fuerzas aéreas alemanas e italianas, apunta los combates que va viendo a su paso por Gasteiz, Leintz Gatzaga, Eskoriatza, Elgoibar, Deba... Posteriormente detenido, el propio Roldán pinta el combate de Bilbo desde la cárcel y lo hace en las pantallas de una lámpara. También se pueden ver diversas publicaciones, en algunas de las cuales aparecen fotos con el sello de Willy Koch, de ámbito estatal –el ABC republicano que se editaba en Madrid y el franquista que se hacía en Sevilla–, internacional como el periódico “Ce Soir”, la revista “Life” –con la icónica foto de Capa del miliciano– y vascas de distintas tendencias como “Euzkadi” y “Eri”, por mencionar algunas.

La bruma que da nombre a la exposición, la niebla del paisaje vasco.

 

Tradiciones y paisajes. La segunda parte de la exposición recupera la luminosidad, acorde con un libro al que le esperaba otra suerte que al álbum, y se publicó en 1948. Bajo el título “País Vasco, Guipúzcoa”, en una edición de lujo impresa en Huecograbado Arte (Bilbo), contiene 143 fotografías, 38 de ellas están en la muestra, que se ha ampliado con otras originales que nunca habían sido expuestas. Bengoechea capta lo que ama de su «querida tierra vasca» y representa las tradiciones: dantzaris, pelotaris, segalaris, arrantzales y baserritarras. Estampas folclóricas, paisajes, pueblos, pero también la vida cotidiana. «Se nutre de su entorno. Imágenes preciosas, con la teatralización de sus personajes, la escena montada. Además, es un fotógrafo que propone y realiza sus propias fotografías, las trabaja en el laboratorio. Hay una labor artística muy importante». Y generosa porque, a diferencia de otros, no tiene reparos en facilitar una completa información técnica en las notas que las acompañan.

Con este libro «quiere reconciliarse con su txoko y recuperar ese espacio que había perdido de su país añorado, su tierra. Es una visión romántica e intemporal. En contraste con las imágenes de la guerra te dan un cierto respiro, suponen una recuperación de lo perdido, de lo que nunca debió de pasar. Retrata las tradiciones y la cotidianidad, algo que es muy importante para él, pero seguramente para la mayoría», mantiene Egaña, que pone en valor otra generosidad, la de la familia Koch. «Esta donación es importante y más que sea a un museo público y de aquí, no solo para San Telmo, también para Donostia y Euskal Herria».

Koch Arruti solía decir que las mejores clases las recibió de su padre en las frecuentes visitas que realizaban al Museo San Telmo y en sus viajes y excursiones por la naturaleza. Así que ambos están donde querían.

Junto a estas líneas,  dos retratos de Bengoechea a una  amona y a un baserritarra.