2021 MAR. 28 Una vida a contracorriente Virginia Woolf: Todo en ella, en una habitación propia Ochenta años después de su muerte, Virgina Woolf figura como una de las autoras más fascinantes de todos los tiempos. En constante lucha con sus demonios interiores, la autora de obras tan referenciales como «Una habitación propia» o «Las olas», se revela como una «outsider» que reivindicó a la mujer en una sociedad encorsetada. Woolf, captada por George Charles Beresford, fotógrafo especializado en retrato durante la época victoriana. Koldo Landaluze Desconocemos si en la mañana del 28 de marzo de 1941 hubo un leve esbozo de sonrisa en su cara, si su mirada fue más profunda de lo acostumbrado o si prestó atención al trino de los pájaros que, en ese momento crucial, revoloteaban a orillas del río Ouse. La secuencia la retrata de espaldas, mientras los bolsillos de su abrigo almacenan las piedras que suman su peso a la ya de por sí aplastante decisión que la guió a un punto sin retorno. La escena no requiere de poética, tan solo fluye entre caudales que se intuyen pausados porque ya no diferencian la tormenta de la calma. Todo lo que tenía que decir lo dejó por escrito unas horas antes, varias notas repartidas por su casa de campo de Rodmell y que aguardan a ser leídas por su marido, Leonard Woolf, y su hermana, Vannessa Bell. Al primero se dirige en estos términos: «Siento que voy a enloquecer de nuevo. Creo que no podemos pasar otra vez por una de esas épocas terribles. Y no puedo recuperarme esta vez. Comienzo a oír voces, y no puedo concentrarme. Así que voy a hacer lo que me parece lo mejor que puedo hacer. Tú me has dado la máxima felicidad posible. Has sido en todos los sentidos todo lo que cualquiera podría ser. No creo que dos personas puedan haber sido más felices, hasta que vino esta terrible enfermedad. No puedo luchar más. Sé que estoy arruinando tu vida, que sin mí tú podrás trabajar. Lo harás, lo sé. Ya ves que no puedo ni siquiera escribir esto adecuadamente. No puedo leer. Lo que quiero decir es que debo toda la felicidad de mi vida a ti. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decir que todo el mundo lo sabe. Si alguien podría haberme salvado habrías sido tú. Todo lo he perdido excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida durante más tiempo. No creo que dos personas puedan haber sido más felices de lo que hemos sido tú y yo». Abordar la figura de Virginia Woolf resulta una tarea apabullante. De ella se ha dicho y escrito de todo. Que fue rebelde, inquieta, insatisfecha, que fue excéntrica, feminista, mentalmente enferma, aguda y muy inteligente, delicada, sexualmente “indefinida”, pintoresca, extraña, snob, obsesiva con el trabajo. En realidad no solo simboliza la suma de todo, fue mucho más, una outsider; alguien que vivió a contracorriente, a su manera y asumiendo el riesgo y atractivo que ello conllevó. Nunca pudo quitarse de la cabeza “el sonido” constante de su propia escritura, una prosa poética que impregnó la prolífica y cautivadora obra de una mujer que rezumaba enigma. Elizabeth Taylor y Richard Burton en su implacable cara a cara de «¿Quién teme a Virginia Woolf?» (Warner Bros). La escritora inabarcable. En su monumental biografía “Virginia Woolf. La vida por escrito” (Editorial Taurus), la autora argentina Irene Chikiar Bauer condensó en sus más de 900 páginas la búsqueda de una escritora compleja a la que tantas veces se ha intentado etiquetar o, incluso, encasillar. Le tocó vivir un tiempo, finales del siglo XIX y comienzos del XX, en el que incluso las mujeres de su nivel social, la aristocracia intelectual de la clase media-alta británica, estaban condenadas al matrimonio y a una educación basada en unos modales exquisitos y unos conocimientos que no iban más allá de la música y el ballet. Según reveló Irene Chikiar Bauer, «Virginia Woolf lamentó siempre la falta de educación formal –que no se discutía en los hombres– y vivió esta carencia con resentimiento, pero también como una debilidad que se esmeró en superar. A pesar de esa falta, o tal vez gracias a ella, pudo desarrollar su obra creativa de una manera rica y personal». Entre los elementos más relevantes de semejante personalidad, destaca cómo emprendió de forma decidida y desde muy joven su camino como escritora. Un torbellino creador que se tradujo en propuestas tan relevantes como “Al faro”, su novela más autobiográfica, “Orlando”, “Noche y día”, “La señora Dalloway”, “Las olas”, “Fin de viaje” o en su fundamental ensayo “Una habitación propia” en el que, entre otras muchas cuestiones, arremetió contra la figura idealizada de las mujeres en la ficción escrita por hombres, y cómo la sociedad patriarcal las trataba en la vida real. Según dejó escrito Woolf, «no siendo historiador, quizá podría uno ir un poco más lejos y decir que las mujeres han ardido como faros en las obras de todos los poetas desde el principio de los tiempos. En realidad, si la mujer no hubiera existido más que en las obras escritas por los hombres, se la imaginaría uno como una persona importantísima; polifacética: heroica y mezquina, espléndida y sórdida, infinitamente hermosa y horrible a más no poder, tan grande como el hombre, más según algunos. Pero esta es la mujer de la literatura. En la realidad, como señala el profesor Trevelyan, la encerraban bajo llave, le pegaban y la zarandeaban por la habitación. De todo esto emerge un ser muy extraño, mixto. En el terreno de la imaginación, tiene la mayor importancia; en la práctica, es totalmente insignificante. Reina en la poesía de punta a punta de libro; en la Historia casi no aparece. En la literatura domina la vida de reyes y conquistadores; de hecho, era la esclava de cualquier joven cuyos padres le ponían a la fuerza un anillo en el dedo. Algunas de las palabras más inspiradas, de los pensamientos más profundos salen en la literatura de sus labios; en la vida real, sabía apenas leer, apenas escribir y era propiedad de su marido». Para Irene Chikiar Bauer, la vigencia y la cercanía de Virginia Woolf están relacionados con «la imposibilidad de permanecer indiferentes ante una escritora que ha difuminado los límites entre lo público, lo político y lo privado; entre ficción, historia y biografía; pero también con el interés por dilucidar al ser humano que se expresa a través de sus diarios y cartas» porque, al contrario de lo que muchos sentencian, «no vivió desconectada de la realidad, en una torre de marfil o bajo una campana de cristal. No, son estereotipos. Ella –aseguró la biógrafa argentina– fue una mujer mucho más interesante de lo que los estereotipos han mostrado de ella. Fue mucho más sutil. Tomando una frase de uno de sus personajes más icónicos, la señora Dalloway, no se puede decir que alguien sea exclusivamente esto o aquello. No se puede decir que conocemos a alguien profundamente, porque siempre habrá algo en esa persona que se nos escape. Nunca se puede llegar al conocimiento absoluto de una persona». Nicole Kidman, en su oscarizada caracterización de Virginia Woolf en «Las horas». (Paramount Pictures) Brumas y talento. Nacida el 25 de enero de 1882 en Londres, Virginia Woolf plasmó en su obra las desigualdades sufridas por las mujeres de aquella época. Su infancia estuvo marcada por la depresión producto de la muerte de sus padres y de su hermana. Los abusos que sufrió a manos de sus hermanastros provocaron en ella un fuerte trastorno sicológico que la acompañó hasta su último día de vida. Siempre destacó por su apuesta por el riesgo de lo experimental y de abordar temáticas que no eran comunes por entonces como el feminismo. Se convirtió en una referencia para muchas mujeres que compartían su anhelo por encontrar su identidad, su liberación, su independencia y, sobre todo, guiar a la mujer escritora hacia una habitación única y privada para cumplir su necesidad de escribir. La propia Woolf afirmó en relación a ello: «Cuando escribo no soy más que una sensibilidad. Escribir es lo único que equilibra mi manera de ser; nada me convierte en un todo unitario, en mí, salvo cuando escribo. Escribir como una mujer, pero como una mujer que ha olvidado tanto que es mujer, que sus páginas están rebosantes de ese carácter sexual que solo se manifiesta cuando el sexo no tiene conciencia de sí mismo». Estuvo casada con Leonard Woolf hasta su suicidio en 1941, pero mantuvo durante toda su vida relaciones con mujeres, y fue con la aristócrata Vita Sackville-West con quien compartió sus deseos y fantasmas más profundos, un romance que fue recreado por la escritora Pilar Bellver en su relato epistolar “A Virginia le gustaba Vita” (Editorial Dos Bigotes). Según Bellver, «Virginia Woolf, la escritora ‘feminista por excelencia’, y Vita Sackville-West, ‘la lesbiana oficial de la aristocracia inglesa’, fueron revolucionarias y pioneras de la élite londinense del siglo XX, dos escritoras casadas que, a pesar de ello, ya se habían enamorado anteriormente de mujeres, unas experiencias que no evitaron que el romance que mantuvieron las ‘transformase’ radicalmente». “A Virginia le gustaba Vita” toma como punto de partida el momento en el que Woolf asume, en una carta destinada a Sackville-West, que el romance que han mantenido durante más de un año por correspondencia había de desembocar, inevitablemente, en una relación íntima y sexual. Algo que, en palabras de Bellver, en el fondo, «les daba miedo a ambas mujeres: A Vita le daba miedo tener una relación muy intensa con ella porque todo el mundo temía que Woolf se desmoronase a la mínima de cambio por sus antecedentes depresivos». No obstante, entre ambas se estableció un acuerdo no sellado que las enriqueció. «Vita le dio a Virginia alegría de vivir, entusiasmo, y se siente mucho más segura como mujer, como persona sexual. Y Virginia le dio a Vita solidez ética e intelectual», resaltó Bellver, que se lamentó de que no haya material íntimo sobre su relación porque Woolf fue parca en palabras al respecto en sus diarios para evitar que su marido, Leonard Woolf, conociese los detalles. Aunque su esposo, uno de los fundadores del Partido Laborista, sí estaba al tanto de la relación entre las mujeres, al igual que el marido de Sackville-West, el diplomático, también homosexual, Harold Nicolson. Un día antes de la publicación de “Fin de viaje”, en marzo de 1915, Virginia Woolf ingresó en un sanatorio. La redacción de esta novela la inició 1908 y la culminó cinco años después y tras desechar hasta siete versiones. El esfuerzo le produjo un largo periodo de jaquecas, insomnio, depresión… Dos años gobernados por la incertidumbre y el temor. Por fortuna, la novela tuvo buena recepción y crítica y ello la animó a prolongar su ruta creativa. En su etapa final no hubo margen para embarcarse en nuevas singladuras literarias. Dijo que había perdido el arte, que las manecillas del reloj ya ni siquiera dictaban el tiempo. Las bombas alemanas también se encargaron de perforar su ánimo y a ello se sumó el desconsuelo que le produjo la muerte de su sobrino en la Guerra del 36. Al final de su viaje tan solo le aguardaba la corriente del río Ouse. Tilda Swinton interpretó a Orlando en la adaptación de la novela homónima de Woolf. Un ser melancólico, independiente, ambiguo e inmortal. (LenFilm Productions) Woolf, delante y detrás de una pantalla. El 4 de agosto de 1926, “The New Republic” publicó un artículo que, bajo el título “Apuntes de Virginia Woolf sobre el cine y la realidad”, la autora de “Orlando” aportaba sus puntos de vista en torno al séptimo arte, el desorden de los espectadores en la sala oscura y la accidentada relación entre cine y literatura. En dicho texto, Woolf decía: «Aun cuando mucho de nuestro pensamiento y sentimiento esté relacionado con la vista, algún residuo de emoción visual que no sea del ámbito propio del pintor o del poeta puede estar a la espera del cine. Es muy probable que tales símbolos deban ser muy distintos a los objetos reales que vemos frente a nosotros. Algo abstracto, algo que se mueva con un arte controlado y consciente, que pida una ayuda mínima de las palabras y a la música para hacerse inteligible, y que no obstante solo las emplee como elementos subordinados: de tales movimientos y abstracciones podrán en el futuro componerse las películas. En consecuencia, cuando es encontrado un nuevo símbolo para expresar un pensamiento, el cineasta tiene en sus manos una inmensa riqueza». El cine, como no podía ser de otra manera, también se ha fijado en el imaginario de Virginia Woolf y, con mayor o menor fortuna, ha plasmado en la pantalla propuestas como “Al Faro” (1983), una adaptación británica dirigida por Colin Gregg y con Rosemary Harris y Kenneth Branagh en su reparto; “Orlando” (1992) de Sally Potter en la que Tilda Swinton realizó una recordada interpretación del ambiguo e inmortal personaje que recorre los misterios de la vida, el arte y la pasión y “La señora Dalloway” (1997), de Marleen Gorris, con el protagonismo de Vanessa Redgrave, Rupert Graves y Natascha Mcelhone. No obstante, tal vez hayan sido las películas que han versado de manera indirecta en Virginia Woolf y su obra las que mejores resultados han obtenido. Dos ejemplos de ello son “¿Quién teme a Virginia Woolf?” (1966) y “Las horas” (2002) . La primera, basada en una obra de teatro de Edard Albee, fue dirigida por Mike Nichols y en ella se reflejaban las miserias, deseos y frustraciones de un matrimonio ahogada en una relación salvaje. Elizabeth Taylor y Richard Burton, una de las parejas más autodestructivas del cine, plasmaron a la perfección está relación tóxica. Taylor recordó que, «cuando cayó en mis manos el guion de aquella película, mi vida profesional dio un giro vertiginoso. Presentí un éxito enorme. No me equivoqué: por aquella actuación me concedieron el Óscar a la mejor actriz. Estoy segura que la gran Virginia Woolf tomó parte en el asunto». La segunda, filmada por Stephen Daldry, también hizo que una de sus actrices, Nicole Kidman, lograra su primer Óscar gracias a su caracterización de la propia Woolf. “Las horas” es una adaptación de la prestigiosa novela homónima de Michael Cunningham. En el año 2005 y con motivo de la publicación de su novela “Días memorables”, el escritor estadounidense –que logró en el 99 el Pulitzer por “Las horas”–, recordó a GARA que «‘Las horas’, la desarrollé como una variación de la obra de Woolf pero en clave de jazz. La base era la propia Woolf aunque me tomé la libertad de crear algo nuevo a partir de sus últimas vivencias. De una pieza de jazz, variación de la obra de Virginia Woolf, algo así como lo que pasa en el jazz, es decir, a veces en este tipo de música, se toma una gran pieza musical como base, y sobre esta se realiza, se crea una nueva pieza. En ‘Las horas’ también asoma el espíritu de ‘Mrs. Dalloway’ que gira en torno a la mecánica cotidiana, durante un día, de una mujer que vive en el Londres de los años 20. Woolf demostró que una novela también puede resultar épica cuando se limita a describir un día cualquiera en la vida de una persona cualquiera. En ‘Las horas’, hice lo propio pero en tres días diferentes en la vida de tres mujeres de diversa edad que viven en lugares y tiempos diferentes».