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Después del deporte de élite

Las otras vidas de los campeones

Empezaron jóvenes y, cada uno a su manera, en algún momento tocaron el cielo. Ninguno se hizo millonario, aunque alguno todavía tiene posibilidades. Miran al pasado sin nostalgia y con la experiencia del paso del tiempo. Sus ocupaciones actuales no tienen nada que ver con el deporte. Nos lo cuentan desde sus actuales lugares de trabajo.


Fotografía: Iñigo Uriz l Foku

 

A Rubén Beloki, 20 años en los frontones y 28 de dedicación a la pelota, no le han quitado el gusto por el frontón ni el buen humor. Es de risa fácil. Empezó a los ocho años, apuntaba maneras desde aficionado y lo confirmó en profesionales. En su abultado palmarés destacan sus cuatro txapelas del Manomanista (1995, 1998, 1999 y 2001), otras dos del Campeonato de Parejas (1996 y 2003), la del Manomanista de Segunda (1993) y el oro olímpico (1992), además de unos cuantos subcampeonatos y torneos de prestigio. Durante 24 años fue el campeón manomanista más joven de la historia, con veinte, hasta que en 2016 llegó Iker Irribarria de 19 y le arrebató ese “récord”: «Fue bonito mientras duró», ríe.

El zaguero de Burlata lo atribuye a que le tocó un buen momento: «Nuestra generación, Eugi, Titín, Mikel Goñi... coincidimos con la época de los frontones a tope y la entrada fuerte de la televisión en la pelota. Nos hicimos un nombre, ganamos dinero, lo que es importante para un deportista profesional, porque te dedicas 100% a ello. Fuimos el relevo de mitos como Retegi, Galarza y compañía, con los que coincidimos al principio, y terminamos con Irujo y Olaizola, que nos echaron a medio lado. Fue la época dorada».

Tras su retirada continuó en Asegarce como intendente y entrenador de chavales: «Tuve mucha suerte porque cuando acabé mi etapa deportiva me quedé en la misma empresa hasta que llegó un momento en el que me parecía que ya no estaba dando el máximo, hubo problemas internos y decidí dejarlo. Pero lo que antes era Asegarce ha sido mi casa durante casi tres décadas, tengo muy buen recuerdo y hablo con ellos a menudo porque la pelota es mi vida».

Guarda un precioso recuerdo de los Juegos Olímpicos de Barcelona’92, donde la pelota fue deporte de exhibición. A Beloki le cogió despidiendo sus 17 años. Volvió de allí un 5 de agosto y tres días después entró en la mayoría de edad con una medalla de oro al cuello, un montón de estrellas del deporte a los que había tenido al lado en la cabeza y un futuro prometedor. «Estuvo muy chulo, participó mucha gente de aquí en distintas modalidades. Para un deportista es una pasada, el Preolímpico, ir a entrenar y luego los veintitantos días que estás en una villa olímpica. Te pilla joven y lo vives intensamente. Estuvimos al lado de atletas como Carl Lewis, comimos junto al tenista Boris Becker o el jugador de baloncesto Sabonis; vimos al Dream Team del baloncesto con Magic Johnson, Michael Jordan... los mejores de la historia, que no se alojaban en la villa pero iban a pasar el día, a firmar autógrafos. En el equipo de fútbol sub'21 estaban Pep Guardiola, Kiko… las chicas de hockey hierba. Es lo mejor que me ha pasado», sostiene. Y lo que está por llegar, porque aún le quedan los réditos.

Beloki, por su condición de campeón olímpico, dentro de tres años podrá embolsarse los 600.000 euros incluidos en la Libreta de los Campeones, un plan en su momento patrocinado por la Caixa y destinado a los medallistas de Seúl’88 y Barcelona’92, en el que el oro individual se pagaba a 100 millones de pesetas de la época. Los premiados cobran el dinero una vez cumplidos los 50 en un solo pago o a través de una renta vitalicia. «Es un puntazo y todo por estar en el sitio adecuado en el momento justo. Voy a ser de los últimos en cobrarlos, porque era de los más jóvenes».

Ni siquiera ese futuro tranquilizador ha conseguido jubilarle antes de tiempo. Hace justo un año adquirió una licencia de taxi, opera en Iruñea y, pese a estrenarse en plena pandemia, es optimista: «Estoy a gusto, además con este trabajo tengo más tiempo para mi familia. Parece que ya se empieza a ver la luz, aunque ha sido muy duro para el sector. Los veteranos no recuerdan una crisis así. En otras, como en la de 2008, a base de meter horas le daban la vuelta a la situación pero sin ocio a la noche, con los toques de queda, gente joven que ha sacado una licencia y valen mucho dinero, entre 190.000 y 200.000 euros, lo está pasando muy mal. Es complicado pero, en cuanto la gente pueda salir con normalidad, el sector irá para arriba».

En la parada de taxis, especialmente gente mayor, todavía le paran para comentarle el partido de ayer o alguna de sus hazañas y eso que su trayectoria como taxista es tras una mascarilla. Indudablemente es un oficio recurrente para expelotaris: Julen Retegi, Iñaki Otxandorena, Ander Errandonea, Oskar Lasa, Juan Mari Arteaga, Urra, Arturo Arbizu y Juan Luis Irazola son o han sido taxistas. ¿Y esa relación con el volante? «Hemos conducido mucho desde jóvenes y además en esto tienes una flexibilidad de horarios que no tienen las fábricas», concluye.

Fotografía: Conny Beyreuther

 

Reyes Carrere, en el Ayuntamiento de Donostia. Desde niña supo que quería hacer deporte, aunque Reyes Carrere entró en el balonmano por una coincidencia. Tenía 15 años, su hermana Ana jugaba en el Ereintza de Errenteria y les hacía falta gente; nunca había visto un partido. «Soy de la generación que no teníamos deporte escolar pero en el barrio le pegaba a todo. Podía haber jugado a baloncesto, con 13 años en verano hice un cursillo impartido personalmente por Josean Gaska –impulsor del basket en Donostia que da nombre a uno de los polideportivos de la ciudad– en el cual era la única chica, pero la casualidad… Si fuera hoy haría remo, aunque también me gusta mucho el fútbol». ¿En qué trainera? «En la que tuviera aspiraciones de ganar La Concha», responde.

Y se explica desde su mesa llena de papeles en las dependencias de EH Bildu del Ayuntamiento de Donostia, donde ejerce de concejal tras las Elecciones Municipales de 2019. «La competición, la actividad física y el deporte son tres cosas diferentes. A los que nos gusta la competición nos gustan los proyectos ganadores, que están arriba. Eso sí, en unas condiciones. No se puede ganar a costa de lo que sea, pero creo que una deportista tiene que tener aspiraciones de ganar».

En el balonmano ha sido jugadora, entrenadora, directora técnica de la Federación de Gipuzkoa, profesora de entrenadores-as tanto en la Federación Vasca como en la de Gipuzkoa, y hasta seleccionadora de Euskal Selekzioa. No ha sido presidenta, pero casi, porque también ha gestinado un club. Ahora lo sigue como aficionada e incluso desde el plano institucional le resulta muy interesante. «Solo me falta ser árbitra, lo cual es bastante complicado. Pero sí, he hecho de todo y creo que eso es bueno porque, si has tocado todos los ámbitos, tienes una visión bastante más amplia, general y real de lo que es una actividad. Te colocas en el lugar de todos y entiendes lo que es la gestión de un club pequeño, lo que conlleva, por ejemplo, organizar el autobús o comprar el agua».

Militó en equipos de casa: Ereintza, Hernani, Corteblanco Bidebieta y Bera Bera ocupan su trayectoria. Actuaba de pivote, y se define como una jugadora voluntariosa cuyo mayor talento estaba en su capacidad de trabajo. «Me gustaba muchísimo entrenar y jugar. Siempre he tenido alrededor mejores jugadoras que yo, pero yo era imprescindible para que el equipo arrancara», reconoce con naturalidad.

Sus mayores éxitos le llegaron en su último año como entrenadora. Con ella al frente el Bera Bera logró su primer triplete –Liga, Copa y Supercopa– pero mantiene sus distancias sobre la importancia que se otorga a los títulos. «La titulitis está bien como aspiración pero también es una doble trampa porque, si no consigues un título, parece que no has hecho nada».

Más importante para ella fue poder hacer un equipo profesional del Bera Bera, dignificando a la mujer, en el que se embarcó con su hermana Ana y Amaia Remírez. «Aquel proyecto que gestamos tenía unos pilares importantes. Básicamente las jugadoras eran de casa; ellas, el cuerpo técnico y la estructura era profesional y con eso no me refiero a cobrar, sino a tener contrato y a intentar ganar con esas condiciones».

La realidad de gran parte de las mujeres involucradas en distintos cargos deportivos es que tienen una ocupación al margen. «La clave está en que sea tu profesión, no tu afición. Está muy asumido que para un futbolista, un jugador de basket o un ciclista es su profesión, pero en el deporte femenino el concepto de profesionalización es muy complicado, no se considera. Una cosa es cobrar algo y otra que sea tu oficio».

La vida de un deportista tiene una fecha de caducidad mayoritariamente temprana. Hay quien lo pasa mal cuando le llega la hora. «Hay que tener una vida deportiva sana y saber cuál es tu sitio y qué posibilidades tienes. Estar arriba supone un reconocimiento social, económico en el caso de los equipos masculinos, no de los femeninos, cuidarte, viajar los fines de semana... Te puede gustar o no. La vida del deportista de alto rendimiento se acaba pero no la del deportista, puedes seguir practicando deporte adaptándote a tus posibilidades toda tu vida».

Carrere va al monte y corre. Cuando no puede, recurre al gimnasio, mientras llena su vena competitiva participando en carreras populares como la Behobia y la Lilaton. Dejar el balonmano no le resultó traumático, quizás porque ella siembre funciona sobre proyectos. Meses después comenzaba de soldadora en Herrería Bidebieta, «un trabajo súper chulo, ya había hecho un cursillo y estuve casi tres años».

Lo dejó para encabezar la lista de Bildu al consistorio donostiarra y desde entonces ejerce de concejal en la oposición. En su familia, «ligada a las izquierdas», siempre se habló de política. Últimamente la mitad de los hermanos han ocupado cargos públicos y todos en el partido abertzale: Ana fue alcaldesa de Andoain durante las dos legislaturas anteriores y Joxemari –actor, escritor, cuenta cuentos, columnista de Gara y muy ligado a los movimientos sociales– es juntero.

En esta legislatura con pandemia, de proyectos millonarios y polémicos, Carrere reivindica una transversalidad que no se da. «Realmente aprendes cuáles son los engranajes que están dentro de muchas decisiones. A veces siento impotencia por la deriva que está tomando la ciudad. Muchas de las decisiones que van a incidir directamente en todos nosotros no están tomadas en base a los intereses de la gente y tienen más que ver con la especulación o con las grandes compañías o con intereses partidistas. Las decisiones deberían de ir encaminadas a lo que más o menos todos queremos en la ciudad. Hay poca costumbre de tener en cuenta a la ciudadanía. Se toman las decisiones y luego convences al resto. Es algo jerárquico, vertical».

Como en el deporte, no ha variado su postura. «Yo trabajo sobre proyectos, cuando ya no tengo más que dar lo suelto y que venga otro», reitera.

Fotografía: Conny Beyreuther

 

Ivan Sopalovic, del banquillo a la hostelería. Vivió la época dorada de Elgorriaga Bidasoa y le sigue encantando el chocolate. Este serbio de Belgrado mide 1,92 metros, una altura que no le permitió destacar en baloncesto. En balonmano empezó «muy tarde», a los 19 años y antes practicó remo (dos con timonel en banco móvil) con buenos resultados en junior y en senior. «En realidad no me gustaba el balonmano, prefería el basket, a lo que jugaba en la calle desde los quince, pero no crecí lo suficiente y tampoco tenía habilidad para ser un buen base», confiesa Sopalovic que, aunque vive en Irun, trabaja en Trintxerpe en un entorno arraunlari junto a San Pedro y frente a San Juan.

De esta manera, el balonmano ganó un pivote y un entrenador que llegó al Bidasoa en 1987 para mantenerse dos años como jugador. Del 89 al 93, inició su etapa portuguesa y a continuación regresó a Irun como segundo entrenador de Juantxo Villarreal, al que sustituyó al frente del primer equipo, y duró año y medio. Una labor que compaginó con la de responsable de las categorías inferiores, desde donde siguió muy de cerca al portero Gurutz Aginagalde, actual presidente.

A Sopalovic le coincidió el Bidasoa que se convirtió en el primer equipo vasco en ganar la Copa de Europa, además de su segunda Liga Asobal (1994-95), la segunda de las dos Copas (95/96) y la Recopa de Europa (96-97), junto a distintos subcampeonatos.

En el cambio de ciclo, con el personal cansado, sin sponsor, sin ese poder económico y adquisitivo que atraía a los jugadores, comenzaron los problemas. Cuando has estado arriba y comienza el declive, la presión es enorme: «Costó cambiar el chip, no eres el mismo, no tienes ese poder económico y los objetivos no pueden ser los mismos. Eso pesa, todo el mundo se cohíbe. Bidasoa bajó de categoría pero otros como Ciudad Real, Teka o San Antonio desaparecieron. Valoramos los títulos pero ¿qué es más importante, que un club sobreviva o que tenga el título de campeón de Europa? Si se apagara, las nuevas generaciones no hubieran tenido balonmano. Ahora, otra vez la ciudad está orgullosa –esta temporada han sido subcampeones en la Liga Asobal–. Creo que es muy importante que el Bidasoa siga y tenga futuro», analiza.

Aunque tenga otras prioridades, sigue el balonmano e incluso ha llegado a ejercer de traductor. Políglota, habla serbio, castellano y, según él, hace 25 años tenía un buen nivel de ruso y de portugués –jugó en el Coimbra y el Lisboa–, que ahora dice haber perdido. Sus hijos dominan aún más idiomas, es lo que tiene haber vivido en distintos lugares: el mayor ha llegado a estar escolarizado en euskara, catalán, portugués y serbio y habla perfectamente en castellano e inglés.

«Nosotros –se refiere a él y a su esposa– hemos sido yugoslavos y, como era un país comunista, crecimos con el internacionalismo. Después fue Serbia-Montenegro y luego Serbia. Hace cinco años, tras 25 por aquí, cogí la nacionalidad española fundamentalmente porque te facilita las cosas. Mis hijos ya la tenían. Nunca he sido muy nacionalista. Aquí, durante la guerra, traje a un musulmán, un croata y un serbio, y siempre estaban juntos. Y vas allí y peleas, guerra. Eso me duele, al final no cambia nada, hay muchos muertos y para mí es una tristeza tremenda. Nosotros vivimos la época del comunismo, que aquí la gente identifica con Stalin en Rusia, pero nosotros teníamos más libertad. Sinceramente sigo apoyando esas ideas, tenía cosas muy buenas. Vas a EEUU y da miedo, nadie tiene seguridad social, las condiciones laborales son duras, si te duele una muela la factura es enorme. Cuando vuelves a Europa, piensas ‘qué bien estamos aquí’».

Desde hace cinco años regenta junto a su mujer el Maritxu de Trintxerpe. Ella es licenciada en Económicas, él también estudió esa carrera y algo parecido a Empresariales, pero por poco no terminó ninguna de las dos. Nunca pensó en vivir del balonmano, su idea era acabar la carrera y buscar trabajo. «Cuando eres entrenador tiemblas todos los días. Si lo eres de fútbol, te echan y puedes vivir, pero en el balonmano no. Entonces pensaba que, cuando acabara esa etapa, buscaría trabajo de economista, pero tampoco convalidaban el diploma». Así que en 1996 abrieron un vídeo club y luego una librería. Durante cuatro años compaginaron ambos negocios, después cerraron la librería, mientras el video club iba creciendo. Lo mantuvieron una década pero irrumpió internet y se acabó el negocio. «Con cincuenta años nadie me iba a dar trabajo. Nos metimos en hostelería en el Centro Comercial Txingudi sin ninguna experiencia». Ahora lo tienen controlado, sentado en la terraza del Maritxu, un bar-restaurante con menú del día y carta, termina reconociendo entre risas que «no sabía que esto era tan duro».

Asegura que «la comida en el País Vasco es otra cosa». ¿Y la cocina serbia? «Muy buena, pero carne. De vez en cuando les pongo en el pintxo pote chevapchichi», un plato típico de su país a la brasa. Del covid-19 lo que más le preocupa es la pandemia, la enfermedad. «Del negocio ya saldremos, ha bajado mucho, pero lo importante es sobrevivir». No sabe qué ocurrirá en el futuro ni a dónde les llevará la vida. Pensaban volver a Belgrado, pero la guerra cambió sus planes. Este julio cumple 65 años, pero todavía no se jubila. «Hasta dejar el balonmano había cotizado muy poco. Ya veremos lo que pasa y lo que aguanta el cuerpo. La hostelería es bastante exigente y con la pandemia y los Ertes tienes que cubrir puestos y meter más horas. No es lo mismo trabajar con cuatro camareros que con uno. Nos volvimos gandules cuando estuvo cerrado y luego, desentrenado, cuesta volver a coger el ritmo», bromea.

Fotografía: Endika Portillo l Foku

 

Maider Unda, siempre en el caserío. En este reportaje Maider Unda es la excepción porque, aunque dejó la lucha libre, continuó con su rutina ligada a su caserío en Olaeta. Un detalle importante, ahora sin las obligadas sesiones de entrenamiento de tres y cuatro horas diarias. Se inició en los deportes de combate a los nueve años, se retiró a los 39 y durante dieciséis se mantuvo en la élite. A petición propia quizás no habría elegido este deporte considerado junto con el atletismo el más antiguo del programa olímpico –las mujeres no participaron hasta los Juegos de Atenas'2004–, pero se cruzó en su camino y descubrió que encajaba con su personalidad. «Me ayudaba a desfogarme, a conocerme a mí misma, a centrarme en el día a día, a gestionar las emociones y a ser reflexiva, algo que yo no era».

Básicamente, la lucha libre olímpica consiste en derrotar a una rival sin recurrir a los golpes, «te enseña que la mente lo es todo». Desde el principio, la alavesa aprendió que hay que respetar a las personas que entrenan contigo, «si no te quedas sola». En esta disciplina minoritaria y peculiar, la alavesa se forjó un gran palmarés: medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de Londres'2012, diploma olímpico en los Juegos de Pekín'2008 por un quinto puesto de esos que «en el momento resultan amargos porque pierdes y luego valoras porque has llegado hasta allí»; bronce en el Mundial de 2009, plata en el Europeo de 2013, y bronce en el Europeo de 2010 y 2012, a los que hay que añadir trece oros en los Campeonatos de España.

Su mejor resultado internacional, el podio en Londres 2012 en la categoría de 72 kg, le convirtió en la primera persona en el Estado español que lograba una medalla en lucha, además de en una celebridad. Para ello superó en el combate por el bronce a la bielorrusa Vasilisa Marzaliuk en una escena inolvidable –con su entrenador Luis Crespo en el tapiz y sus incondicionales animándole en la grada con txapelas y luciendo camisetas de “Iron Maider”. «Son cosas que no estaban programadas», recuerda ahora.

Una vasca en un podio de un deporte dominado en el medallero histórico por estadounidenses y soviéticos, en el que en la actualidad Asia está ganando terreno con «China, Mongolia y todos esos países que terminan en tan». Un año después Unda aparcaba la lucha temporalmente para ser madre –su hija Iraide nació en 2014 y pronto tendrá compañía porque vuelve a estar embarazada–. Llegó el cambio de categoría y o bajaba tres kilos o subía tres, querían una lucha más dinámica y empezó a cuestionarse seriamente la continuidad en el programa olímpico de la lucha libre. «Intentaron que se quitara. El problema, como siempre, es de las decisiones de los peces gordos, de los dirigentes que no tienen en cuenta al deportista que entrena día a día, sufre, sueña con ir a los Juegos y no conoce todo lo que se está cociendo. Encima es un deporte que tiene mucha tradición en países que tienen pocos deportistas y pocos recursos».

En noviembre de 2016 anunció su retirada pero continuó siendo muy requerida sobre todo en Araba, donde ha ejercido de pregonera en San Prudencio, ha sacado las papeletas en unos cuantos emparejamientos de competiciones del Baskonia y ha sido homenajeada en el Ogeta y en Mendizorrotza. Única en su especie, le hace gracia que, en cuanto sale una luchadora, le añadan el sobrenombre de «la nueva Maider Unda». No es tan fácil, a la vista está: «Demostré que con pocos recursos se puede conseguir mucho y entrenando en casa, no me hizo falta irme a ningún lado. Tras clasificarme para los Juegos de Pekín empezaron a salirme bien las cosas. Una vez que te sitúas ahí, te lo tienes que creer y pensar que está a tu alcance».

Le gusta el trabajo del caserío, la huerta, las flores y, sobre todo, la elaboración de queso Idiazabal, que es a lo que se dedica fundamentalmente con sus 300 ovejas: «Pide muchas horas. No terminas nunca. Es muy bonito pero los partos de los corderos dan mucho trabajo, pero sin esfuerzo no hay nada. He conocido a deportistas con talento que llegan a séniors pensando que se van a comer el mundo y en un par de años lo dejan. Sin trabajo no hay nada que hacer. Otros más hormiguitas han triunfado».

La pandemia les dejó sin ferias y lo nota. Desaparecieron de repente y ella que vendía en ferias y en casa empezó a repartir a domicilio. Confiesa que era «anti redes sociales», aunque ha creado una página web y se ha animado a vender on line. No se rinde.

Fotografía: Conny Beyreuther

 

Obando, de la bicicleta al camión cisterna. En Guatemala le apodaron Gigante y aquí le llaman Jose, Joseba, Joseba Rolando y Joxe, también por su apellido Obando, que por cierto es con b, pero empezó a escribirse con v en algún artículo de prensa y así se ha quedado en txapelas y trofeos. No es el único error en torno a este exciclista porque no nació en Alza –que no existe en el país centroamericano como erróneamente aparece en Wikipedia– sino en San José Pinula –una ciudad ubicada a 22 kms de la capital y a una altura de 1.752 metros sobre el nivel del mar–, aunque sí vivió en Altza y compartió aquellas famosas alubias con Miguel Indurain con las que celebraban los triunfos del campeón navarro en Lauaixeta aprovechando que su masajista Manu Arrieta es de allí.

Todo empezó cuando el chapín, sobrenombre con el que se conoce a los guatemaltecos, trabajaba en una empresa de cereales a la que acudía en bicicleta. Tenía que atravesar un puerto y en el camino superaba a ciclistas que le propusieron unirse al equipo amateur. Viviendo en altura, permanentemente aclimatado, inició su carrera de escalador: «Corríamos para un banco y una constructora. Mi padre no quería que fuera ciclista, decía que era un oficio de holgazanes; mi madre sí, me ha apoyado siempre», rememora frente a la planta de Arcelor mientras aprieta el sol.

En 1981, en la Vuelta a Guatemala, fue campeón de montaña, y en 1984 ganó la etapa reina de esa misma ronda. «Llegamos a subir un puerto de 65 km», asegura. En medio de esos dos triunfos ya había conocido Euskal Herria, a donde llegó en 1982 como parte de la selección de su país. De los tres corredores que vinieron a aprender, solo se quedó Obando mejorando sus prestaciones en el Gurelesa, un potente equipo de aficionados con el que consiguió seis victorias que le abrieron el camino a profesionales. Entre 1984 y 1992 corrió en el Reynolds de Indurain, el Teka, en el Once de Marino Lejarreta, pasó por Tulip Computers y concluyó su carrera en el Wigarma. Muestra fotos mientras repasa su trayectoria, en la que se le ve junto a Hinault en una presentación, ambos trajeados –«una de las pocas veces que me he puesto una corbata»– y de los trofeos y portadas de revistas que todavía conserva.

Y es que Obando se dio el gustazo de compartir y ganar el último Criterium donostiarra con Indurain, Bugno y Chiapucci, un trío de estrellas que marcó época. «Todos los de aquí querían ganar, así que al final fue a cara de perro e Indurain apostó por mí», dice.

Militando en el equipo de los Tulipanes posó para un reportaje en el clausurado diario “Egin” después de visitar sus instalaciones haciendo el txotx en una sidrería. Poco antes había elegido una sidrería para celebrar su boda con una donostiarra; sin corbata pero con ciclistas. Con ella tuvo tres hijas que llevan un primer nombre euskaldun y un segundo maya. Metido en el ambiente ciclista, el hermano de su exmujer, también muy aficionada, es Manuel Delgado, que como profesional fue farolillo rojo en una Vuelta con homenaje en Intxaurrondo por ser el último del pelotón.

A Obando le retiró del ciclismo en ruta un problema de glucosa. «Para una vida normal la tenía bien, pero en carrera, la bajada de los glucógenos me dejaba sin gasolina. Vas subiendo un puerto y vas descafeinado, no ruedas lo que deberías. Estuve dos años sin correr en carretera, luego empecé en mountain bike y gané tres Open de Euskadi y un Campeonato de España».

Mantiene contacto con algunos de los veteranos del ciclismo a través de un grupo de whatsapp y de alguna carrera en honor a Marino. Del ciclismo actual opina que «hay un nivel muy alto. El Giro, por ejemplo, es bonito porque hay más oportunidades y está más peleado, pero en el Tour llevamos años que siempre gana el mismo equipo, es bastante avasallador. En los tiempos de Indurain soltaba un poco la cuerda. Hay poca gente de ese nivel que deja algo para el resto. Por eso también era un gran campeón. Hoy en día si no te coge uno de los mejores equipos date por fastidiado porque no vas a tener las mismas oportunidades. Hay mucha diferencia entre unos y otros».

Para ser un oficio de vagos, Obando ha tenido unas cuantas ocupaciones. «Siempre me ha gustado aprender, así que he hecho de todo. Ejercí de masajista de ciclistas, pero lo tuve que dejar porque echaba de menos la bici y decidí hacer borrón y cuenta nueva. Luego fui electricista de alta tensión, trabajé entre excavadoras y taludes, y ahora en la empresa de construcciones Lahia manejo un camión cisterna de alta presión en labores de limpieza y mantenimiento en Arcenor (Olaberria) y soy responsable de un grupo de trabajadores. El día se me pasa volando; voy a gusto a mi trabajo». Se nota, si por él fuera esta página estaría repleta de nombres, no se olvida de nadie.