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PSICOLOGÍA

Las formas


El reino de lo concreto es muy seductor cuando tratamos de entender el mundo. Cuando aprendemos algo nuevo, al menos de adultos, buscamos entender su mecánica, cómo funciona eso en concreto, en busca de una automatización que no nos lleve tanto esfuerzo en el futuro. Una vez que le cogemos el truco, tendemos a ‘olvidar’ los pasos para dejar que nuestro cuerpo, o nuestra mente, actúe autónomamente y a eso le llamamos haberlo aprendido, a incorporarlo sin pararnos en el proceso.

Si pensamos en aprender a conducir, por ejemplo, sabemos que el proceso de aprendizaje de cada movimiento, cada gesto, nos lleva muchísima energía al principio, pero un tiempo después tendríamos que dedicarle un esfuerzo a despiezar internamente el proceso para poder contarlo. En el mundo de las relaciones, precisamente las formas, la manera de decir y hacer, es contenedora de multitud de significados y, particularmente, de intenciones o necesidades. Ser capaces de atender y analizar, pero también de ser sensibles a estos significados, nos permitirá adaptarnos mejor, afinar más, a pesar o junto con las palabras. «¿Por qué hablo siempre el último en una reunión?», «¿qué le pasa a mi amigo que se ha puesto como un basilisco con la señora que se le ha colado?», «¿cómo es que mi pareja decide señalar solo lo que hago mal?», son preguntas sobre las formas. De hecho, este es un paso avanzado.

Normalmente, antes de la pregunta nos quedamos simplemente con la sensación, por ejemplo, de vergüenza, preocupación, o enfado, en el caso de las preguntas anteriores, y, si no lo pensamos, simplemente reaccionamos. Si no nos hacemos las preguntas sobre por qué las cosas son como son en su forma, somos más propensos a saltar, recluirnos o interpelar, pero de una manera impulsiva, casi como un resorte –esto lo saben bien los políticos, los vendedores, o los psicólogos, que manipulan las emociones para provocar un cambio, tener una influencia, más o menos manipuladora, más o menos dirigida–.

Pensar en las formas es particularmente importante cuando nos sentimos confusos, confusas, ante una persona; algo entonces nos alarma, nos incomoda al menos, y nuestro cuerpo lo registra en forma de inquietud, mientras la mente lo hace en forma de confusión. Quizá estemos escuchando unas palabras y viendo unos actos que indican lo contrario, o quizá estemos escuchando ‘solo’ un tipo de palabras pero no otras, y las fuerzas de equilibrio entre el halago y la confrontación están desajustadas. Entonces quizá sea el momento de pensar que hay algo que estamos pasando por alto y confiar en nuestras sensaciones para ir en su búsqueda.

Como guía general, lo que no es verbal –los gestos, las insistencias, las ausencias, los tonos...– es el canal de lo subjetivo, de lo propio, de lo psicológico, mientras que el contenido –las palabras, los argumentos...– es el que lleva en sí el mensaje social, más común, lo que todo el mundo entiende. Entonces, fijándonos en las formas accedemos al mundo interno de esa persona, tanto o más que a través de sus palabras. De hecho, las relaciones se construyen entorno al baile de lo no verbal, a cómo nuestros tonos, ritmos, alternancias, gestos, van encontrando, o no, un fluir conjunto. El cuerpo, en ese sentido, estuvo siempre antes que la palabra. Las formas también hablan por tanto de la vulnerabilidad, ya que evidencian el mundo interno, como decíamos, y en ellas se ven reflejadas carencias y anhelos, deseos e intenciones, lo que nos revela a los demás.

Pero no solo nuestras intenciones sino también nuestra historia se revela en nuestras formas: ¿qué ha pasado antes para actuar así ahora? Como si se tratara de una melodía o la métrica en la poesía, las proporciones en la arquitectura o las paletas en la pintura, nuestras formas hablan, sin que ya nos acordemos, de un proceso que aprendimos y llevamos con nosotros a todas partes, junto con las circunstancias actuales que tratamos de manejar y que también nos acompañan.