2022 ABEN. 18 La realidad de un cactus amenazado El peyote, en riesgo En el desierto norte de México, en San Luis Potosí, crece un pequeño cactus con poderosas capacidades alucinógenas que los indígenas locales utilizan en sus rituales. Sus efectos lisérgicos atraen también a un turismo de drogas que amenaza su existencia, junto a la actividad de empresas mineras y la agricultura a gran escala. Paula Vilella El peyote es un cactus con diversas caras. Para los indígenas wixarikas, pobladores ancestrales de los desiertos del norte de México, se trata de una planta que les permite mantener la comunicación con los dioses. Para cientos de turistas, un potente alucinógeno con el que entregarse durante varias horas a experimentar otra forma de percepción. El Estado, por su parte, siempre se movió entre la indiferencia que le provocan los rituales originarios y la lógica de la “guerra contra las drogas”, heredada desde Estados Unidos y que ha convertido el país en un baño de sangre. Es probable que, sin tomar en cuenta todos estos vértices, sea imposible acercarse a la realidad de un cactus. Imagen del desierto de Catorce. Silvino Armendáriz tiene 43 años y regenta un hostal en Estación Wadley, una aldea polvorienta ubicada a 192 kilómetros al norte de San Luis Potosí. Aquí viven unas 500 personas y la vida del pueblo está orientada hacia el turismo que viene a probar el peyote. Aunque, en realidad, solo una quinta parte de los habitantes consume el cactus. El resto lo estigmatiza como cosa de “drogadictos”. Armendáriz es de los que sí ha viajado con la planta. «Sí quita muchas cosas de enfermedades. Yo me llevo muy bien con el peyote, le respeto mucho», cuenta personificando. «No sabemos lo que tenemos. La mejor medicina que existe es el peyote», asegura. La Lophophora Williamsii crece a ras de suelo, escondida bajo los matorrales en el desierto en el norte de México y el sur de Estados Unidos. Su principal agente psicoactivo es la mescalina, un alcaloide del grupo de las feniletilaminas que interactúa con los receptores de serotonina. Esta sustancia natural provoca cambios de percepción y experiencias trascendentales. Los objetos pierden su consistencia y las leyes de la física se ven alteradas, al menos en la cabeza del consumidor, durante las horas en las que este experimenta el viaje. En 1897 fue aislada por primera vez y en 1919 se sintetizó en laboratorio. Durante décadas, su psicodelia fascinó a culturas occidentales, antes de la llegada del LSD. Por eso el guía siempre ha sido clave en la ruta hacia el peyote. Uno no llega al desierto y se come el primer cactus que encuentra. Necesita un mediador. Como Silvino. Ellos son los que acompañan en jeep a los viajeros hasta los lugares en los que crece el peyote, explican cómo extraerlo, cómo consumirlo y se retiran hasta el día siguiente. Existe una mística sobre este encuentro. Dice la tradición que el viajero debe encontrar a la planta. Aunque todo buen guía sabe que esto se trata de vivir la experiencia. Así que, en realidad, hará que no quede todo en manos de la casualidad y que nadie se quede sin probar su peyote. Aunque tampoco hay que desvirtuar los rituales: cortar los botones al ras dejando la raíz intacta, limpiarlo de su pelusa externa, lavar con agua la tierra que lleva e ingerir sus gajos amargos son algunas de las enseñanzas que el experto local comparte con los recién llegados. Silvino Armendáriz, que regenta un hostal en Estación Wadley y también ejerce de guía, camina por el desierto de Catorce mostrando las cualidades del peyote. Papel mojado para proteger el peyote. Este turismo de drogas preocupa a los indígenas huicholes, uno de los 62 grupos étnicos de México. Según la legislación, ellos son los únicos autorizados para extraer y consumir esta planta alucinógena. Lo conocen como “hikuri” y es su planta sagrada. Peregrinan cientos de kilómetros desde el estado de Nayarit, ubicado en la costa oeste, para recolectarla y usarla en sus rituales. Según el último censo de 2020, hay casi 77.000 huicholes (o wixárikas en su lengua). La peregrinación a Wirikuta, su territorio sagrado en Real de Catorce, a más de 1.800 metros sobre el nivel del mar, es uno de sus principales hitos. En la cosmogonía wixarika el peyote es un dios y quien lo utiliza para buscar experiencias solo refleja pobreza espiritual. La leyenda cuenta que hace mucho tiempo una sequía azotó sus tierras provocando una gran hambruna. Los ancianos mandaron de cacería a cuatro jóvenes que representaban a los cuatro elementos (tierra, aire, fuego y agua). El grupo no tenía suerte en la búsqueda y, durante su expedición, se encontraban cada vez más débiles. Una tarde, entre los matorrales, saltó un venado azul, que al ver su deplorable estado les dejó descansar durante la noche. A la mañana siguiente, el venado los despertó para continuar con la persecución guiándoles hasta Wirikuta, donde habitaba el espíritu de la tierra. Al perder de vista al venado, uno de ellos lanzó una flecha al aire y cayó sobre una mata de peyotes que formaban la figura del animal. Los cazadores arrancaron las plantas y se las llevaron de vuelta a la sierra. Los ancianos repartieron el hikuri, que acabó con el hambre, la sed y atrajo las lluvias. Por eso, el hikuri es su espíritu guía. Los yonkis de la experiencia y los indígenas wirarikas no son los únicos que van detrás de la planta. Otros grupos indígenas mexicanos, la Native American Church de Estados Unidos y Canadá, agrupaciones neoindigenistas o coleccionistas también vienen en su busca. Más que en un vacío legal, el peyote se encuentra sobrerregulado. Extraerlo y traficarlo es delito federal. Las normas lo criminalizan y lo protegen. Lo consideran sustancia ilícita, planta sagrada y especie protegida. Pero es papel mojado. No hay acciones en ninguno de esos sentidos. Vistas del pueblo Real Catorce, ubicado en medio de la sierra. La deforestación. La sobreexplotación del peyote está terminando con las especies más grandes, reduciendo la cantidad de semillas y empeorando su calidad genética. Así lo cuenta Pedro Nájera en su investigación “Sobre el uso y abuso del peyote”. El periodista Víctor Rivera, que investigó durante años su saqueo, apunta que «el robo hormiga no impacta tanto a primera vista pero la extracción es muy considerable. Importan más las mineras y las jitomateras (empresas agrícolas)». El Consejo Nacional Wixárika por la Defensa de Wirikuta lleva años llamando la atención sobre el aumento de la presencia de empresas mineras e invernaderos de tomate. «Ni los negocios mineros, ni las tomateras, ni las granjas avícolas, ni los parques eólicos caben aquí porque necesitan desmontar el paisaje sagrado y agotar sus acuíferos. Estamos aún a tiempo de detener esta destrucción que parece como incendiar las bibliotecas con lo mejor del espíritu de la humanidad», señalaron en su último comunicado. Desde hace cinco años, la iniciativa “Hablemos de hikuri” busca promover un manejo racional y sustentable del peyote, tanto con los indígenas que hacen uso ritual como con los dueños de las tierras comunales donde se encuentra la planta, buscando puntos de acuerdo. «Lo que más afecta es el saqueo de peyote pues, al ser dirigido específicamente, al peyote le sucede algo similar a la cacería furtiva donde se extirpa un animal del ecosistema aún cuando el resto del ecosistema siga más o menos igual», señalan en un cuestionario respondido por el grupo vía correo electrónico. Según sus cálculos, de seguir tratándolo como hasta la fecha, dentro de 20 a 30 años se extinguirá «de las zonas de uso ceremonial y de los sitios conocidos por los saqueadores, los guías espirituales y los guías de turistas». Silvino es más optimista. Él no cree que la llegada de extranjeros pueda terminar con el peyote. Aunque también es cierto que este es su negocio y que su propia supervivencia económica depende de los forasteros curiosos que llegan al territorio sagrado para embriagarse con el cactus. «Antes me preocupaba», dice, sobre la posibilidad de que el peyote desaparezca, «pero ya no. Me he dado cuenta de que si se hace bien, si se corta como se debe y se toma en el lugar, nuestros ojos no verán el final del peyote». Conocidos como botones de peyote, una planta mística para los indígenas wixarikas cuya existencia está amenazada. Invernaderos para salvar el peyote. ¿Qué futuro le espera al peyote en México? Rivera señala que la planta podría sumarse al impulso de la regularización de la marihuana, como ya lo intentó Estados Unidos. Aunque se comprometió a dar un impulso a la legalización, el presidente Andrés Manuel López Obrador no se ha movido del ámbito prohibicionista y moral. La marihuana no se ha regularizado y la lógica de la “guerra al narcotráfico” sigue marcando la agenda. Para Rivera, sin embargo, es momento de dejar de criminalizar el consumo. Que una instancia determine los alcances de la regularización y poner las reglas del juego bajo qué parámetros debe ser consumido. Si somos conscientes de lo que es y lo que representa en su ecosistema puede quedarse como planta que merece protección especial pero si continúan las andadas de turistas mandándolas desecadas por paquetería, el peyote puede caer en proceso de planta en peligro de extinción». Desde “Hablemos de hikuri” proponen la creación de viveros bioculturales no comerciales en torno a Wirikuta para, con cada corte, plantar dos más en el lugar. «Para protegerlo se propone respetar a la planta y al ecosistema, no extraerlo ni utilizarlo sin reforestar, tal y como cuando se corta un árbol y se plantan tres; así mismo promovemos la educación ambiental entre la población para que aprendan a respetar a la planta y a las comunidades que la utilizan dentro de sus ceremonias avaladas por sus asambleas tradicionales comunitarias», señalan. El turismo masivo cada vez más es un problema para México. Sin embargo, los viajes para experimentar con el peyote suponen también un atractivo para una zona empobrecida que tradicionalmente se ha dedicado a exportar migrantes a Estados Unidos. Además, el cactus forma parte de una de las culturas ancestrales del país azteca. Conjugar todos estos elementos será clave para garantizar la supervivencia. El estrecho túnel de Ogarrio permite acceder a Real de Catorce, un pueblo situado en el altiplano del estado de San Luis de Potosí que hoy en día vive del turismo. Un pasado minero a los pies de Wirikuta Real de Catorce, ubicado a 80 kilómetros al norte, es uno de los grandes reclamos para los viajeros que se adentran en el norte del país. Situado en el centro de la sierra, visitarlo es como remontarse al México profundo de principios del siglo XX. Desde la distancia, Real de Catorce es pura piedra. Enclavado entre montañas, las calles totalmente empedradas se confunden con las paredes de adobe a la vista. Se alternan hoteles, galerías de arte, locales donde indígenas wixarikas hacen y venden sus artesanías basadas en la naturaleza y los viajes de peyote, casas derrumbadas tomadas por los nopales. En las paredes de puestos de souvenirs y restaurantes abundan reproducciones de fotos antiguas, protagonizadas por Pancho Villa, una de las grandes figuras de la revolución mexicana. La única manera de entrar a Real de Catorce es recorriendo un estrecho túnel de sentido único. El túnel de Ogarrio (en honor al pueblo de Cantabria, Estado español, del que era originario uno de sus artífices, Vicente Irizar) se construyó en 1901 para trasladar la plata de las minas locales en su época de mayor auge. Real de Catorce se encuentra en el altiplano del estado de San Luis Potosí, a 239 kilómetros de la capital, uno de los principales núcleos de industria de México y donde se asientan numerosas ensambladoras de autos. Una distancia cómoda de manejar por autopista hasta llegar al desvío para Real de Catorce. Los últimos 25 kilómetros serán por un camino de piedra entre laderas pobladas por cactus de cinco metros. La plata forjó la prosperidad de Real de Catorce. La presencia del metal se descubrió en 1772 y las minas se abrieron en 1778. Un año después, se fundaba el pueblo en el que se asentaron los mineros que fueron a trabajar en la zona. Desde 1863, la Casa de la Moneda empezó a acuñar in situ, aunque apenas durante tres años. El lugar es ahora un activo centro cultural. Durante el Porfiriato (los años de control de Porfirio Diaz entre 1876 y 1911), Real de Catorce vivió su mayor esplendor. Llegó el telégrafo, el ferrocarril, se empedraron las calles, se colocaron fuentes y se adecentó la plaza principal. La luz llegó a esta sierra. Tres periódicos locales circulaban entre los vecinos. Sus huellas siguen presentes hoy en día. El palenque de estilo romano, una especie de ring para la pelea de aves, y el cementerio, se levantaron en esa época y se pueden visitar. Dos de las haciendas donde se llevaba el mineral componen lo que se conoce como “el pueblo fantasma”, unas ruinas hasta las que se llega por un paseo y desde las que se ve el Real de Catorce. En 1905, el pueblo entró en decadencia. La tecnología para la extracción quedó obsoleta y los propietarios fueron abandonando la industria para dedicarse a otros negocios. El turismo es hoy la mina que sustenta a sus vecinos.