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Khadiya Amin, periodista y refugiada
Elkarrizketa
Khadiya Amin
Periodista afgana y refugiada

«Soy afgana y no necesito un hombre a mi lado»

El pasado 15 de agosto se cumplieron tres años del regreso al poder de los talibanes en Afganistán. Hablamos con la periodista afgana Khadiya Amin, presentadora del principal informativo de la televisión en el momento de la huida estadounidense, que hoy vive refugiada en el Estado español.

(J. Danae FOKU)

Khadiya Amin (Kabul, 1994) es periodista y era el rostro del informativo más importante de la televisión pública de Kabul hasta la llegada de los talibanes al poder. Ocurrió el 15 de agosto de 2021. La fecha está marcada a fuego en su memoria. Para ella supuso el inicio de una guerra contra el mundo. Amenazas. Zarandeos. Presiones de todo tipo, de familiares, de soldados analfabetos sobrados de testosterona e impunidad. Pero Khadiya y otras mujeres ganaron la batalla del amor propio. «Que nadie nos pisotee».

En realidad, Afganistán está lleno de heroínas, más anónimas si cabe encerradas en los burkas, absolutamente indiferentes para esos hombres vanidosos que gobiernan sus vidas con mano de hierro. «Me obligaron a casarme con 14 años con un desconocido. Para mí fueron seis años de sufrimiento continuo», asegura esta mujer de mirada luminosa que no disimula su profunda pena. «En una ocasión entrevisté a una niña de 10 años y me dijo que solo pensaba en que al año siguiente tenía que dejar de estudiar y quedarse en casa. Los talibanes nos roban la infancia», denuncia.

Amin tuvo suerte. Poco después de la caída de Kabul, logró huir del país y fue acogida por el Estado español como refugiada. Censura sin ambages el modo en el que EEUU les abandonó y el silencio internacional que se ha impuesto sobre la situación de extrema vulnerabilidad que viven las mujeres. Ahora, dedica parte de su tiempo a concienciar sobre una de las crisis humanitarias más graves que existen. Y Khadiya Amin no se rinde. Nacida en tierra indómita, mantiene su estirpe intacta. «Soy mujer y no necesito un hombre a mi lado».

¿Qué siente una mujer cuando viste el burka? Pues una presión que no puedes imaginar. Bajo ese ropaje, nadie te reconoce. Solo te permite ver un poco a través de la rejilla, pero sientes que para el resto de las personas no tienes reconocimiento alguno. No vales nada. Te deshumaniza y te convierte en un objeto diseñado para servir a los hombres y nada más.

En casi todas sus fotos aparece sin velo. ¿Cuándo decidió que no volvería a cubrirse la cabeza con un pañuelo nunca más? En Afganistán, cuando empecé a presentar el informativo de la televisión de Kabul. Uno de mis sueños era sentarme delante de las cámaras y presentar las noticias sin velo, algo que en mi país era imposible. Muchos de mis compañeros y mi propia familia estaban en contra de mi decisión. ‘¿Por qué no llevas el velo?’, me preguntaban un poco horrorizados. Yo les respondía que porque no me gustaba. A veces lo sacaba por miedo. Mi hermano y mi padre me exigían que lo llevara puesto. Cuando llegué a España, asumí que nadie podía obligarme a llevarlo como sucedía en Afganistán. Era mi decisión. Pese a todo, cuando hablaba con mi padre por teléfono, él insistía e insistía hasta que un día le dije que, si no me quería por no llevar velo, yo tampoco a él. Y colgué la llamada. Otra vez, hablando con mi hermano, le pregunté: «¿Por qué no lo llevas tú? ¿Qué diferencia hay entre tu pelo y el mío?». Estuvimos dos semanas sin hablarnos, pero ahora ya no me dicen nada. Reconozco que quitarse el velo en público es difícil porque forma parte de nuestra tradición, de nuestra cultura. No se acepta. Pero llegó el momento en el que dije no. Yo soy la que decide si quiero llevarlo o no. Nadie me puede obligar.

Pese a vivir en un ambiento tan opresivo, ¿quién le insufló ese carácter independiente y combativo que traslada? Es cierto que por parte de mi padre y de mi madre, aunque eran modernos en su percepción social para lo que es Afganistán, infringir las tradiciones, los roles establecidos para los hombres y las mujeres en público, fueron motivo de problemas. Estoy convencida de que para ellos también supuso un cambio de mentalidad el verme sufrir por los malos tratos que me infligió mi exmarido. Pero bueno. Cuando llegué aquí, fui consciente de mi independencia como mujer. He aprendido a vivir sola, algo impensable en Afganistán. Nadie me puede cuestionar si llego tarde a casa o si salgo pronto. Una mujer tiene que ser así. He madurado.

¿En soledad? Sí, pero también con la ayuda de las feministas del ‘Club de las 25’, una asociación intergeneracional que trabaja en Madrid por la igualdad. Ellas me han proporcionado una beca y me enseñaron que las mujeres tenemos el poder y el coraje de decir sí o no. Ahora nadie me puede manejar ni controlar.

Antes citaba el infierno que significó para usted su matrimonio con un desconocido, con quien le obligaron a casarse. Sí, con 14 años. Fueron casi seis años de sufrimiento continuo. No me dejaba salir sola de casa, ni estudiar en la universidad, ni trabajar. Era su sirvienta. Hasta que decidí divorciarme. Ahí comencé mi lucha. Decidí denunciarle, algo que en Afganistán siempre ha sido difícil porque la gente te excluye. Dicen que una buena mujer debe ser callada y aguantar lo que le haga su marido.

¿Sufrió malos tratos? Sufrí torturas y agresiones. Muchos tipos de violencia. Un día decidí que tenía que liberarme de todo aquello. Sabía que me iban a insultar por ser divorciada e iba a sufrir el rechazo de los míos. Pero no podía aguantar más. Intenté suicidarme dos veces. Al final me convencí de que tenía que salir de aquello y demostrar que las mujeres pueden ser libres.

(J. Danae | FOKU)

¿Tuvieron hijos? Tengo tres. Dos son mellizos.

¿Cuál fue la reacción de su exmarido al comunicarle su deseo de divorciarse? En Afganistán es muy complicado que una mujer se libere de su marido. Primero, porque el hombre tiene que demostrar que pagó una dote a la familia de la mujer en el momento del matrimonio. Así lo obliga nuestra religión. Él, como muchos hombres, no pagó, algo que es ilegal, y me amenazó con denunciarme por abandono del hogar, algo que en mi país está castigado con la cárcel. Al final, decidí renunciar por escrito. En segundo lugar, porque las mujeres no tenemos derecho a tener nuestra propia casa. Solo puede vivir en casa del padre o en la de su marido. Somos las más vulnerables de esta situación medieval. Hemos perdido todo y no tenemos derechos.

¿Cómo se comparte la vida con una persona a la que no se ama? En nuestra cultura y tradiciones se dice que el amor existe después del matrimonio. Pero yo descubrí que no se aprende a amar. Siempre me negué a aquel matrimonio. El mismo día de la boda pensaba qué hacer para no casarme con él. Con el tiempo, hice esfuerzos por amarle.

¿Cree que lo logró? No. Buscaba su atención, su cariño, un detalle. Yo solo pedía que me tratara con amor. Nada más. Pero no lo conseguí. Tenemos tres hijos fruto de la agresión. Muchas mujeres sufren esto de sus parejas. Es algo que en Afganistán ocurre para tener hijos.

Perdone la pregunta, ¿sus hijos fueron fruto de las violaciones de su marido? Sí, así es.

Human Rights Watch publicó un informe sobre la situación de las mujeres afganas donde revela que el 87% sufre o ha sufrido algún tipo de maltrato. ¿Es así? Sí, es así. En Afganistán también hay machismo entre las mujeres. Mi propia hermana cuestionó mi divorcio aunque conocía el trato que recibía de mi marido. Yo creo que todo esto se debe a que no hemos tenido un gobierno estable en los últimos 50 años para trabajar esta realidad. Es cierto que antes Afganistán no era así, pero con los cambios de gobierno y las guerras, todo se vino abajo. Las leyes, las normas. Antes de la segunda llegada del régimen talibán, logramos arrancar al Gobierno la posibilidad no obligatoria de escribir el nombre de las madres en las tarjetas de identificación y en el registro, porque allí nadie quiere saber quién es tu madre. Es que a muchos chicos les da vergüenza que sus amigos sepan el nombre de su madre. No les gusta. También logramos sacar adelante una ley contra la violencia de género, que no es que fuera muy efectiva, pero nos abrió una puerta para denunciar a maltratadores y violadores.

Usted nació en plena guerra civil entre muyahidines corruptos y criminales. Luego, llegaron los talibanes con normas salvajes como la de despojar a las mujeres de cualquier derecho. ¿Cuál es la diferencia entre los dos? Para las mujeres, ambos periodos fueron dolorosos. Durante la época de los muyahidines, los hombres peleaban por los objetivos que querían tener cada uno. Por el poder y el control presionando a las mujeres. Ahora está pasando igual. Mire, Afganistán no es el único país musulmán donde se aplica la Sharia. Ahí están Pakistán e Irán. Pero mi país es el único país donde las niñas no pueden estudiar. ¿De qué Islam hablan los talibanes? Porque la mujer de nuestro profeta era comerciante, trabajaba. ¿Por qué a nosotras no nos dejan? Tenemos derecho a estudiar. Y con los muyahidines anteriormente, igual. Quizá el poder era de otra manera pero lo que hizo Abdul Rashid Dostum, que ahora vive en Turquía, fue horrible. Yo era pequeña pero mi madre me contaba lo difícil que era moverse dentro del país bajo su mando, por los bombardeos, por la corrupción.

¿Cómo pueden aprender las niñas afganas cualquier conocimiento sobre la vida bajo regímenes sustentados en el miedo? Vivimos una vida sin esperanza, sin futuro. En una ocasión entrevisté a una niña y me dijo que solía hablar con sus compañeras de sexto curso, el último que les permiten cursar, y ninguna pensaba en jugar con sus amigas ni en aprender, sino en que a partir del siguiente año estaban obligadas a quedarse en casa para trabajar. Tenía diez años y estaba tristísima. Los talibanes nos roban la infancia. Por eso, muchas niñas hacen todo lo posible por suspender y repetir grado porque al cumplir 11 o 12 años tienen que dejar de estudiar e intentar hacerlo en secreto.

Usted estudió en una escuela clandestina para mujeres. ¿Cómo es ser educada allí? Hay mujeres que arriesgan sus vidas y dan esas clases para que las niñas puedan aprender a leer y a escribir. También alumnas corren riesgos porque no pueden salir de su casa sin acompañante. Muchas niñas tienen que mentir porque a partir de los 11 años la educación está prohibida para las mujeres. Yo no lo recuerdo como un trauma porque pensaba que era algo normal. Iba con mi madre vestida con el burka y lo viví como un juego. Pero es uno de los derechos vulnerados más terribles. Por eso, desde aquí estamos intentando crear aulas online clandestinas para niñas afganas para que puedan recibirlas en su propia casa, pero necesitamos ayuda, que no nos olviden.

(J. Danae | FOKU)

¿Qué es para usted la libertad? Llegar a mi casa a cualquier hora del día o de la noche y abrir la puerta sin tener miedo a que mi padre, mi hermano o mi madre me censuren por ello y me cuestionen. Las mujeres afganas no hemos tenido esa libertad nunca. No podemos aprovechar todo lo que ofrece la vida. Es muy difícil que las chicas de 19 años puedan estar hoy con un chico o una chica y tener una aventura, aunque luego cada uno siga su camino. No pueden amar porque tienen miedo. ¿Qué les pasa si las pillan, o si se enamoran y después las dejan? Me rebelo contra eso.

¿Sigue teniendo miedo a enamorarse? Sí. Para mí el amor es sufrimiento. Quizá pienso de esa manera porque así lo he vivido. Cuando hablo con mi familia suelen preguntarme por qué no reconstruyo mi vida con alguien. Y siempre les respondo que la vida no es mejor por estar acompañada o casada. Yo sola puedo construirla, organizar mi propia casa, desarrollar mi profesión de periodista, estudiar una carrera. No necesito un hombre al lado. Es algo muy personal. Quiero mi libertad para decidir yo.

En esas condiciones tan hostiles para la mujer, ¿cómo logró convertirse en periodista? Un día fui con mi prima a la universidad. Ella quería estudiar. Ahí surgió la idea de apuntarme a Periodismo. Pensé que tiene un impacto llamativo. Como todo el mundo ve la televisión, supuse que podía utilizarlo para informar a las mujeres de Afganistán sobre sus derechos y decidí dedicarme a esto. Empecé a trabajar como becaria en un canal de televisión que era del Ministerio de Educación. Unos años después tuve un programa semanal con una temática siempre enfocada a las mujeres. Por ejemplo, sobre sus derechos a estudiar. Entrevistaba a gente con diferentes opiniones, desde un Muftí para que hablara sobre la educación a alguien del Ministerio o una niña que quería estudiar. El objetivo era juntar a todos para que se viera que las aspiraciones de las mujeres no iban ni contra la religión ni contra nuestras tradiciones, sino que era lo normal. A mis familiares no les parecía bien que fuera periodista de televisión estando, además, divorciada. Entonces yo tenía 25 años.

Y llega el 15 de agosto de 2021, la fecha en la que los talibanes toman al poder. Sí. Ese día está marcado en la vida de todas las mujeres afganas. Era domingo, pero ya desde el viernes, que en Afganistán es el día festivo, se hablaba sobre la situación, porque sentíamos que el cielo estaba triste. En la televisión nadie nos decía nada. El presidente envió un mensaje de tranquilidad pese a que a esas horas todas las provincias del país estaban ya bajo control de los talibanes. Faltaba Kabul. El sábado, la situación era un poco más preocupante. Y el domingo fui a la televisión con un vestido negro largo y un velo muy grande que normalmente no llevaba, pero ese día vi todo tan raro que decidí ponérmelo. Reconozco que no estaba preparada para lo que pasó después. Presenté el informativo y me mandaron a hacer un reportaje en la calle. Fue cuando vi que grupos de talibanes ya estaban entrando en la ciudad. Le dije al conductor, ‘¿qué está pasando? ¿Por qué no nos llaman?’. Había mucho tráfico y nerviosismo. Entonces, me llamó mi jefe y me dijo: «Khadiya, vete a casa». Me comentó que todas mis compañeras se habían marchado y no podía volver. Pero regresé a la oficina. Quedaban tres personas de la redacción. Salí de allí llorando. Me encontré con los soldados que vigilaban en la zona de control aterrados porque estaban convencidos de que les iban a asesinar. Subí a un taxi y fui a casa de mis padres. Los tres días siguientes no salí a la calle.

¿Y después? Escribí en un grupo que teníamos de mujeres para ver si alguien quería acompañarme a preguntar por nuestro trabajo. Nos apuntamos tres, por supuesto, y allí fuimos vestidas con velo y muy tapadas para que no nos pegaran los talibanes. Cuando les preguntamos a unos soldados por nuestra situación, nos respondieron si nos gustaba la vida. ‘¿Queréis morir? Iros a casa por vuestra seguridad’. Los días siguientes decidí que lo mejor era denunciarlo en los medios de comunicación. Me hicieron entrevistas en francés, inglés, urdu, farsi, pastún... en todos los idiomas que conocía en esos momentos.

Y al final, decidió huir del país. Sí, pero quería quedarme en Afganistán. Hasta que mi madre me pidió que me fuera. Dos meses después de la llegada de los talibanes, me llamó una periodista española y me dijo: ‘Khadiya, te queremos ayudar a salir de aquí’. Y me fui, aunque no sabía nada de español. Me dijeron que fuera al aeropuerto vestida con alguna prenda roja y un velo amarillo para poder identificarme, porque aquello era un caos y quienes me tenían que recoger no me conocían físicamente. Estuvimos una noche esperando, y a las 7 de la mañana del día siguiente despegamos. Me marché con las manos vacías. Ni una maleta para un viaje que quizá sea para toda la vida.

Su familia, ¿sigue en Afganistán? No. Mis padres están en Países Bajos. Mis tres hijos, en Alemania con su padre. Es lo que más me cuesta aceptar porque quiero que estén a mi lado. Pero antes tengo que ser reconocida como su madre, porque aún no me han dado ese reconocimiento. En las partidas de nacimiento afganas no figuramos las mujeres y ahora estoy intentando que lo oficialicen a través de abogados.

¿Cuándo ha sido la última vez que estuvo con ellos? El 14 de octubre, en el cumpleaños de mi hijo mayor. Fue el primero que pude celebrar después de tres años sin verle. Así que fue muy emocionante. Cumplió 10 años. Se llama Omar. En diciembre es el de los mellizos.

(J. Danae | FOKU)

¿Cómo explica la pérdida de interés internacional sobre lo que sucede en Afganistán? Debería avergonzar a la comunidad internacional el modo en el que abandonaron a las mujeres afganas y el nulo interés que han mostrado por su situación en estos tres años. Muchas nos sentimos engañadas después de 20 años en los que gastaron mucho dinero para dejarnos como nos dejaron. Actuaron tras el 11M porque tuvieron miedo a que pudiera repetirse el atentado y llegaron para detener a los talibanes. Pero no fue así. Nos prometieron que democratizarían nuestro país, pero no hicieron nada para frenarles.

La impresión exterior es que Afganistán es un estado fallido, sin organización de ningún tipo, y que gran culpa de ello la tiene Occidente. Pero no siempre fue así. Entre 1948 y, más o menos, 1970, era un país islámico, muy conservador pero no fanático y medieval como el de hoy en día. Tenía sus estructuras. La invasión soviética cambió muchas cosas porque fue un drama absoluto y fue derivando en el caos que ahora dirigen los clanes. Unos salvajes. Todos los países extranjeros que han estado en Afganistán llegaron para defender sus propios intereses y beneficios. No para reconstruir mi país y traer la paz y la democracia, como decían.

La salida de las tropas estadounidenses en 2021 fue entre esperpéntica y dramática, con los aviones despegando cargados de gente agarrada a las alas de los aparatos. Fue aún peor que la de Vietnam. ¿Qué opina? Cuando vi el documental de la huida de Kabul, tuve que detenerlo tres veces porque no podía soportarlo. No es fácil abandonarlo y menos en aquellas circunstancias. No es sencillo irte a otro país que no conoces ni el idioma y que te traten como refugiado después de haber luchado y estudiado. Es doloroso pero acepto la realidad. Siempre seré una refugiada pese a que tengo la ciudadanía española.

¿Qué futuro augura a Afganistán? Viendo cómo está la situación, no tengo esperanzas de liberarnos del régimen que nos oprime. Algún día terminará, pero ahora no lo veo.

¿Hay algún recuerdo que le gustaría borrar? Quizá mi vida de casada. Fue una tortura. Prefiero no recordar nada de aquellos años.