7K - zazpika astekaria
EMIGRAR DE MÉXICO A ESTADOS UNIDOS

El cementerio de las personas vivas

Miles de familias centroamericanas no se rinden al anhelo de reencontrarse con aquellos que un día partieron hacia Estados Unidos y se quedaron en el camino. Esta es la historia de algunas personas que se aferran a la esperanza de que aún sigan vivos, a pesar de no tener noticias durante años.

Imagen del muro de separación entre México y Estados Unidos, una construcción que se adecúa a la orografía, pase por donde pase. (Telmo Rivilla Videgain )

Ya no hay más, ya no hay más metros que recorrer ni más caminos por los que viajar. Frente a mí, un gran muro metálico de 10 metros de alto y 3.100 kilómetros de largo. Sus vigas oxidadas dejan entrever lo que hay al otro lado: Estados Unidos. Una de ellas sujeta dos pequeños carteles en los que en ambos se puede leer “Se busca”, pero lo que cada uno busca es muy diferente. El que está colocado más arriba dice así: “Responde al nombre de Porfirio. Edad, 2 años. Es un perro chihuahua esterilizado. Si sabe algo respecto a su paradero, por favor contáctenos”. En cambio, el que está más abajo dice así: “Leobardo Tagle Valtierra. 26 años. Se desconoce su paradero tras ser deportado por la garita de San Ysidro de Tijuana”.

Perros tratados como humanos, humanos tratados como perros. Dos carteles que se han mimetizado con el mobiliario urbano. Dos carteles que hace mucho se convirtieron en invisibles para una sociedad que se muestra indiferente ante el dolor de los demás. Dos carteles que muestran que México es un país de desaparecidos: 115.000 desaparecidos es la cifra oficial que evidencia a una tierra que devora cuerpos mexicanos y centroamericanos.

«Estoy en Reynosa. En cinco días llegaré a Houston y allá te volveré a llamar», esas fueron las últimas palabras que el salvadoreño Daniel Alexander Jarquín Pineda intercambió con su padre, Omar, antes de recorrer los últimos kilómetros hacia el “Sueño Americano”. Pero este es un sueño que se paga caro. Daniel Alexander salió de El Salvador en el año 2015 y regresó a su casa nueve años después, pero no lo hizo como lo pensó su padre. Llegó dentro de una bolsa negra. Todo lo que quedaba de Daniel Alexander era una tibia y algunos fragmentos óseos.

Panteón municipal número 12 de Tijuana, donde la hierba es tan alta que casi no deja ver las cruces blancas de madera que inundan la ladera. Telmo Rivilla Videgain

Omar hipotecó su casa, vendió su coche y se deshizo de otras pertenencias para poder pagar el coyote que guiaría a su hijo hasta Estados Unidos. Pero ni los 12.000 dólares que logró reunir le garantizaron nada. Apenas pudo cruzar más allá de la frontera.

Como Daniel Alexander, al menos 38.831 personas han perdido la vida y 28.547 han desaparecido en su intento por pisar suelo estadounidense a través del corredor migratorio de Centroamérica. Son datos recogidos desde 2014 por el proyecto Migrantes Desaparecidos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Esto supone una media de casi 10 personas fallecidas y más de 7 desaparecidas al día. Son cifras que superan los parámetros con los que la ONU determina a los conflictos armados de alta intensidad, pero la sociedad vive dando la espalda a esta “guerra” sin bandos ni trincheras, pese a que se esté librando a los pies del “país de la libertad y de las oportunidades”, Estados Unidos. Diecisiete personas desaparecidas y fallecidas a diario durante más de 3.800 días, con un matiz: el registro se lleva a cabo por las autoridades y oenegés, pero el número real solo lo sabe la tierra al sur del río Bravo.

Pero el migrante es solo la mitad de la historia. Víctima es quien se fue, víctima es quien se quedó. Las más de 67.000 personas fallecidas y desaparecidas en la ruta migratoria dejan tras de sí un rastro de dolor igual de vasto. Madres, padres, esposas, abuelas, hermanas, amigos. Pero sus nombres nunca aparecerán en cifras ni estadísticas, pues no hay informes oficiales que documenten la angustia, el duelo interminable, el vacío que deja la espera de una llamada que nunca llega.

Meses después de que los restos de Daniel Alexander regresaran a casa, conocí a Omar Jarquín en San Salvador. Hoy ejerce como secretario general del Comité de Familiares Desaparecidos y Fallecidos de El Salvador (COFAMIDE), ayudando a las familias de los más de 300 casos en los que trabaja a recorrer un camino que él ya conoce.

«Cuando desaparece un ser querido, uno deja de existir. Se queda en el día cero y se entrega a su búsqueda en cuerpo y alma, y lo acabas pagando. El tiempo saca a relucir todos los años de angustia, todas las noches que uno pasa sin dormir llorando, la tensión, el miedo... y es entonces cuando salen las enfermedades como la diabetes, la hipertensión o dolores crónicos».

Tres mujeres posan con las fotos de sus familiares desaparecidos. Telmo Rivilla Videgain

MARTITXA, MÁS DE CUATRO AÑOS DESDE QUE FALLECIÓ

Martitxa sigue haciendo barquillos cada mañana en su casa de San Salvador, pero ahora lo hace sola. La pequeña cocina de su casa en el que a diario prepara los barquillos se ha vuelto inmensa. Ya no está José Antonio Abrego Delgado, su marido, a su lado para hacerlos junto a ella. Un humilde negocio de venta ambulante que, tras duros años de trabajo, comenzaba a dar sus frutos. El matrimonio contaba ya con varias carretas con las que vender su producto por las calles de San Salvador, hasta que llegó la pandemia del covid y, como a tantos otros negocios, golpeó fuerte a la pareja.

«Por muy mal que nos fuera, yo le decía a mi esposo que teníamos dinero para pagar la renta. Que nos teníamos el uno al otro, a nuestros hijos y nietos», confiesa Martitxa. Pero él quería viajar a Estados Unidos. Estaba decidido. Y desde ahí le mandaría remesas hasta tener suficiente dinero como para poder mudarse de la casa en la que vivirían juntos y sin tantas preocupaciones económicas.

José Antonio pidió prestado a sus hermanos 5.000 dólares para poder pagar al coyote, conocido en la zona bajo el seudónimo de “El Brujo”, que lo guiaría hasta el punto donde el Río Bravo se conoce como Río Grande. A pesar de la insistencia de Martitxa, el 12 de agosto de 2020 su marido y el guía salieron desde el Puerto de la Libertad, una localidad costera de El Salvador, hacia el norte.

«Todas las historias que una escucha alrededor de la ruta migratoria, las extorsiones, los secuestros, las desapariciones o las muertes, me atemorizaban», dice Martitxa con los ojos notablemente vidriosos. «Aunque iba perdiendo mis miedos viendo que mi marido avanzaba hacia la frontera de Estados Unidos».

Pero pronto el sueño se convirtió en su pesadilla. El 27 de agosto de 2020, Martitxa recibió una llamada en la que José Antonio le avisaba de que ya había llegado a la localidad fronteriza de Piedras Negras, en el estado mexicano de Coahuila.

«Lo sentí como cuando alguien tiene ganas de llorar, como si algo estuviera pasando», rememora intentando encontrar, sin éxito, la palabra exacta que describiese lo que sintió. «Aunque él, una y otra vez, negó que le ocurriera algo. Pero yo sabía que algo malo le pasaba. Incluso habló con su sobrina y sus palabras sonaban a despedida».

Al día siguiente, alrededor de las 4:30 de la mañana, José Antonio escribió a su esposa advirtiendo de que ya salía camino a la frontera y que en cosa de tres a cinco días llegaría a Houston, desde donde la volvería a contactar. Martitxa, desesperada y viendo que los días se sucedían sin tener noticias de su marido, contactó con los demás migrantes que viajaban hacia el norte con él sin recibir respuesta de ninguno de ellos, excepto de Milton Castro, a quien Martitxa señaló como el coyote del grupo.

«Le escribo para informarle de que él se quedó en el camino y tenía la intención de regresar porque se desmayó varias veces. Se quedó en el monte esperando que alguien le recogiera. Le dimos pastillas y suero, y ya parecía estar mejor», fue la respuesta que Miltón le dio. Impotente y asustada, Martitxa tenía la vista empañada de tanto llorar en la cocina de su casa.

«Por favor, averigüe dónde está, si está en un centro de detención, en un hospital o donde sea; por favor, aproveche que usted todavía está cerca», escribió fruto de la desesperación.

«A mí también me preocupa; él también es mi amigo», contestó tajantemente Milton comenzando a sentirse señalado por Martitxa como el coyote del grupo. «Pero nadie es amigo en el camino. Solo Dios», sentencia hoy Martitxa.

Cuatro años después, Martitxa regresa a diario a aquel viernes 28 de agosto para llorar, para morir una y otra vez. Cuatro años después, Martitxa vaga por el cementerio de los vivos. Un cementerio sin lápidas ni flores, un cementerio que apila los cadáveres con vida de quienes luchan por mantener vivos los recuerdos de los que un día soñaron y se quedaron por el camino.

Omar Jarquín, secretario general de COFAMIDE, repasa las fotografías con los rostros de los más de 300 casos de desaparecidos en los que trabajan. Telmo Rivilla Videgain

Pero esto no es más que la mitad de la historia.

—¿Y tú quién eres, Martitxa?—, le pregunté, mientras se disponía a calentar el horno para comenzar a hacer de nuevo barquillos.

—Una mujer que lleva cuatro años viviendo una pesadilla. Una se levanta de madrugada a llorar, una siente dolor físico y emocional, una tiene miedo y una siente cómo la familia de él le señala y acusa de haber sido cómplice de la desaparición de la persona que ama—, respondió.

La esperanza de Martitxa se encuentra en una foto borrosa que encontró en un grupo de Facebook un año después. En la imagen, se puede ver a una persona siendo atendida por la patrulla fronteriza de EEUU, y Martitxa está convencida de que es su marido.

Pidió información a la página pero le negaron cualquier dato diciéndole que algún familiar debía personarse en el lugar. La familia de José Antonio, que un día emigró a San Francisco, dijo que no, alegando miedo de los poderosos cárteles que tienen el control de la zona. Martitxa tampoco puede ir, su motivo es bien distinto: el elevado coste del billete y la imposibilidad de obtener el visado. Como un laberinto sin salida, Martitxa vive en un bucle que solo se ve interrumpido por las amenazas e intentos de extorsión que recibe, cuyo objetivo es asustarla para que deje de buscar la verdad.

«Hace cosa de unos meses, nos mandaron un fotomontaje en el que agarraron una foto de mi marido de las que subí a internet para denunciar su desaparición y nos escribieron amenazándonos de que teníamos una hora para depositar 2.500 dólares a un número de cuenta o sino le matarían. Fue un momento muy duro. En esos casos, el miedo te paraliza, no te deja pensar, y lo que hoy se ve claro, en ese momento te hace dudar de si realmente tienen a José Antonio, si está vivo, si lo van a matar. Pero tampoco teníamos elección. No teníamos ese dinero, ni la forma de conseguirlo. Serían los ahorros de una vida y ya los gastamos para pagar al coyote», dice Martitxa con la voz quebrada.

Hoy, Martitxa sigue vendiendo barquillos, pero solo logra ganar la mitad de lo que obtenía antes: apenas 5 dólares diarios. Con ese dinero, tiene que cubrir el alquiler de la casa, la comida, los suministros… Sin ninguna ayuda del Gobierno de El Salvador, sin derecho a indemnización; si no hay certificado de defunción, no hay subsidios ni pensión de viudedad. Su único apoyo son sus hijas y organizaciones de la sociedad civil como COFAMIDE, que brindan asistencia jurídica y psicológica a las familias salvadoreñas de los migrantes desaparecidos.

Martitxa mantiene la casa igual que el día en que su marido salió, con la esperanza de que él pueda reconocerla el día que regrese.

Prendas de ropa marcan el camino de los migrantes en su trayecto por cruzar México. Telmo Rivilla Videgain

LOS CUERPOS QUE NO IMPORTAN

José Antonio sigue siendo un gran interrogante, uno entre tantos que abundan en los bordes de la frontera que recorre más de 3.100 kilómetros y que une el Océano Pacífico con el Atlántico.

A escasos siete kilómetros de la frontera en línea recta, en el panteón municipal número 12 de Tijuana, la hierba es tan alta que casi no deja ver las cruces blancas de madera que inundan la ladera. Cada cruz está acompañada de una fina barra de metal que en su punta tiene un pequeño letrero corroído por el óxido en el que se puede leer un texto sin adjetivos: Fosa Común. Todos los coches pasan de largo, como si no les importara, ignorando un pequeño rincón donde las historias no contadas estaban a punto de perderse en el olvido. Uno encima de otro, veinte cuerpos apilados debajo de cada cruz. De los 4.135 cuerpos que ingresaron en la morgue de Tijuana durante el año 2020, al menos una cuarta parte terminaron en fosas comunes del Gobierno, casi todos sin ser identificados. Nichos que conforman una pequeña muestra de las 52.000 personas fallecidas no identificadas que inundan las morgues y las fosas comunes de México. Sangre mexicana y centroamericana que abunda en un país que desecha cuerpos con impunidad.

México es un país sobrepasado por sus muertos, donde sus morgues están desbordadas y el Servicio Forense (SEMEFO) de Baja California, por ejemplo, recibe más cadáveres de los que puede almacenar. Y muchos más de los que puede identificar.

Más de la mitad de estos cuerpos sin identificar se encuentran bajo custodia del Gobierno mexicano desde antes de 2007, de los cuales 28.000 ya han sido incinerados o enterrados en cementerios públicos, según una investigación llevada a cabo por el equipo de noticias Quinto Elemento Lab. Estos cuerpos fueron enterrados sin un registro correcto de su ubicación ni un análisis de ADN, lo que junto a la superposición de cadáveres -unos encima de otros-, hace que se mezcle el material genético, imposibilitando la correcta identificación más de quince años después.

Bajo la presidencia de Enrique Peña Nieto, la presión popular impulsó la aprobación de la Ley General de Desapariciones Forzadas y la creación de comisiones de búsqueda, junto con la promesa de la creación de una base de datos forense para identificar cuerpos no reclamados, la cual no se materializó. Su sucesor, Andrés Manuel López Obrador, reavivó esta promesa en 2019, generando esperanza entre las familias de desaparecidos y organizaciones de derechos humanos, pero la pandemia detuvo la iniciativa, dejando un panorama aún más desalentador.

Cartel de una persona desaparecida a escasos metros de la frontera con Estados Unidos. Telmo Rivilla Videgain

«Hoy por hoy México sigue sin tener una base genética nacional donde se pueda establecer la identificación de mexicanos y mexicanas, por lo que no se puede ni pensar en la identificación de personas extranjeras», explica la doctora Rosas Tregozo, investigadora en el Instituto de Investigaciones Políticas de la UNAM, que aborda cuestiones migratorias desde una perspectiva jurídica. En muchos casos, el registro que los funcionarios llevan a cabo consiste en averiguar el nombre y edad del desaparecido, sin requerir muestras de ADN de los familiares, ni ningún otro dato que ayude a la identificación y relación del cuerpo con la familia.

Por lo tanto, la forma en la que actúan las autoridades mexicanas constituye negligencia, ya que el artículo 118 de la Ley General en Materia de Desapariciones Forzadas, aprobada durante el mandato de Peña Nieto, dice que «ninguna autoridad podrá ordenar la inhumación, en fosas comunes, de cadáveres o restos humanos sin identificar, antes de cumplir obligatoriamente con lo que establece el protocolo homologado aplicable».

Acusaciones contra diferentes instancias del Gobierno de Morena, como contra el SEMEFO o la Comisión Nacional de Búsqueda, a las cuales se les dio la oportunidad de defenderse, pero hasta la fecha no han respondido a las diversas peticiones de entrevista enviadas como a Cesar González, del Servicio Forense de Tijuana, y al director de Comunicación Institucional de la Comisión Nacional de Búsqueda, Ulrich Santa María, entre otros.

Cuerpos perdidos en un laberinto burocrático que evidencian que México es un país donde encontrar el cuerpo de una persona desaparecida requiere una combinación de suerte y persistencia, pero incluso así, muchas veces no es suficiente. «Un país de desaparecidos requiere de al menos cuatro elementos: un Estado corrupto, en el mejor de los casos, indolente; un crimen organizado coludido con las fuerzas de seguridad en todos los niveles de gobierno; medios de comunicación pervertidos o periodistas silenciados; y una sociedad indiferente ante el dolor». Esta es la lectura que hace la periodista mexicana, Eileen Truax, de su propio país. Y a nadie parece importarle, hasta que le llega su turno.

Muro que marca la frontera entre Estados Unidos y México que se adentra en el océano Pacífico, en Tijuana. Telmo Rivilla Videgain

MÉXICO, UN MAL LUGAR PARA PERDERSE

«¿Y no tienes miedo?», pregunté a Héctor, subido en la parte trasera de una vieja camioneta Volkswagen blanca, camino a Huehuetoca, donde él esperaba subirse a La Bestia.

Al comienzo evitó la pregunta, pero luego cogió aire y afirmó:

«Miedo es lo que pasé en Honduras. Ya es la tercera vez que cruzo México y sí, cada vez que me subo al tren, pienso en todas las historias que uno va escuchando. Me agarro con fuerza a las rejillas metálicas del techo para que no me pase a mí. En casa me esperan mi mujer y mi hijo, y no les puedo fallar».

Cuando uno huye, desconfía, y entonces es cuando miente, pero en sus palabras se veía el miedo, un miedo que sentía real. «¿Y si te quedas por el camino, alguien te buscaría?», pregunté. Héctor parecía tener la respuesta pensada con anterioridad porque, rápidamente, y con una sonrisa fruto del nerviosismo, respondió:

—¿Para qué? Seguramente estaría muerto. No me gustaría que vinieran a buscarme. Como mucho espero que me llorasen.

(Se ha respetado la veracidad de los nombres de todas las personas desaparecidas. Sin embargo, los nombres de algunas personas que han proporcionado su testimonio han sido modificados para proteger su identidad.)