2015 ABU. 22 GAURKOA Nostalgia de Cuba Iñaki Egaña Historiador Gracias a esas enormes posibilidades que ofrece la modernidad, escuché en directo el viernes pasado el discurso de John Kerry en La Habana, restableciendo las relaciones diplomáticas de su país con Cuba. La verdad me sorprendió. Fue más allá de lo que esperaba previamente: «nuestros líderes tomaron una decisión valiente, dejar de ser prisioneros de la Historia». Terminado el discurso del secretario de Estado de Washington, desenchufé el ordenador, salí de casa y me dirigí hacia el muelle, a la República Libre de los Piratas, aún en las fiestas donostiarras, donde actuaba el grupo vasco-cubano La Jodedera. La música incitaba al baile, al menos de los más desinhibidos. La siguiente canción a mi llegada me revolvió la conciencia. Dedicada en letra y melodía a los voluntarios y familiares que semana tras semana se incorporan a ese proyecto solidario, el de los microbuses Mirentxin, que hacen posible las visitas a los presos vascos dispersados por las tierras de España. ¿Qué pasa por el juicio de un cubano ya entrado en años que es capaz de emocionarse con la letra de Carlos Puebla sobre el comandante Guevara, que canta a los arrantzales cercanos «txitxarro eta berdela», y nos alcanza el corazón con los viajes de Mirentxin? La solidaridad, una palabra a la que su sentido revolucionario parecen haber descafeinado ONG, gobiernos y entidades menores para hacerla invisible en el diccionario. ¡Ay Cuba! Siempre Cuba. La Revolución cubana, iconografiada por los barbudos que entraron triunfantes en enero de 1959 tras su andadura desde Sierra Maestra, ha sido una referencia constante entre nosotros, entonces, después y ahora. Supimos de la acogida de Portugal y España al dictador, a Fulgencio Batista, que se refugió finalmente en Madrid y Marbella, donde compró propiedades, entre ellas el sepulcro que aún hoy acoge a sus restos en el cementerio de San Isidro, en la capital española. Apenas sabíamos de los viajeros del Granma y sus primeras decisiones en el Gobierno, pero cuando leíamos en la prensa del régimen español los detalles de los paseos de Batista por Marbella, nos hicimos cubanos, por antipatía hacia el dictador. Estados Unidos inició el bloqueo hace 54 años. Bahía de Cochinos, Guantánamo, intentos de magnicidio, los cinco héroes, crisis de los misiles, periodo especial... acuden a mi mente como flashes. También la guerra de Angola, la Tricontinental, el Mitch, el ébola... «Ser internacionalista es saldar nuestras deudas con la humanidad», escribió Fidel Castro. La huella de Cuba en Euskal Herria llegó de la mano de nuestros primeros barbudos, aunque algunos de ellos como Txabi Etxebarrieta aún eran imberbes. Argelia, Vietnam y Cuba eran espejos para una generación que se negaba a aceptar la derrota sin paliativos de la guerra civil. Y con ellos, con unos y otros, surgió un concepto que aún alcanza a la última generación, izquierda abertzale. Patriotismo desde la izquierda, vocablos hasta entonces aparentemente paradójicos, porque desde la Segunda Guerra mundial el término nacionalismo estaba ligado al holocausto y al fanatismo racial. Hasta los de Franco se hacían llamar «nacionales». La huella cubana continuó con Fidel y el Ché, pero también se alimentó con Camilo Cienfuegos, los relatos antiguos de Hemingway, el recuerdo de Martí y las crónicas de los militares españoles que después de «pacificar» Euskal Herria en la Segunda carlistada, abrieron los primeros campos de concentración en Cuba. Y con los ecos de aquellos centenares de vascos que fallecieron, en la primera hornada del impuesto servicio militar, de fiebre amarilla en los manglares cubanos. Continuó con la generación de Ez dok Amairu, en particular con la nostálgica canción recitada por Xabier Lete, pero asimismo, para los barbudos de casa, con las letras de la Nova Trova Cubana y en especial con la Canción del Elegido, de Silvio Rodríguez, y su estribillo «iba matando canallas con su cañón de futuro». La Revolución cubana cambió nuestra percepción de la isla, hasta entonces en los retazos de nuestra historia a través de terratenientes del azúcar, de esclavistas, misioneros y obispos. El roble vasco y la ceiba cubana. Crónicas patrias a ambos lados, lucha de clases, expolios y colonialismos. Aunque fueran en euskara. Y la cambiaron porque lo imposible se hizo posible y esa aplicación, con luces y sombras como no podía ser de otra manera, transformó la teoría en praxis. En 1971, el «enemigo público número uno» de España, que había huido de Artekale entre una lluvia de balas de una detención que llevó a sus compañeros a ser encausados en el Juicio de Burgos, llegaba a La Habana. Su huida había generado más de un centenar de detenciones, decenas de torturados. La fuga la había organizado uno de sus compañeros (Unzueta) que cambió la revolución por su cuenta corriente, convirtiéndose más adelante en uno de los estrategas de Interior desde las editoriales de un diario aparentemente progresista de Madrid. Las sombras. El fugado (Etxeberria), en cambio, residió varios años, trabajó, estudió en La Habana y recibió el calor de los revolucionarios. Las luces. Años más tarde, a partir de 1984, un grupo de secuestrados y desaparecidos vascos, les llamaban deportados, llegaron a la isla tras gestiones del mismo Fidel. Cuba no resultó ser ni Ecuador, ni la República Dominicana, ni siquiera Argelia, acogotada por las presiones económicas de España. A pesar del periodo especial, a la caída de la URSS, Madrid tuvo en la isla un escollo a su prepotencia. Durante décadas, desde la cercanía y la lejanía, hemos oído críticas corrosivas sobre el proceso revolucionario cubano. No me refiero a las antagónicas, por otro lado esperadas. Críticas desde la izquierda. La respuesta habitual, y no por ello menos profunda, se refiere a la comparación, a los logros, a los datos sobre la universalización de su educación, salud, internacionalismo. Parece no valer para algunos, como si Haití fuera el modelo. Hace tiempo que sabemos que un Estado, lo percibimos ahora en Bolivia, tiene sus propias tensiones. Hasta llegar a ese término que alguien definió como el «empate catastrófico». Mao habló de ellas en aquel proceso abortado y absorbido hoy por un capitalismo voraz, el chino. Las contradicciones secundarias. Algunas o muchas de ellas se han reproducido en Cuba. Raúl Castro habló de ellas hace unos meses. Sé que estoy mediatizado por el entorno y por las emociones, por la necesidad de aprender de otras experiencias, lo que probablemente me haga caer en lo subjetivo, en no intentar separar la paja del trigo. En cierto negativismo sobre la propia condición humana. Cuestiones que me llevan a sentir lo cubano como cercano, a mirar con la isla con un cristal determinado. Y sin hacer de ello un acto de fe, acompañado de todas esas sensaciones, sigo siendo un admirador de la Revolución cubana. Con los matices que me da la humildad de escribir desde Euskal Herria, uno de los países más prósperos de Europa (a costa de otros, sin duda) y el intento permanente de ser alumno antes que profesor. Por ello, la ruptura diplomática superada, con las letras anteriores acumuladas, es una noticia excepcional. Sabemos del Imperio en primera, segunda y tercera persona, tal y como lo ha percibido durante las últimas décadas el pueblo cubano, apenas a 90 millas, en su cogote. Goliat y David. Conocemos la extraordinaria fagocitación política, social y cultural que expande. El tamaño de sus fauces. Por eso los temores. El futuro siempre es incierto. Pero las apuestas necesarias. Como las que ha realizado la Cuba revolucionaria. ¿Desenlace? Lo desconozco. Mientras, sigo conmovido por esa melodía cubana que me recuerda los viajes eternos de Mirentxin y que, como gota de agua, sigue completando el océano de la solidaridad. La Revolución cubana cambió nuestra percepción de la isla, hasta entonces en los retazos de nuestra historia a través de terratenientes del azúcar, de esclavistas, misioneros y obispos. El roble vasco y la ceiba cubana