2017 MAI. 23 TEMPLOS CINÉFILOS Condena de (no-)muerte Victor ESQUIROL Cannes es el peor pueblo de Francia (en serio que lo es), en parte porque ahí se celebra el mejor festival de cine del mundo. Este certamen tiene el efecto colateral del glamour desbocado. No falla: a mediados de mayo de cada año, el paseo de la Croisette se llena de gente extraña. Conducen deportivos de alta cilindrada, visten trajes y vestidos de más valor que el PIB de un país en vías de desarrollo... y aun así (o quizás por todo esto) están vacíos por dentro. Muertos, tal vez. A los periodistas que llevamos aquí desde la jornada inaugural, nos pasa justo al revés. Nuestra apariencia física es un ticket directo al depósito de cadáveres, pero ahí seguimos, comentado la jugada, discutiendo animadamente sobre el último trabajo de aquel director. La pasión interior no nos la quita nadie. La voluntad de distinguir el envoltorio del contenido, tampoco. En estas que los programadores del festival celebran el paso del ecuador con dos de los grandes ases en su mano: Yorgos Lanthimos y Michael Haneke. Empezamos por el final, porque lo que hace el maestro alemán en “Happy End” es hablarnos precisamente de esto: del fin. De un individuo, de una familia o, ya puestos, de un mundo. La película parece estar compuesta por los fragmentos más reconocibles del universo propio del autor. Las grabaciones de “El vídeo de Benny”, las relaciones entre clases sociales de “Caché” y, claro está, la agonía de “Amour”. Con la promesa (envenenada) de un “final feliz”, Haneke pone el objetivo en las miserias de esas élites decrépitas que no obstante, siguen siendo jefas de todo esto. Llámese empresa dinástica constructora, llámese Europa. Llegados a este punto, el cine de este director está tan asentado en su propuesta, que compensa la carencia de efecto sorpresa con la contundencia con que sigue arremetiendo su mensaje. Una vez más (y van...), Haneke se descubre como el cirujano perfecto. La frialdad de su impecable puesta en escena contrasta con la potencia de un relato en el que, como era de esperar, no queda títere con cabeza. El padre, la tía, el abuelo, la hija... Todos tan ricos, tan distinguidos, tan pulcros en las presentaciones... tan huecos. La podredumbre llega hasta el horizonte, es decir, hasta donde alcanza la vista y la imaginación. La narrativa elíptica hanekiana nos mantiene en vilo, jugando perversamente con nuestras dudas y prejuicios... y dejando espacio para todas las visiones y lecturas que se nos ocurran. Lo mejor (o lo peor) es que todas ellas terminan en lo mismo: en ese no-vivo que desearía estar muerto. Por si todavía queda alguien en pie, acude Yorgos Lanthimos para darnos el golpe de gracia. “The Killing of a Sacred Deer” es una –jodida– delicia. Un film tan atractivo a la vista como letal en su interior. El director griego filma una historia de venganza con toque fantástico. Como era de esperar, el humor absurdo se tiñe de negro y el mundo se convierte en un sitio –aún más– cruel. El fondo, es decir, la motivación, no queda claro, pero poco importa. El envoltorio que lo recubre, digno de Kubrick, es tan deslumbrante que con esto ya se justifica todo lo que (no) hay detrás. Cannes, reino de no-muertos, lo aplaude. Estaba escrito.