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El encanto de la discreción


La discreción, entendida como el respeto a la intimidad ajena, es un valor fuera de toda duda en estos tristes tiempos de correveidiles, realities televisivos y mercachifles de la información. Por eso los discretos son respetables y apreciados.

Otra cosa es la discreción entendida como máscara, como antifaz veneciano que oculta la ineficacia, la inoperancia o la mala fe. Quien alardea de ello peca, en demasiadas ocasiones, de alguna de las tres taras.

Dice ahora Jonan Fernandez que su gobierno, el del PNV-PSOE, «trabaja con discreción» para conseguir cambios en la política penitenciaria contra las vascas y vascos. Y tan discreta debe ser la cosa que, año va y año viene, no ha conseguido nada. Absolutamente nada.

También su mentor, presidente del gobierno PNV-PSOE se jacta de haber actuado de forma discreta ante el Govern de Catalunya para que se rindiera ante el Gobierno de España, asumiera los mandatos de la metrópoli y entregara a Puigdemont a presidio en coche oficial a hacer compañía a Junqueras y los Jordis.

Pero, amigos, eso no es discreción: es complicidad.

Después de muchos años de apareo con los poderes del Régimen español –no el del 78, sino con el de siempre–, el jelkidismo rendido insiste en vender mercancía averiada con el disfraz de la discreción para ocultar que no se trata de avanzar o cambiar la realidad, sino de amoldarse y vivir acomodados en lo que hay. No son discretos. Son nacionalistas eméritos. Y eso, a servidor, no le parece que tenga ningún encanto. Yo me quedo con la multitud de Bilbao.