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Campo de maniobras


El anuncio y ejecución de maniobras militares en las Bardenas no nos coge de sorpresa. Es una actividad recurrente de las fuerzas de la OTAN, maniobras para escenificar el enfrentamiento a un hipotético enemigo que, en este caso, desconozco. Los sabremos algún día, aunque el ramillete de posibilidades no es muy extenso: rusos, separatistas chechenos, norcoreanos, salafistas radicales, venezolanos, catalanes soberanistas o migrantes superando la masa crítica.

Los militares, como la monarquía, están exentos del control democrático por eso de que tienen bula para matar a destajo, siempre y cuando lo hagan dentro de las coordenadas que marcan los guionistas de nuestra existencia. La palabra guerra, a pesar de convenciones de Ginebra o similares, sirve para torturar, hacer desaparecer, chantajear, matar con total impunidad. Con el añadido de que al introducir el elemento de «anticipada» y convertirla en «guerra preventiva», las posibilidades de agresiones «legítimas» son infinitas.

Con este bagaje argumental, las maniobras de los ejércitos español y francés en nuestro suelo vasco, ambos en la OTAN, se han convertido en imposición, a pesar del rechazo popular. Y por extensión, todos los desperfectos, agresiones, violaciones, víctimas… que su actividad provoca serán insertadas en el saco del manido «efectos colaterales».

Actos colaterales que, hasta hoy, han provocado más víctimas mortales, por ejemplo, que la actividad de grupos armados vascos como los Comandos Autónomos, polimilis, Iraultza o Iparretarrak. Y, sin embargo, los muertos ocasionados por los ejércitos español o francés en sus maniobras están bien muertos. No aparecen en lista alguna porque, al parecer, son estructurales, como las muertes en accidente de circulación, por catástrofes naturales o enfermedades retrovirales.

Los aviones que desde 1951 prueban sus cargas y piruetas en las Bardenas, han provocado miles de muertos en esta última década en Irak, Afganistán, Siria, Libia. Han utilizado uranio enriquecido y han jugado a ensayar ingenios. No es cuestión del presente, únicamente. En las décadas de 1960 y 1970 varios pilotos norteamericanos que experimentaban en las Bardenas, sufrieron graves accidentes antes o después de combatir en Vietnam.

El navarro-aragonés es el único campo de entrenamiento terrestre de la OTAN en Europa (tenemos otro en la cercanía, este marítimo, en la franja landesa de Mimizan, donde más de un barco arrantzale ha sufrido un susto morrocotudo al ver sobrevolar sobre su cabeza un misil M51). Al día de hoy, el Ejército español se ha desplegado por el planeta en 19 operaciones militares, algunas de ellas en puntos calientes como Turquía, Malí, Irak o Afganistán.

Los muertos del Ejército español afuera de sus fronteras son añadidos a las listas de organizaciones de víctimas del terrorismo, una decisión que nunca he logrado comprender. Si la guerra es guerra, si los contendientes son los que son, y si los soldados se desplazan a diez mil kilómetros de distancia de sus bases para matar infieles, ¿no cabe asumir las bajas propias como las del enemigo, es decir como la de combatientes? Las asociaciones los han catalogado, a pesar del escenario, como muertos en atentados, no en acciones de guerra.

Por el contrario, las muertes ocasionadas por el Ejército español o francés en suelo vasco, jamás han sido contabilizadas en esas listas que manejamos tanto unos como otros en relación al contexto de las últimas décadas. A las maniobras militares en Urbasa, Arlaban, Carrascal, Andia, Irati, Biarritz, Bardenas, Etxalar, Baigorri… se han sumado en los últimos años los desfiles chulescos en fechas y lugares señalados, aniversarios de victorias franquistas, de conquistas imperiales. En terrenos considerados «enemigos», lo que equivale a decir con ayuntamientos con mayoría independentista. Me queda, con perspectiva histórica, la sensación de que el conjunto territorial de Euskal Herria es un extenso campo de maniobras.

La lista es interminable, lo que me provoca un desasosiego inmenso. En otras ocasiones he descrito esa utilización torticera de las víctimas, de segunda, de tercera, de cuarta. Con respecto a las provocadas por los militares no hay siquiera categorización. Jamás existieron. Fueron, simplemente, efectos colaterales.

Ya en 1955, un pastor de Arguedas falleció como consecuencia del impacto de una bomba de un avión norteamericano en las Bardenas. En Portugalete, el niño Alfonso Larrañaga murió en un piso de la calle Gregorio Uzquiano por la explosión de una bomba olvidada por dos legionarios. En las cercanías de la Casa de la Misericordia de Iruñea explotó una bomba con la que jugaban cuatro niños que resultaron heridos de suma gravedad. Uno de ellos, José Esparza, murió días después. En Burguete falleció Eduardo Etxegaray, al explotar una bomba que encontró mientras pescaba. El padre de Francisco Tellechea murió en Etxarri Aranatz al deflagrar una granada.

En la calle María Díaz de Haro de Bilbao, cuatro niños resultaron heridos de gravedad con una granada que habían encontrado enterrada. Dos de ellos murieron en los días siguientes a consecuencias de las heridas: Manuel y José Luis Palacios. En las cercanías del cuartel de Araka un chatarrero apellidado Olave fue descuartizado por la explosión de una bomba cuando recogía chatarra y otro, Saturnino González, años más tarde. Aunque el accidente más trágico en este mismo lugar lo sufrieron tres chatarreros que fallecieron en el acto. En Barrón (Ribera Alta) la niña Amalia Martínez Loreda, resultó herida de gravedad al explotar la bomba que había encontrado en el campo.

En Iantzi, tres niños encontraron una bomba tras unas matas con la que jugaron con trágico resultado: Juan Eugui resultó muerto y los hermanos Anchondegui heridos de gravedad. Otros dos niños, Máximo y José Muro, murieron en San Adrián al explotarles una granada. En las faldas del San Marcial (Irun), Marcial Diéguez y su hijo perecieron al explotar una granada de mano. En Monteagudo murió el niño Rufino Morales y otros cuatro resultaron heridos de gravedad.

En Dicastillo, la niña Puy Gambra murió al estallarle una bomba de mano que había encontrado en el campo. En abril de 1972, los niños Iñaki Elósegui y Juan Echeverría, de Orereta, murieron en Jaizkibel al explotar una granada abandonada por el Ejército que tenía en el monte un campo de tiro. Entre otros ocho chavales heridos, José Manuel Durán quedó ciego. También al norte de la muga. Simon Hiraboure fallecía a causa de la deflagración de una mina en Hendaia.

Como conté en una colaboración anterior, en junio de 1976 cinco vecinos de Etxarri Aranatz fallecieron a consecuencia de una explosión producida por una granada de mortero abandonada por el Ejército español en unas maniobras militares que habían efectuado días atrás en la sierra de Urbasa. Artificieros del Ejército cerraron Urbasa después de la explosión encontrando, al menos, otras cinco bombas sin estallar. A pesar de una denuncia pública del Ayuntamiento de Etxarri, la prensa calificó la explosión como «de origen desconocido».

¿Y las decenas de reclutas muertos en sus destinos? Algunos en nuestro territorio. Otros en la «dispersión» del servicio militar. Norberto García Fernández, de Bilbao, y José Jáuregui Armero, de Tolosa, murieron por una explosión cuando hacían el servicio militar en Aranda (Burgos). Hace ahora 60 años, en Deustu, de una caravana de 14 furgonetas militares, uno de los vehículos hizo una maniobra extraña, subiendo a la acera y matando a tres peatones. ¿Accidente de tráfico?

En 1981, la Policía anunciaba la muerte de un etarra en Madrid, tras un enfrentamiento. Jesús Urien Orbegozo, de Bilbo. Luego hubo desmentido y la versión oficial se transformó: deserción y suicidio. Recientemente, el Ayuntamiento de Bilbo lo ha incluido entre las víctimas cuya autoría es dudosa, poniendo en solfa la versión oficial del suicidio. ¿Para cuándo la verdad también en este capítulo?