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CICLismo

Una victoria monumental

Un ataque en el Poggio permite al siciliano Vincenzo Nibali adjudicarse su primera Milán-San Remo.


Con 33 años, trece en el pelotón profesional, todavía se puede sorprender. No está al alcance de cualquiera, claro, ni basta con tener calidad. Las ganas de guerra resultan imprescindibles. Y de eso ha ido siempre sobrado Vincenzo Nibali. «Ataqué sin miedo a perder, sin miedo a ganar», aseguraba hace dos años en Sant’Anna de Vinadio, donde arrebató la magglia rosa a Esteban Chaves, solo un día antes de adjudicarse su segundo Giro.

Una frase un poco grandilocuente, la verdad, pero bastante acertada para un ciclista que, otros méritos –y deméritos– al margen, siempre ha disfrutado atacando. Y la fórmula le ha funcionado, hasta el punto de convertirle en uno de los mejores «vueltómanos» de la historia –es uno de los apenas seis corredores que han vencido en las tres grandes vueltas por etapas–. Un palmarés espectacular, con dos Giros, un Tour, una Vuelta, media docena de podios y una docena de etapas, en la que también lucen, además de otros triunfos de entidad variada, tres monumentos: dos Giros de Lombardía y, desde ayer, una Milán-San Remo.

No aparecía en ninguna quiniela, pese a ser un triunfo por el que ya había luchado antes. En 2012, por ejemplo, cuando fue tercero. O en 2014, cuando se escapó en la Cipressa para ser alcanzado en el Poggio. Cuatro años después aplazó su ataque hasta ese último ascenso y la apuesta fue ganadora esta vez. Y eso que, concluído el descenso, apenas contaba con nueve segundos de renta para afrontar los dos kilómetros largos, eternos, que le separaban de línea de meta. Poca ventaja y mucha velocidad por detrás, donde Peter Sagan o Philippe Gilbert ya asumían que tampoco esta vez pero los sprinters, muchos, ponían la locomotora a toda marcha.

Aguantó el siciliano, en un emocionantísimo final, y hasta se permitió el lujo de saborear su victoria levantando los brazos a cincuenta metros de la pancarta, pese a sentir en la nuca el resuello del pelotón, encabezado por Ewan y Demare.

Fue lo mejor de una carrera que pareció más larga de los ya inacabables 291 kilómetros –la edición más lenta desde la victoria de Erik Zabel en 2001–. Algo tendría que ver la lluvia, que acompañó a los corredores prácticamente hasta la última hora de carrera. Como la fuga del día, que se prolongó más o menos el mismo tiempo. La conformaron nueve corredores –Bono, Hatsuyama, Jobernyak, Maestri, Mosca, Planet, Rota, Sagyv y Van Wimden– que marcharon en cabeza durante casi 250 kilómetros para ser cazados en el tramo decisivo de la carrera. Por allí empezaron a pasar más cosas, como los problemas de Kittel en el Capo di Berta para seguir el ritmo de un pelotón comandado por Bora y Sky. El grupo perdió mas integrantes en la Cipressa y también en los metros previos al Poggio, donde Mark Cavendish se dio un golpe fortísimo tras salir volando al chocar con una isleta.

Quedaban apenas diez kilómetros pero dieron de sí para concentrar toda la emoción del día. Pese al ritmo que imponían los equipos al frente –FDJ se había abierto camino ya–, llegaron los saltos. Fuerte el de Drucker, inesperado el de Bodnar y decisivo el de Nibali, que cazó y sobrepasó al polaco para irse en solitario. Por detrás intentó la persecución en solitario Trentin, cazado ya en las calles de San Remo, y Oss tirando de Sagan, a los que se unieron Kwiatkowski o Van Avermaet. Pero entre sus dudas y la convicción del Tiburón, ya no hubo quien le parara. La Primavera era para Nibali. Doce años después de que lo lograra Pozzato, la 109ª edición de la Classicissima volvía a manos italianas.

Sin palabras

«No tengo palabras para describirlo», reconocía Vincenzo Nibali, que no pudo evitar las lágrimas tras cruzar la línea de meta. «Me sentía con muy buenas sensaciones», explicó el corredor, que argumentó el triunfo en una combinación de «táctica y corazón». Admitió que el último kilómetro fue «interminable» pero el sufrimiento mereció la pena: «Estoy muy feliz», reconoció.