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Un octubre bávaro


Markus Söder es el presidente de Baviera desde el mes de febrero, cuando su antecesor, Horst Seehofer, fue nombrado ministro de Interior en el Gobierno de Angela Merkel. Una de sus primeras acciones fue decretar la presencia obligatoria de un crucifijo en los edificios públicos del Estado bávaro. «La cruz no es un símbolo religioso; la cruz es el símbolo fundamental de la identidad cultural del carácter cristiano-occidental. Queremos enviar una señal clara de que la gente desea subrayar su identidad», defendió entonces.

Söder afronta en octubre unas elecciones estatales en las que su partido, la CSU –prima hermana bávara de la CDU de Merkel–, podría perder la mayoría absoluta que ostenta –atención– desde 1946. Siete décadas de hegemonía parlamentaria en juego. Y la principal amenaza se llama AfD, el partido que viene comiendo terreno a la derecha tradicional a base de reinventar una extrema derecha siempre tabú en el país germano. La victoria de la CSU no está en disputa, pero el 10-15% que las encuestas otorgan al nuevo partido viene sobre todo del saco de votos de Söder, que no ha tenido mejor idea que intentar frenar el avance de la AfD asumiendo buena parte de su discurso de forma explícita, lo que se ha plasmado en el ultimátum de Seehofer a Merkel: si no consigues frenar la inmigración irregular, seré yo quien lo haga desde el ministerio de Interior. Sin los 46 diputados de la CSU, la gran coalición entre la CDU y el SPD pierde la mayoría absoluta.

Alemania ha acogido en los últimos tres años a más de un millón de migrantes, muchos más que cualquier otro país europeo. Ha sido una política de puertas abiertas que ha tenido excelentes resultados económicos para el país y que, con todas sus insuficiencias, ha marcado una importante diferencia respecto a la actitud de la mayoría de países europeos. Alemania no es inmune, sin embargo, a los vientos xenófobos que soplan en el continente. Hasta ahora se circunscribían a los deprimidos núcleos de la antigua RDA, pero ahora llegan a la orgullosa Baviera, donde el declive socioeconómico de la población no explica su auge. Y de Múnich viaja en vuelo directo hasta Berlín. El endurecimiento de las exigencias de Merkel en las últimas semanas es la muestra. El optimismo es una frivolidad temeraria en la Europa que vivimos.