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JO PUNTUA

De hablas y jergas


Desde que se inventó el micrófono el lenguaje, el discurso, se divide –se escinde– en público y privado. Es, claro está, una exageración, una licencia, una cana al aire, que se permite quien suscribe.

Lo que se conoce como «germanía» era una lengua secreta que usaban para entenderse entre sí los ladrones, pícaros y rufianes españoles en los siglos XVI y XVII, al igual que, verbigracia, el caló es el lenguaje de los gitanos. Germanías y jerigonzas no son lenguas propiamente dichas, sino que florecen sobre la base estructural y léxica del sistema lingüístico en que se produce. Son hablas y decires propios del lumpen, vocablo germano que significa «trapo», andrajo, guiñapo, según leemos en el maravilloso –real-maravilloso– libro de Alfonso Sastre –a quien saludamos con efusión– “Lumpen, marginación y jerigonza”.

Walter Benjamin –leemos– argüía una suerte de argot del mundo de los filósofos al que trataba, sin pudor, de «una jerga de rufianes». Algo hermético (traten de leer a Heidegger), como lo son las hablillas delincuentes, las hablas de germanía. Pero lo son, ya se dijo, de uso –y consumo– doméstico, diríamos que «a micrófono cerrado», a diferencia del uso –y abuso– de las logomaquias logorreicas de lo que impropiamente se da en llamar «clase política» –concepto teorizado por Mosca– en que, con los micrófonos abiertos (en «on»), rellenan sus hueros discursos con retahílas y performances del tenor Estado de derecho, democracia, libertades, pluralismo, etc., dirigidas a lavar el cerebro a las masas o, mejor dicho, al público, al «espectáculotariado». Lo que tienen en común germanías y hablas políticas sería el disimulo como verdadero inspirador de sus jergas respectivas en donde el eufemismo («daños colaterales») –y la posverdad– adquieren la forma de disimulo social.

Conclusión (arriesgadísima): la casta política –incluidos los últimos invitados podemitas al tinglado de la antigua farsa– hablan, farfullan, en (neo)lenguaje rufianesco propio de ladrones y pícaros con la salvedad de que estos últimos –los pícaros–, en el siglo áureo, lo eran por hambre, y los actuales por vicio y avaricia.