2018 ABEN. 26 EDITORIALA Armas al servicio de una cultura policial caduca EDITORIALA Lola Villabriga, de 18 años, perdió dos dientes y sufrió una fractura en la mandíbula el pasado 18 de diciembre en Biarritz, al recibir el impacto de un flash-ball lanzado por la Policía en las movilizaciones contra la reunión de preparación del G7 en la localidad labortana. Antoine Boudinet, baionarra de 26 años, perdió la mano el 8 de diciembre en Burdeos, al estallarle una granada lacrimógena lanzada por la Policía en una movilización múltiple en la que coincidieron activistas contra el cambio climático y los chalecos amarillos. El 29 de noviembre la sociedad vasca asistió atónita a la sentencia que ratificó la impunidad de quienes ordenaron disparar la pelota de goma que mató a Iñigo Cabacas el 5 de abril de 2012. Son tres hechos que, en el lapso de un mes, han puesto de manifiesto algunas de las graves deficiencias en los modelos policiales existentes a ambos lados del Pirineo. En su vertiente más superficial –pero no por ello menos importante–, se observa un grave problema con las armas supuestamente «no letales» que la Policía tiene a su disposición. El debate sobre las pelotas de goma sigue aflorando cada cierto tiempo, como si la muerte de Cabacas no fuese suficiente para demostrar su peligro mortal. Las granadas lacrimógenas y los flash-ball, por su parte, acaban de demostrar su carácter altamente lesivo. Con todo, siguen siendo máquinas, objetos inertes hasta que un policía las toma en sus manos. Retirar las armas más peligrosas es un paso importante a la hora de minimizar daños, pero no habrá cambio de calado hasta someter a un urgente examen la cultura policial imperante en los cuerpos de seguridad que operan en Euskal Herria. Villabriga fue herida cuando grababa la actuación policial en un lugar en el que no había disturbios. Los audios del caso Cabacas dejaron en evidencia la insana y sectaria obsesión de Ugarteko con la herriko. Más allá de las armas, el problema de fondo radica en una cultura policial que criminaliza la protesta, convierte al manifestante en enemigo y trata toda disidencia como un problema de orden público.