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Choques de luz


La luz del sol –de por sí blanca– en su viaje «hacia nosotros» se ve obligada a atravesar la atmósfera y a chocar con las partículas que flotan en ella (gotitas de agua, polvo, cenizas, sales…). Fruto de este choque los rayos cambian de dirección (se refractan) y de velocidad (se dispersan, separándose cada uno de los colores que componen la luz). Según sean esas partículas veremos un color u otro inundando el cielo.

Cuando el aire está limpio y seco (como ahora, gracias a un persistente anticiclón centrado en las islas británicas) las partículas suelen ser de tamaño pequeño. En estos casos, los colores que más se dispersan tras el choque son el azul –que lo hace en mayor cantidad– y el violeta. El violeta no lo podemos percibir; así que es el azul el que se adueña de todo cielo.

Sin embargo, cuando el aire está sucio (polvo, cenizas…) colores como el violeta, el azul o el verde –con longitud de onda corta– chocan y se diluyen sin que podamos llegar a verlos. Los amarillos, naranjas y rojos –mayor longitud de onda– sí que aparecen y consiguen teñir buena parte del cielo.

Pero, para que veamos esas tonalidades rojas es necesario que el sol esté bajo, que tenga que atravesar más cantidad de atmósfera y, por tanto, chocar con muchas partículas. Algo que solo puede ocurrir a primeras y últimas horas. Al amanecer, presagiando un empeoramiento; y al atardecer, anunciando buen tiempo.