2019 IRA. 04 TEMPLOS CINÉFILOS La eternidad en sueco Victor ESQUIROL Una pareja compuesta por un hombre y una mujer levita en permanente y cálido abrazo por el frío cielo de Suecia. Una densa niebla les envuelve, pero esta se va disolviendo, poco a poco... y con esto, tanto ellos como nosotros vamos entendiendo mejor la escena. No solo a nivel visual (es decir, superficial), sino también, y ahí está el qué, espiritual. La esfera de lo palpable volvió a colisionar con la de lo intangible en forma de genial metralleta de gags, de la mano de Roy Andersson, maestro de la cinematografía sueca (y claro, mundial), que volvió a ese escenario donde se encumbró. Hará ya cinco años, recordemos, se alzó con el León de Oro gracias a la definitiva “Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia”, sublimación de la fórmula del «tableau vivant», en la que un tropel de espectros nos hablaban, sin quererlo ellos, sobre el absurdo y la entrañabilidad de la comedia humana. Pues bien, ahora llegó el turno de “About Endlessness”, libre adaptación de los cuentos de “Las mil y una noches”; extensión, al mismo tiempo, de un corpus fílmico en el que encontramos una de las tetralogías más importantes que dicho arte nos haya dado jamás. La cuarta parte de esta obra maestra por fascículos siguió incidiendo en las formas y las inquietudes de un artista que, a pesar de su gusto inquebrantable por la cámara estática, se muestra siempre inquieto. La eternidad se redujo pues a apenas hora y cuarto de metraje. Setenta y pocos minutos en los que los tonos grisáceos marca de la casa otorgaron una humorística decreptiud a esas pequeñas escenas sin aparente importancia, pero que en realidad iban desvelando todos esos detalles que definen a ese desastroso milagro: la humanidad. Y del cielo, descendimos, en picado, al infierno. La caída libre la firmó Václav Marhoul, director checo al que se le ocurrió presentar “The Painted Bird” (y por aquello de compartir responsabilidades, remarcar que a alguien del comité de selección de la Mostra se le ocurrió programarla a Concurso). La cosa, por así llamarla, fue un via crucis. Un paseo dantesco por el infierno de lo humano. Un niño judío se refugió en casa de su abuela (ilocalizable en la ruralidad eslava) durante la Segunda Guerra Mundial. Pero ese remanso de seguridad le duraría poco. Lo que le esperaba, eran casi tres horas de sufrimiento; de paliza (literal y figurada) en un intolerable recorrido por los peores crímenes que se nos puedan ocurrir. El guion parecía una transcripción de un código penal; la voluntad no era otra que la de machacar, sin piedad, tanto al protagonista como al espectador. Sin más justificación que un sadismo que, efectivamente, demasiado cerca anduvo de lo criminal. Por último, Atom Egoyan siguió dilapidando su reputación en “Guest of Honour”, aunque no de forma tan flagrante como cabía esperar. El hombre firmó el enésimo thriller turbio en su carrera, con la falta de decoro y de sentido del ridículo que tanto han caracterizado sus últimos trabajos. Se siguió todo con esa mezcla de interés y burla en la que tan bien se siente. Y ya.