2020 OTS. 26 TEMPLOS CINÉFILOS La Berlinale en femenino Victor ESQUIROL Llegados al ecuador de la 70ª edición de la Berlinale, declaro que esto no es un festival: esto es un escándalo. Este año, en Berlín, la tarea más complicada es conciliar el sueño. Es casi misión imposible, hasta el punto en que, cuando por fin nos estiramos en la cama, no hay manera de que se cierren los ojos. Los párpados no pesan, porque el cerebro sigue dando vueltas a las películas que le han sobre-estimulado. Esto no es un escándalo, es directamente un abuso. Estaba el panorama abarrotado de títulos memorables y de autores que llegaban a la cita con ganas de agitarnos, pero estaba por llegar el más deseado. El que ahora mismo, a lo mejor, ostente el estatus más sagrado en los sacros templos de la cinefilia mundial. Estábamos al borde de la extenuación, y vino Hong Sang-soo con “The Girl Who Ran”. El hombre, por cierto, tenía algo preocupada a la parroquia. Después de una década altamente productiva, se tomó un año de descanso tras insinuar en su última película hasta la fecha (“El hotel a orillas del río”), que aquello, a lo mejor iba para largo. Pero volvió por fin, y lo hizo con una cinta destinada a convertirse en una de las cimas a batir esta temporada. Va a ser difícil. El cine de repeticiones y variaciones del genio surcoreano tomó un desvío inesperado: el relato autobiográfico (de esto va su filmografía) pasó a ser escrito por mujeres. Lejos de la influencia siempre tóxica de los hombres, ellas encontraron el espacio, el tiempo y las vibraciones que tanto necesitaban. Y con ello, a la humanidad entera se le concedió la oportunidad de sanar. Fue hora y cuarto de cine escandalosamente bonito. El lenguaje fílmico sublimó en la precisa sencillez del zoom y el plano secuencia; las noches de borracheras y sexo culpable se cambiaron por luminosos destellos de empatía humana. Estábamos en manos femeninas, y supervisados por Hong Sang-soo, ese gigante que no para de crecer: nada malo podía pasarnos. Y efectivamente, las buenas sensaciones siguieron con “Never Rarely Sometimes Always”, estupendo drama indie en el que Eliza Hittman visibilizó el calvario del embarazo no deseado en la adolescencia. Lo hizo apoyándose en la desarmante sinceridad del primer plano, y también en el magnético rostro de Sidney Flanigan, desde ya una de las mayores revelaciones de la temporada. Ahora la feminidad era ese magnífico tesoro desamparado en la soledad, y fortalecido en la sororidad. Hubo tiempo para llorar, pero también para sonreír, sin que en ningún momento nos sintiéramos emocionalmente manipulados. Las mujeres seguían al poder, y no había ningún motivo para arrebatárselo. Y como la tercera película de la jornada sí que tropezó (“Favolacce”, de los hermanos D’Innocenzo, provocador pero fallido cuento oscuro sobre la familia como prisión de la infancia) dimos la palabra a Hillary Clinton, quien se dejó ver por Berlín a razón de la presentación de un documental dedicado a su persona. Quien se quedara a las puertas de ser la primera Presidenta de los EEUU señaló a Donald Trump como el peor enemigo de la democracia, a Harvey Weinstein como el monstruo que es y recordó la larga senda que todavía debe recorrer el movimiento feminista. Y claro, seguimos aplaudiendo.