2020 API. 18 Elkarrizketa IÑIGO GARCÉS «CABEZAFUEGO» MÚSICO «Conducir despacio me ha enseñado a conducirme despacio en la vida» De Atarrabia a Ereván, la capital armenia, a cuarenta kilómetros por hora de media, conduciendo por carreteras secundarias de Eslovenia, Hungría, Georgia… en una vieja furgoneta cargada con micrófonos, latas de fabada de un euro y Pachuco, su inquieto perro, el músico Íñigo Garcés, Cabezafuego, realizó el pasado verano un viaje y una residencia artística. Patxi IRURZUN Lo mejor de los viajes suele ser a menudo contarlos. Y en el caso de Cabezafuego (integrante y pilar en muchos casos de grupos como Mermaid, Bizardunak, Atom Rhumba, entre otros muchos, y autor en solitario de dos recomendabilísimos trabajos: Somos Droga y Camina conmigo) cuenta el suyo dos veces: en el blog en el que dejó constancia de su viaje –un viaje, como deben de ser todos los viajes iniciáticos, salpicado de peripecias; un viaje que le ha cambiado la vida–; y en la música que compondrá tomando como base esta experiencia y los “10146 ruidos”, así se llama su proyecto, que fue grabando en el recorrido. Esta última –crear un banco de sonidos– era la premisa con la que consiguió la residencia artística que le llevó hasta Armenia. «Me enteré de la convocatoria de una residencia artística en Armenia, promovida por el Centro de Arte Contemporáneo de Uharte. Fue verlo y saltar algún resorte que me dijo: proponles tu majarada. Era una estancia de un mes, pero les camelé para ir por mi cuenta en coche, a la aventura, con tiempo indefinido, hasta llegar allí. El dinero destinado a los aviones, me lo gastaba en gasolina, yo me buscaba la vida para aparecer por allí a tiempo... Salí con dos meses de antelación», nos cuenta el músico navarro. A cuarenta por hora Antes de partir, Íñigo Garcés cerró todos los trabajos pendientes que tenía en su taller de serigrafía de Atarrabia y probó parte de su equipo de grabación dándose un paseo en bicicleta con un casco con cámara y micrófono acoplados, en plenos sanfermines. Y, superada la prueba, comenzó el viaje. De una vorágine a otra; o quizás no tanto, porque pronto optó, o las circunstancias técnicas le obligaron a optar por tomárselo con calma y conducir despacio: «Tengo una furgoneta muy vieja, y si la pongo a cien parece que se va a abrir la tierra y tragarme», explica. «Así que desde el primer día, dejé de apretar... Al principio a ochenta, luego a sesenta... Calculo que la media general fue de unos cuarenta kilómetros por hora. Teníais que verme subiendo los Alpes por ejemplo, a diez por hora... Total, que enseguida vi las ventajas, como el ahorro bestial de combustible, o lo más importante: escuchaba la carretera. Pensad que estaba allí para grabar ruidos, así que iba atento a cualquier cosa, más que sonidos, que no oía nada por el estruendo del motor, eran sensaciones, curiosidades que me hacían parar e investigar. A ciento veinte por una autovía, te lo pierdes todo». El ritmo que Cabezafuego se impuso lo ha aplicado también a su vida, a su manera de tomarse y afrontar las cosas. Le preguntamos si el viaje le ha cambiado y la respuesta es contundente: «Me ha cambiado muchísimo. Llegué a casa en octubre, y sigo sin tener ningún acceso de ira, frustración, tristeza... y antes los tenía a paladas. Te van pasando situaciones en la que que como estás solo, has de tener la mente fría y la calma suficiente para arreglarlas. Aquí igual tenía un contratiempo en el taller y me encerraba a cal y canto durante días sin ver a nadie, algo muy destructivo, y siempre por memeces, la verdad, está claro que somos nuestros peores enemigos. Lo que he tratado es de trasladar todo ese aprendizaje a mi vida cotidiana, y lo he conseguido. He hecho cambios muy importantes, la gente cercana sabe cuáles son y han visto el progreso en mí. No quiero sonar a zumbado que ha visto la luz, pero en las charlas que estoy dando, trato de explicarlo y la gente parece que lo entiende. El conducir despacio también ha sido una técnica aprehendida para conducirme despacio en la vida». El copiloto Pachuco El viaje, a pesar de todo esto, no fue una balsa de aceite. En el blog en el que escribió el cuaderno de bitácora del mismo (www.cabezafuego.com/blog/) nos encontraremos con mordidas en puestos fronterizos, caminos embarrados, carreteras con baches como agujeros negros, rastros de sangre sobre el asfalto o con un extraño tipo con el pelo rojo –el propio Cabezafuego– aporreando con una llave inglesa enormes torres de metal, después de atravesar campos de ortigas con un perro loco: «Pachuco ha sido mi compañero, bastante cabrón al principio, pero también el viaje sirvió para mejorar nuestra relación. Es un perrazo grande que se vuelve loco con los gatos y con cualquier bicho en el monte, y me lió varias de traca... Pero a la vez es muy bueno y dócil, todo el mundo lo adoraba y me abría puertas cuando el idioma no servía (ojo, que nunca lo utilicé para eso). Podía estar horas y horas dentro de la furgoneta sin quejarse, pero también condicionó mucho el viaje, por otros aspectos... pero en general, fue increíble. La naturaleza que exploré con él por esos países, no la hubiera catado solo». Fuera miedos Las aventuras a las que tuvo que enfrentarse Cabezafuego, por otra parte, le ayudaron a desprenderse de sus miedos y a entablar sin recelo y con una sonrisa por delante relaciones en las que, especialmente en la propia Armenia, apreció la generosidad y afabilidad de la gente (en Ereván, por ejemplo se movilizó todo un destacamento de policías y bomberos para recuperar las llaves que se había dejado dentro de la furgoneta). «Los primeros días iba un poco acojonado, que si esto que si lo otro... Yo hace años que no veo las noticias de medios generalistas, me imagino lo que tiene que ser un viaje así para alguien que pasa del método Ludovico de los mass media al viaje y ya directamente me cago encima. Pero pronto te haces a ello, ves que todo el mundo está hecho de buena pasta, o al menos no de mala. No tuve ningún percance con nadie, crucé todo tipo de escenarios, y me di cuenta que incluso si te viene un húngaro en mitad de la nada, gritando con cara de pocos amigos, tú le sacas tu mejor sonrisa y ya te entenderás con él. Una vez superado el miedo inicial, ya puedes hasta dormir en medio de una ciudad con las puertas abiertas de par en par, porque realmente el que das miedo eres tú, un extranjero que apareces allí no se sabe de dónde, con poca pinta de turista…». ¿Y ahora qué? ¿En qué se traducirá todo esto, todo este caudal de experiencias, sonidos, aprendizaje vital?, preguntamos a Cabezafuego: «Para empezar, en tener mi propio banco de sonidos para samplear en futuras grabaciones. Si habéis escuchado mi último disco, Somos Droga, está repleto de ruidos, y ahora puedo hacerlo con los míos, con toda la riqueza que ello conlleva. Yo que tengo muy mala memoria, es oír un sonido, y retrotraerme al momento exacto en el que lo grabé, dónde, cómo, cuándo... Maravilloso. Por supuesto estoy haciendo piezas sonoras con ellos, eso es parte del proyecto que me becaron». Algunas de esas piezas, o de los sonidos que Cabezafuego grabó durante el viaje, se pueden escuchar en las presentaciones que está haciendo –o que estaba haciendo antes del confinamiento– de “10146 ruidos”: «Están siendo fantásticas, para mí al menos», nos cuenta. «Los conciertos estaban plagados de discursos más o menos largos, lo cual muchas veces lastraba el tempo del “chou”, pero ahora ya me suelto a muerte, y la gente se lo pasa pipa, creo. Cuento experiencias, pensamientos, pongo sonidos, canciones, hago participar al público jugando con los ruidos... Estoy planeando ya un viaje largo por el Estado, siguiendo con la búsqueda de sonidos, pero también dando charlas. Todo será muy improvisado, quiero que amistades, fans, o quien quiera, pueda organizar algo rápido y sin estridencias en un par de días, porque les avisaré con poca antelación, el viaje me llevará sin rumbo, sin tiempo... Seré un juglar que vivirá de la empatía con la gente». Desde luego, si nos toca una cerca –cuando todo esto acabe– nosotros no nos la perderemos. Y estaremos, por supuesto, atentos a los que depare toda esta peripecia creativa y vital de un artista que, haciendo justicia a su alias, Cabezafuego, es, como pocos, un volcán de ingenio y originalidad.