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Dualismo cabrón


Dos de los discursos más repetidos durante este tiempo se han centrado en recalcar los efectos económicos y éticos de la pandemia. Respecto al primero, el socialista A. Gabilondo lo sugirió diciendo que «la situación política y social será radicalmente otra después de esto». Thierry Breton, comisario europeo de Mercado Interior añadió que, «tras esta crisis se escribirá un nuevo mundo». Poniendo números detrás de esas palabras, el FMI indicó que el paro llegará al 20,8%, la deuda pública subirá hasta el 115% del PIB en 2021, el máximo conocido desde 1902. Y la caída anual del IPC será tal que recordará la sufrida desde la Guerra Civil, lo que suena a racionamiento, mercado negro, cupones y estraperlo.

En cuanto al segundo discurso, diseminado en las redes sociales y en medios de expresión, los efectos en el ámbito de la ética y de la moralidad serán, por el contrario, beneficiosos para los individuos, que, una vez salidos de esta peste, serán mejores personas y ciudadanos, más responsables y más conscientes de pertenecer a una especie, que, al margen de credos, ideologías, dinero, sexo y color de piel, se salvará globalmente o no se salvará.

En el mismo grupo de afortunados, habría que situar a quienes aseguran sin pudor que, gracias al bicho monárquico, han visto por fin la luz y descubierto «lo que es de verdad importante». No seré indiscreto y no revelaré cuál sea esta verdad, porque, lamentablemente, no se especificaba. Otros aseguraban que, si algo enseñaba esta pandemia, era que «había que trabajar más por lo que nos une que por lo que nos separa», un eslogan que, antes del bicho, ya había proclamado el actual alcalde de Iruña y, en fin, no hará falta señalar cómo Maya aplica dicho principio regulativo a la conducta política y a quien le lleva la contraria.

Al leer estas manifestaciones, me vino a la memoria aquella ocurrencia de Hegel, recogida por Unamuno, consistente en aceptar que sería muy higiénico que, cada cierto tiempo, la sociedad se viese sacudida por una peste o una guerra y despertarla así del sonambulismo ético en que está sumida. Otros, en la misma línea pragmática, apelarían a idénticas catástrofes, no solo para aumentar la adrenalina ética de los ciudadanos, sino, mucho mejor, para equilibrar la demografía del mundo, siempre en crecimiento exponencial. Un pensamiento criminal donde las hubiere, pero más común de lo que parece en ciertos dirigentes políticos.

Este dualismo interpretativo produce perplejidad, no porque sea reflejo de un lamentable conductismo moral, que también, sino por el hecho de que el mundo se hundirá económicamente en los abismos del infierno capitalista y, en cambio, el ser humano se transformará en un tipo virtuoso, más solidario y más justo. No cuadra, a no ser que se acepte que los valores éticos son incompatibles en el ámbito de la economía, más aún con los ladrones de la cueva del FMI, intrínsecamente inmorales y a quienes la ética les importa un bledo; solo la ley hecha a su medida.

Según este discurso, el individuo obtendrá un plus de conciencia de los otros, de los que hasta la fecha no tenía noción de su existencia –solo como infierno, que dijera Jean Paul Sartre–; incluso de aquellos que vivían en su mismo edificio. Y ello merced al coronavirus. ¡Quién fuera a sospecharlo!

Lo diré sin sarcasmo. Pensar que seremos mejores ciudadanos y personas después de una peste es producto de un conductismo ético deleznable, paralelo al aparato lacrimal de quien lo sostenga.

Pertenecemos a una civilización experta en catástrofes a lo largo de su evolución. No ha habido época en que la sociedad no las sufriera. Y, sí, es cierto. En el momento de padecerlas, el sistema límbico se siente muy afectado produciéndonos el deseo de ser menos egoístas, pero que, pasado un tiempo, volvemos al que siempre fuimos, como si nada hubiese pasado.

Si el ser humano es incapaz de sacar consecuencias éticas del mal que produce, caso de las guerras, ¿qué efectos éticos obtendrá de una epidemia de la que ignora su raíz?

A propósito del principio de su causalidad, los hay quienes imputan al sistema capitalista y al calentamiento global su culpabilidad. Pero preguntemos: ¿qué sistema capitalista y qué calentamiento global hubo entre 1347-1353 cuando la peste negra o pulmonar se llevó por delante a millones de seres humanos? Y las pestes coléricas del XIX y la gripe de 1918, ¿quién las causó? ¿La divina providencia, como diría el obispo Munilla, pero, no solo, también, el inquilino del Vaticano? ¿O es la propia naturaleza que sigue su evolución per se al margen de la intervención desastrosa del ser humano?

En fin, caso de que influyeran en la mejora moral de la ciudadanía, lo fue por poco tiempo. Los gobernantes, convertidos en idiotas morales, no dudaron en arrojar a sus países a guerras más letales que una peste tradicional. Y ahí siguen. ¿Cómo es posible que nuestra civilización siga manteniendo las guerras como único método posible de solucionar los problemas económicos de quienes dominan este mundo?

Si alguien sale reforzado de estas hecatombes, es el poder económico. Ya es un síntoma que Ana Botín haya sido fichada por el FMI como «asesora frente al coronavirus, ofreciendo su perspectiva sobre las respuestas de los gobiernos a nivel mundial». Una perspectiva en la que el enfoque ético brillará por su global ausencia, pues para el FMI salvar la economía está muy por encima, no solo de mantener la salud de los individuos, sino muy alejada de cualquier ética y justicia distributiva.