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No aceptaremos un nuevo encierro de nuestros hijos


Tal vez sea necesaria una situación de emergencia antes de que podamos encontrar acomodo a la desobediencia civil, no solo en nuestro lenguaje político, sino también en nuestro sistema político. Una situación de emergencia está desde luego próxima cuando las instituciones establecidas de un país dejan de funcionar adecuadamente y su autoridad pierde su poder»; Hannah Arendt, “La desobediencia civil” (1971).

El pasado 14 de marzo el Gobierno de España decretó el estado de alarma y nos ordenó a los padres que encerráramos a nuestros hijos en casa 24 horas al día. La orden de encierro para los menores de 14 años se prolongó durante seis semanas. Los niños debían quedarse en casa mientras las autoridades mantenían en sus puestos de trabajo a miles de trabajadores no esenciales. Todo ello entre rumores y suposiciones acerca de que los niños eran grandes «vectores de transmisión» del coronavirus. Cuando al fin pudieron salir, no pudimos hacerlo en familia. Los parques infantiles estaban cerrados; los parquímetros funcionaban.

A excep ción del ita liano, ningún otro go bierno europeo impuso medidas tan severas a los menores. Sin ir más lejos, en el Estado francés, a pesar del confi namiento, en todo momento se permitió (y se ha vuelto a garantizar cara a un segundo confinamiento) al conjunto de la población salir a la calle una hora al día, incluso en las regiones más afectadas como París y el Grand Est.

En un artículo publicado el 24 de marzo, un «portavoz» de la vicepre siden cia de Asuntos Sociales afirmaba que «si por ejemplo permitimos la salida de los niños menores de 4 años con un adulto, serían más de dos millones de personas por la calle, lo que supondría una nueva situación de riesgo que no podemos permitirnos» (El País, 24-03-2020). Posteriormente, Sebastian Walsh, investigador de la Universidad de Cambridge especializado en Salud Pública, describía esta gestión de «riesgos» como un «presupuesto de interacciones so ciales» que cada país debe decidir cómo «gastar». Por ejemplo, «si usamos una parte en permitir que los niños vuelvan al colegio, no podremos emplearla en conciertos de rock» (elDiario.es, 06-06-2020). Da la impresión de que años de privatizacio nes y recortes en el sistema sanita rio estatal, junto con la tardía reacción del gobierno, dieron como resultado un «presupuesto» tan exiguo que, para tratar de mantener en sus puestos a los trabajadores no esenciales e intentar minimizar así el daño a un sistema económico que no puede parar ni diez días, hubo que ahorrar hasta en los paseos de los más pequeños.

Este confinamiento a la española puede explicarse, al menos en parte, con dos variables muy sencillas. Según datos de 2017, España dispone de 297 camas hospitalarias por cada 100.000 habitantes, incluyendo las de titularidad privada. En 2008 esa cifra ascendía a 320 y en el año 2000 a 365. La OMS recomienda tener entre 800 y 1.000, objetivo que solo cumple Alemania con 800, mientras que la media europea se sitúa en 504 (El Salto, 14-03-2020). Sin embargo, según datos de Eurostat de 2017, el número de policías en el Estado español asciende a 360 por cada 100.000 habitantes cuando la media europea es de 326 y Alemania dispone de 299 (Arainfo, 27-03-2020).

Con todo, a pesar de haber ahorrado hasta en los paseos de los más pequeños y haber aliñado el confinamiento con terror informativo y decenas de miles de multas, el 30 de marzo, con varias comunidades al borde del colapso, el Ejecutivo decretó la suspensión de las actividades no esenciales hasta el 9 de abril.

Sin embargo, nada más conocer el contenido del decreto, el PNV y el Gobierno Vasco, adalides de la sumisión del Estado al capitalismo industrial, se revolvieron contra el mismo y presionaron hasta lograr un resquicio mediante el cual mantener a los trabajadores en el tajo. Así, mientras nuestros hijos debían permanecer en casa en todo momento, nuestro vecino Q no faltó ni un solo día a su puesto de trabajo en una empresa dedicada a la fabricación de armamento para su posterior exportación a regímenes extranjeros (Arabia Saudí, que durante la epidemia ha seguido bombardeando Yemen, es uno de sus clientes habituales).

Tras levantar el estado de alarma, en junio el Gobierno central transfirió la gestión de la epidemia a las comunidades autónomas. Estas últimas, además de contagiarse unas a otras medidas arbitrarias como la mascarilla perenne en exteriores, en su mayoría (con el silencio tal vez cómplice o tal vez interesado del gabinete de Pedro Sánchez) racanearon en el refuerzo de la sanidad, especialmente la atención primaria, y culpabilizaron a la población. Al fin y al cabo, culpar a la ciudadanía evita tener que rendir cuentas ante ella.

Entrado ya el otoño, ante el repunte de la ocupación hospitalaria, el Ejecutivo decretó el 25 de octubre un nuevo estado de alarma, delegando no obstante parte de sus atribuciones en los gobiernos autonómicos. El miércoles 28, el titular de portada de El Correo rezaba: «El Gobierno Vasco volverá a confinar en casa si fracasan las actuales restricciones». Al día siguiente, según el mismo diario, el coordinador de Emergencias, Fernando Simón, afirmó: «Cada vez quedan menos medidas antes del confinamiento». En ningún caso se concreta a qué tipo o grado de confinamiento se refieren.

Sean cuáles sean, hay que recordar que actualmente está sobradamente demostrada la escasa incidencia del coronavirus en los niños, y descartada totalmente la posibilidad de que sean grandes «vectores de transmisión». Asimismo, es sabido que el riesgo de contagio en exteriores es bajo. Por todo ello, consideramos que está absolutamente injustificado un nuevo encierro total de los menores. Los gobiernos central y autonómicos deben garantizar, junto con los ayuntamientos y movimientos sociales (quien calla otorga), la posibilidad de esparcimiento diario de todas las personas, familias y unidades de convivencia. En caso contrario, volveremos a estar en tiempos de objeción de conciencia, insumisión y, tal vez, desobediencia civil.

Nos vemos en la calle.