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La Comuna


Afortunadamente el recuerdo se puede imprentar. Y esa circunstancia nos ha permitido que gracias, entre otros, a Prosper-Olivier Lissagaray, el escritor de origen vasco que participó en los levantamientos de la capital francesa, ahora hace 150 años y nos dejó escrito "La Comuna de París", sepamos de aquel movimiento revolucionario. Conocemos que hubo miles de hombres, mujeres y adolescentes que se levantaron contra el poder establecido, contra los símbolos que ese Impero francés que parecía morir tras la guerra contra Prusia.

Los aniversarios sirven para retomar la historia donde la dejamos. El hilo conductor es más grueso de lo que imaginamos. Para Samir Amin, a quien he leído hasta en sus recodos más sencillos y que han calificado tras su muerte reciente como el pensador neomarxista más importante de las últimas décadas, hubo dos grandes revoluciones en la historia de la humanidad antes de las del siglo XX. Una, la poco valorada del «Reino Celestial Taiping» (1851), en China. La otra, la Comuna de Paris, en 1871.

La Taiping fueron trece años, la de la Comuna 72 días, hasta que los defensores del capital y de la idea imperial triunfaron sobre los parias. Sucede que estamos a dos pasos de París y a miles de kilómetros de Nankín y por eso somos europeos. Aunque bien es verdad que en ese 1871 que ahora recordamos, la mayoría de nuestro pueblo había abrazado una vía dinástica que condujo al desastre ya en el siglo XX, la carlista.

En Paris se celebraron elecciones en marzo de 1871 y los revolucionarios obtuvieron 66 asientos de un total de 80. La mayoría, seguidores de Louis Auguste Blanqui, un personaje que entonces estaba en prisión. Revolucionario con un excelente verbo, Blanqui es otro de los olvidados por la historia. Marx alabó su dialéctica, pero más adelante le achacó los errores de la Comuna. Hoy se le etiqueta como socialista libertario.

Apenas tuvo unos días la Comuna para desplegar su ideario. Abolió el servicio militar obligatorio, los turnos de noche de los panaderos, separó la Iglesia del Estado, igualó los sueldos de funcionarios, dirigentes y obreros, derogó y destruyó simbólicamente la guillotina... pero se olvidó de lo principal, de la madre de todas las guerras, de algo que unánimemente le criticaron desde Lissagaray hasta Engels: el control del dinero, del Banco de Francia que, incomprensiblemente, y por un rechazo a las formas burguesas, permaneció en poder de los reaccionarios.

La acción de las elites económicas, dirigidas por Adolphe Thiers fue implacable. Una calle de Baiona honra la memoria de este criminal. Ejecutaron indistintamente a hombres, mujeres y niños, a los prisioneros que iban tomando por el camino y que suponían simpatizantes de la Comuna. Y para dar un toque democrático a su apuesta, organizaron elecciones municipales en Francia, excepto en París, donde la Comuna ya las había adelantado.

El resultado de estas elecciones no dejó de ser sorprendente. Francia tenía 35.000 municipios y pueblos. Los seguidores de Thiers y la derecha no llegaron a alcanzar siquiera el 10% de los votos emitidos. Solo la fuerza y el poder les mantuvo vivos. Thiers, acorralado democráticamente, pidió ayuda a su mayor enemigo, Prusia, para echar a los comuneros. Así intercambió prisioneros, fue autorizado a constituir una tropa y, con el apoyo del Banco de Francia y de la Iglesia, organizó en unas semanas un Ejército de 130.000 hombres. La reconquista de París estaba en marcha. El 28 de mayo concluía la propuesta popular, después de los días más sangrientos que ha conocido la historia de Francia.

No puede faltar en esta crónica Lissagaray: «El siglo XIX no vio nunca semejante degollina después del combate. Solo las hecatombes asiáticas pueden dar una idea de esta carnicería de proletarios». Marx también dedicó tiempo a la represión: «Para encontrar un paralelo con la conducta de Thiers y de sus perros de presa hay que remontarse a los tiempos de Sila y de los dos triunviratos romanos. Las mismas matanzas en masa a sangre fría; el mismo sistema de torturar a los prisioneros, las mismas proscripciones, pero ahora de toda clase; la misma batida salvaje contra los jefes escondidos, para que ni uno solo se escape. No hay más que una diferencia, y es que los romanos no disponían de ametralladoras para despachar a los proscritos en masa y que no actuaban «con la ley en la mano» ni con el grito de «civilización en los labios».

Para Marx, la Comuna fue algo más que la Insurrección de 1848, «el mayor acontecimiento del siglo XIX». Con ella comenzó, como también lo apuntó Eric Hobsbawn, la era de las revoluciones. Pero ninguno de los movimientos políticos posteriores hizo suyo su espíritu. Algunos, como Marx, porque consideraron la época poco madura para revoluciones. Otros, como el anarquista Kropotkin, porque hubo un «exceso de libertad». En fin, la generalidad, hizo saber que el movimiento comunero no tuvo una dirección visible y que fue una expresión espontánea. Para tal olvido, el coste fue enorme. Thiers, disfrutando de su victoria llegó a afirmar: «El socialismo ha sido eliminado por un largo tiempo». En esas están aún, convirtiendo el lema en campaña de la derechista madrileña Isabel Díaz Ayuso, para un mayo de 2021.

Marx dejó para la posteridad una frase que aún hoy seguiría activa: «El grito de ‘república social’, con que la revolución de febrero fue anunciada por el proletariado de París, no expresaba más que el vago anhelo de una república que no acabase solo con la forma monárquica de la dominación de clase, sino con la propia dominación de clase. La Comuna era la forma positiva de esta república».

Y los comuneros derrotados, otra que resuena en numerosas esquinas de nuestro planeta. De 1871 a 2021: «Rechazamos la centralización despótica, irracional, arbitraria y onerosa impuesta por la monarquía, el imperio y la república parlamentaria. Tenemos la misión de realizar la revolución moderna, la más larga y fecunda de todas las que han iluminado la historia».