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20 AñOS DEL CASO UNAI ROMANO

20 años de la prueba de tortura más evidente pero igual de negada

Ayer se cumplieron dos décadas de la detención, incomunicación y tortura sufridas por Unai Romano. En estos 20 años, el gasteiztarra se ha convertido en el rostro de la tortura gracias a la imagen de su cara desfigurada, publicada meses después. Las redes se encargaron durante la jornada de ayer de recordar que no se trata de un caso aislado.


Unai Romano fue arrestado por la Guardia Civil el 6 de setiembre de 2001, hace ayer 20 años, bajo la acusación de «colaboración con banda armada», algo de lo que a la postre sería absuelto. A ello le siguieron varios días de incomunicación. Bajo aquel régimen, los interrogatorios por parte de agentes del instituto militar fueron constantes, siempre acompañados, tal y como relató el propio gasteiztarra, de golpes en la cabeza con palos forrados, la conocida técnica de tortura de “la bolsa”, electrodos en los genitales, ejercicio físico y amenazas con acabar «como el Lasa ese» o incluso la detención y muerte de su madre. [El testimonio de lo sufrido por Romano durante aquellos días se puede consultar íntegramente en NAIZ].

Romano denunció las torturas ante la forense en la comisaría y al ver su estado, con la cara y la cabeza completamente hinchadas, fue trasladado a un hospital. Allí le diagnosticaron un edema. También denunció el maltrato ante el juez de la Audiencia Nacional Guillermo Ruiz Polanco, que, según contó el propio Romano, hizo caso omiso de sus palabras. «Le comento las torturas y malos tratos que he sufrido y empiezo a contárselas. Al cabo de medio minuto, me interrumpe diciéndome que lleva muchos años trabajando con la Guardia Civil y que mucha gente dice sufrir las torturas y que no me cree. Dice también que, además, al no haber declaración policial, que ese no es el sitio indicado para denunciarlo, y que vaya al Juzgado para poner una denuncia».

Punto de inflexión

La denuncia interpuesta posteriormente fue archivada definitivamente en 2006. En aquel caso, la jueza argumentó que no apreció indicios de malos tratos en comisaría y avaló la teoría policial de la «autolesión» como origen de las lesiones tras el arresto o la posibilidad de que se hubiese golpeado con una puerta.

Y es que de los más de 5.000 casos censados de tortura en Hego Euskal Herria, tan solo ha habido 20 sentencias condenatorias firmes, todas de hechos acontecidos entre 1979 y 1992, ninguna posterior en el Estado español. Resultó significativo el caso de Igor Portu y Mattin Sarasola (2008), con condena en Gipuzkoa, absolución luego en el Tribunal Supremo y calificado finalmente como «trato inhumano» por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Para explicarlo, el estudio del Instituto Vasco de Criminología publicado en el año 2018 destaca que, desde finales del siglo anterior, se fueron imponiendo en el Estado español formas de tortura que no dejaban marcas, como la «asfixia seca» (la citada “bolsa”). En cualquier caso, resulta notorio que, cuando sí se han dejado huellas (el caso de Unai Romano es el más conocido aunque no el único), tampoco han llegado las condenas, lo que revela un blindaje absoluto para garantizar la impunidad.

Si bien no ha habido condenas estatales en los últimos 24 años, desde 2010 sí se han producido diez sentencias del Tribunal de Estrasburgo contra el Reino de España por no investigar torturas, la mayoría de ellas a ciudadanos vascos, lo que indirectamente delata ese sistema de impunidad.

Sin embargo, el caso de Romano sí supuso un punto de inflexión para gran parte de la sociedad civil y política, que se encontró de frente con una realidad, hasta ese momento, ocultada. El caso, de esta forma, escapó, al menos, a ese blindaje mediático.

GARA llevó a su primera página en octubre la imagen del hinchado rostro de Romano, así como posteriormente el testimonio íntegro del joven gasteiztarra. La práctica de la tortura, invisibilizada en multitud de ocasiones, resultó imposible de ocultar esta vez. Esa fue la diferencia real entre este y los otros 5.656 casos ya documentados de tortura en las últimas seis décadas en el sur del país.

El caso, en las redes

Ayer, veinte años después, el caso de Unai Romano volvió a la actualidad gracias al eco de las redes sociales. La diputada de EH Bildu Mertxe Aizpurua recordó, además, que no se trata de un caso «aislado». En el mismo sentido, la coalición soberanista señaló que «la diferencia entre este caso y otros muchos es que a Unai le hicieron una foto que fue publicada, algo que no ha ocurrido con el resto de miles de personas torturadas. Para todas ellas, verdad, justicia y reparación».

Sortu también quiso recordar el caso, insistiendo en que son 5.657 las denuncias de torturas recogidas hasta la fecha. «La tortura sigue sin ser reconocida ni reparada. Y los aparatos que lo permitieron siguen en su lugar», lamentó.

A la impunidad judicial de los casos de tortura se le añadió en los mensajes de las redes la denuncia contra el papel jugado por los medios de comunicación durante décadas para silenciar el maltrato en comisaría.

El impacto de la fotografía de Unai Romano ha traspasado en numerosas ocasiones las fronteras de Euskal Herria. El 14 de febrero de 2020, con motivo del Día Contra la Tortura, el expresident catalán Carles Puigdemont se hizo eco de la historia, narrada en Twitter por el periodista vasco Igor Goikolea, multiplicando el alcance de la imagen. Gabriel Rufián, por su parte, llevó la fotografía y el testimonio de Romano al Congreso de los Diputados. Ayer también fueron numerosas las voces que llegaron desde el Estado español haciéndose eco del testimonio narrado por el gasteiztarra y, sobre todo, de aquella icónica instantánea tomada hace ya dos décadas en Madrid.

Se da la circunstancia de que esta misma fotografía ha sido utilizada también con otros fines. Conocido, y muy llamativo, fue el caso en el que la oposición venezolana publicó la imagen con el objetivo de denunciar interrogatorios ilegales y torturas por parte del Gobierno de Nicolás Maduro.

«Me dicen que soy el único hijo de puta que no ha hablado y que voy a salir como el Lasa ese»

«Alrededor de las 4.00 del día 6 de setiembre de 2001, estoy durmiendo y me despiertan unos ruidos. Salgo al pasillo y veo unos guardias civiles discutiendo con mis padres. Me acerco y me preguntan si soy Unai Romano, a lo que contesto que sí (...) Me dicen que estoy acusado de ‘colaboración con banda armada’(...) Me meten en una furgoneta, al rato, y sin esposar me llevan a Madrid. El viaje se realiza a gran velocidad, según deduzco por el ruido que saca el motor. Durante el traslado se mete alguien en donde estoy yo y me pregunta por qué creo que me han detenido. Le respondo que es porque conozco a algún detenido. El me aconseja, como amigo, que colabore. Me dice que hasta el momento ellos se han portado bien conmigo, y que colabore.

Al cabo de un rato empiezan los interrogatorios. Me piden que colabore continuamente, mientras me golpean en la cabeza con unos palos forrados en espuma o cinta aislante. Que si conozco a fulano, que si conozco a mengano, que si puse un coche bomba, que si disparé a alguien (...) Otra cosa que me hacen es la bolsa. Me colocan una bolsa en la cabeza y la cierran aguantándola, y así hasta que me tambaleo. Me lo hacen hasta unas ocho veces en total (...). También me obligan a realizar flexiones. Estoy de pie y me hacen ponerme en cuclillas a esto le llaman ‘el ascensor’ (...).

Durante los interrogatorios oigo gritos de dolor de otra gente. Cada vez están más agresivos y los palazos que me meten son ya de campeonato. Los golpes son siempre en la cabeza y en la frente. No sé cuánto tiempo llevo ni qué hora es (...). Me ponen los electrodos con una porra eléctrica en los genitales, en el pene, en la parte superior de la oreja, y detrás de las orejas (...). Estoy roto y me empiezan a amenazar con que mi novia y mi hermano están de camino y que les van a hacer el doble de lo que me han hecho a mí. Me empiezan a decir que han detenido a mi madre y que está camino del pantano que está cerca de Vitoria (...). Me sientan en una silla y uno de ellos me comunica que mi madre ha fallecido (...).

Se me está hinchando la cabeza y ya no veo nada. El pensamiento me juega una mala pasada y me creo lo de mi madre (...). Me tiene histérico y decido autolesionarme mordiéndome las muñecas».