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La materia


En los tiempos de la construcción narrativa donde la materia no importa, me resultan preocupantes los nudos que, a veces, podemos observar en la izquierda y en el feminismo. Debería ser un quehacer resolver dichos nudos y tejer una mirada común donde el empoderamiento de las mujeres no resida donde nos ubica el patriarcado, como mero cuerpo. Un cuerpo que aparece dibujado como plástico, del que pudiéramos disociarnos, fragmentarnos, ser mercancía, como señalaba recientemente en “La Sexta” la Mala Rodríguez. Un cuerpo que, si miramos hacia Ucrania, nos devuelve la vieja división sexual del belicismo, pero con algunos matices.

Ucrania es uno de los mayores proveedores de «vientres de alquiler», como si un vientre fuera algo externo al cuerpo de las mujeres, un objeto separado de la materia. Se está produciendo una situación inédita: las personas ricas que practican la explotación reproductiva han obtenido una legitimación, voy a dejar de utilizar la palabra «blanquear», en los medios de comunicación españoles para intentar apelar a nuestras emociones por el sufrimiento de los bebés que están en un limbo y de los explotadores de esas mujeres. Explotadores sin una legislación que les permita hacer lo que están haciendo, pero con una campaña mediática que intenta generar la narrativa emocional que avale la explotación reproductiva.

En nuestras fronteras, muchas mujeres jóvenes están viendo incrementada la violencia por parte de quienes ellas consideran sus iguales. Y donde, además, les dicen que la prostitución es un trabajo como otro cualquiera con el que cubrir no solo las necesidades básicas, sino las necesidades de consumo capitalista. Los relatos sobre la sexualidad y violencia se entrelazan en la narrativa patriarcal actual, como si fuera posible, e incluso equivalente, hablar de sexualidad y de violencia. De todo ello se deriva el uso mercantilista de los cuerpos de las mujeres convertidos en meros objetos de usar y tirar, objetos para la construcción de la identidad masculina, ¿de cuál? De la de siempre, la única y verdadera, la hegemónica.

Creo que entre las diferentes corrientes del feminismo deberíamos conseguir tender puentes para generar un mínimo común denominador de aquello en lo que estamos de acuerdo, que no debe confundirse con homogeneizar el pensamiento crítico feminista. Y resaltar las contradicciones para resolverlas, no para enconarnos en debates que solo buscan desacreditarnos desde la definición.

Voy a decir algo que no debería de sorprender y es que estoy segura de que las feministas, como horizonte final, somos abolicionistas del sistema prostituyente como lo somos del trabajo doméstico interno, porque son formas de esclavitud históricas y también neocoloniales. Formas que quieren ser avaladas dentro de la alianza de los diferentes ejes de dominación, o bien como formas de empoderamiento o como formas de supervivencia para las mujeres. En el contexto actual, me sorprende que tengamos tan claro que hay que abolir el trabajo doméstico interno, pero no la prostitución.

Por poner un ejemplo práctico. ¿Cómo podemos trabajar para combatir la cosificación, la mercantilización de las mujeres, en un sistema que avala que los cuerpos de las mujeres se pueden comprar? La prostitución valida a los machirulos, a los constituyentes de la masculinidad. Como señala Nancy Fraser, «con la prostitución los hombres compran ilusión de dominación», el problema es que se lo creen y la practican. Es decir, la prostitución valida y legitima la desigualdad actual. Quizás en Marte exista otra realidad, pero ahorita, acá, es difícil poder defender un análisis de empoderamiento sobre la misma mierda patriarcal.

La industria global de la prostitución, no puede desvincularse de la trata de mujeres y de niñas, ni de la pobreza, ni del sistema patriarcal, ni del capitalismo, ni del racismo, pero sobre todo no puede desvincularse de la cosificación y de la violencia contra las mujeres. No puede desvincularse de las mafias y de los señoros que están ahora mismo en la frontera de Ucrania, y al interior de tantos territorios, así como dentro de nuestras fronteras esperando a cazar y a nutrirse de la máxima vulnerabilidad. La parte de la industria prostitucional (vinculada con el turismo, los vales de empresa para cerrar negocios, las migraciones forzosas, etc.) está invisibilizada, los proxenetas están invisibilizados.

El cómo definamos la sexualidad va a determinar qué prácticas forman parte del imaginario social de lo admisible. Qué prácticas son normalizadas e incluso legitimadas como una necesidad inevitable. Creo que desexualizar la violencia es un eje sobre el que sustentar las nuevas narrativas. Que te violen no es sexual. No estás manteniendo una relación sexual cuando eres violada, ser parte del botín de guerra no es sexual. Ni cuando es sexo solo para una de las partes porque quienes defienden la prostitución como un trabajo así lo señalan. La sexualidad pasa de ser algo que pertenece a los de siempre, a los varones.

Las violencias patriarcales atraviesan, atenazan y disciplinan los cuerpos y las vidas de las mujeres. Todo el peso de esta violencia ha recaído siempre sobre las mujeres, pero ahora con un modelo de hipersexualización de las niñas y las mujeres que nos presenta el cuerpo, como algo maleable, autoexplotable e incluso casi disociado, del que nos podemos alejar para luego volver indemnes a nuestras vidas. El cuerpo como un elemento donde desarrollar la libertad y, que nos va a liberar desde el empoderamiento de la libre elección, sin escenario ni contexto patriarcal. No sé en qué momento nos desligamos del análisis de la realidad.

Ahora bien, es necesario dotar de valor a todas las estrategias de resistencia, de supervivencia para trazar el camino de la rebeldía, de la colectivización del malestar, de la revuelta, del activismo político. Es parte de nuestro quehacer como feministas poner en valor las acciones de miles de mujeres para sobrevivir dentro del sistema patriarcal, que resistimos pese a su violencia. Pero estamos ya hartas de resistir y queremos vivir.