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Marcha sobre Roma, las contradicciones un siglo después

Hace justo cien años, el fascismo tomó el poder en Italia con una operación complicada pero muy eficaz y con la ayuda de la monarquía. Hoy día, los símbolos del partido de Mussolini siguen vivos a pesar de las prohibiciones y en la capital varios barrios son verdaderos feudos de la ultraderecha.

La primera ministra italiana, Giorgia Meloni, el pasado 29 de octubre en una ceremonia ante la Tumba al Soldado Desconocido en Roma. (Filippo MONTEFORTE | AFP)

Ni Benito Mussolini lo hubiera imaginado, 100 años después del día de su toma del poder: un Gobierno en Italia no de centroderecha sino de derecha-derecha, con un presidente del Senado que es hincha suyo, ni más ni menos. No habría encontrado mejor manera de celebrar aquel golpe de Estado. La «Marcia su Roma» que fue inicio de uno de los periodos más terroríficos en la historia italiana. Más de dos décadas, en realidad.

Claro, Giorgia Meloni es mujer y, según la óptica del fascismo, «nadie es perfecto»; sabemos que el movimiento fundado por el Duce en plena tradición futurista -aquella ola artística que resaltaba el movimiento, la velocidad y la guerra («única higiene del mundo»)- despreciaba el ser femenino. A Mussolini le hubiera gustado mucho más un hombre como primer ministro, y sin las discusiones de género que han condicionado los primeros días del Gabinete de «doña Giorgia».

Otro detalle a tener en cuenta: el nuevo Gobierno italiano ha sido el resultado de unos ritos democráticos. La abstención se ha ido por las nubes, hasta casi el 40%, pero al menos el pasado 25 de setiembre hubo una votación electoral y no una toma de poder unilateral, como desde luego ocurrió el 28 de octubre de 1922 y los siguientes días.

«TENGO CONFIANZA»

«La llamada ‘Marcha sobre Roma’ en realidad es un mito que se ha autoalimentado a lo largo de los años. Primero, no fue una marcha. Y no fue sobre Roma, sino en contra de Roma», explica en sus trabajos el profesor Emilio Gentile, uno de los máximos expertos en fascismo. Una especie de golpe de Estado, en eso están de acuerdo prácticamente todos los historiadores. Un golpe que, de todas formas, hubiera podido fracasar si las instituciones en aquellos tiempos hubiesen tenido la fuerza necesaria para frenar las iniciativas y las provocaciones de los «camisas negras». En 1922, Italia era como una pluma que volaba de lado a lado con cualquier ráfaga de viento. Una democracia maleable, fruto de una «victoria mutilada» en la Primera Guerra Mundial, en la que los que habían combatido se sentían defraudados y se veían sin futuro. Muchísimos de ellos empezarían a simpatizar con este fascismo que prometía de todo y aseguraba protección violenta a los poderosos industriales que se veían amenazados por «rojos», socialistas y bolcheviques.

Y cuando decimos violenta, hablamos de ejecuciones y torturas contra los obreros o los trabajadores agrícolas, con porras o puñales, sin freno alguno.

La sangre corría como un río en aquella Italia partida en dos, donde el Gobierno se decantaba siempre hacia los liberales y estaba liderado por Giovanni Giolitti, protagonista absoluto de la vida política del Belpaese desde la última década del siglo XIX. Hombre cínico y seguramente corrupto, había esquivado muchos escándalos simplemente apartándose de la escena, y poniendo en su lugar a algunos de sus delfines o colaboradores más íntimos. Es decir, a unas marionetas.

Giolitti, sin embargo, era un normalizador. Cada vez que aparecía algún partido o movimiento radical, se encargaba de hacerlo «más tranquilo», más apto para las instituciones, como una serpiente que no mata a mordiscos, sino abrazando y apretando hasta sofocar. Lo había logrado con los socialistas y con los católicos del Partido Popular, y también quiso hacer lo mismo con los fascistas, a los que veía llegar con fuerza, sobre todo entre los jóvenes.

La jugada no le salió del todo bien. En 1922, el jefe del Gobierno era una de esas marionetas: Luigi Facta. Un hombre que no tenía ideas propias y que era de hecho un mero portavoz de su «jefe». En las elecciones anteriores Giolitti había abierto las puertas del Parlamento a los fascistas, integrándolos en el «bloque de derechas», pero para Mussolini esto no podía ser suficiente. El exlíder socialista quería todo el bote, la presidencia del Gobierno, y le daba igual lograrlo con o sin violencia.

En el otoño de hace un siglo, el movimiento fascista se sentía listo para la toma del poder. Los ataques eran cotidianos, y las amenazas hacia el propio Estado, también. Ahí llegó la «Marcha sobre Roma», cuando Mussolini encargó a sus colaboradores ejercer la máxima presión posible contra el Gobierno a través de una confluencia potente de militantes en las calles de la capital. El fundador del partido fascista se quedó en Milán, su primer centro de poder, esperando buenas noticias, que tardarían en llegar porque la organización fue pésima, con falta de comunicación y sobre todo de avituallamiento a los «camisas negras». Además, el gobierno de facto no parecía al borde de la caída. El señor «Tengo confianza» fue ingenuo o estuvo mal aconsejado cuando pidió al rey Vittorio Emanuele III de Saboya el ‘Stato d'assedio’, es decir, la máxima protección del Ejército y las instituciones contra el inminente ataque fascista.

Aquí las versiones de los hechos se desajustan, como explica Emilio Lussu en su “Marcha su Roma e dintorni”, uno de los mejores ensayos jamás escritos sobre este tema: hay quien dice que el rey temía sobre todo que su hermano Amedeo, fascista de primera hora, quisiera quitarle la corona. Y que por eso denegó a Facta la protección, desencadenando con ello las dimisiones en el Gobierno.

Otros sostienen que Vittorio Emanuele III directamente no quería problemas con los fascistas, y que por eso después de la despedida del Gabinete llamaría a Benito Mussolini en persona para formar un nuevo Gobierno.

Total, que la «Marcia su Roma» fue en principio un medio fracaso, pero al final un éxito rotundo. Y a partir de entonces, cada 28 de octubre, hasta 1942, sería celebrada por los «camisas negras» casi como una natividad: no la de Jesús, sino la de la «era fascista». Veinte años de terror y violencia que arruinarían las vidas de los italianos.

UN SIGLO DESPUÉS

Hoy día, a pesar de las instrucciones de una Constitución italiana que prohíbe cualquier reconstrucción del partido de Mussolini, el fascismo está todavía muy presente. El mayor y más evidente símbolo es la llama tricolor que estalla en el logo de Fratelli d'Italia de Giorgia Meloni, igual que en los anteriores partidos posfascistas: Movimento Sociale Italiano y Alleanza Nazionale, liderados por Giorgio Almirante y su delfín Gianfranco Fini.

La presencia en Roma de la ultraderecha es evidente, de forma polifacética. No es raro encontrar cruces pintadas en las paredes de las calles y, sobre todo, hay zonas enteras de la capital italiana convertidas en feudos posfascistas. Entre los más conocidos está sin duda Via della Scrofa, anterior sede del MSI, de AN y ahora de FdI: esta larga calle que desde el lado posterior del Senado llega casi a Piazza del Popolo, puerta norte de Roma, tiene un nombre casi ridículo, porque «scrofa» es «cerda». Allí, Ignazio La Russa, el «mussoliniano» nuevo presidente del Senado, ha celebrado su elección sin pensar mucho en su nuevo rol teóricamente imparcial.

Mucho más a la derecha está el «club cultural» Casapound, en la zona siempre central de Plaza Vittorio Emanuele (no el rey que confirmó a Mussolini como jefe del Gobierno, sino su abuelo, el «padre de la patria»). El nombre está inspirado en el poeta estadounidense Ezra Pound, que durante la Segunda Guerra Mundial apoyó al fascismo.

En general, en el inmenso mapa de Roma todo el norte y las localidades situadas aún más arriba son zonas muy de derecha. No es casualidad que en la zona entre Formello y Sacrofano fuera encontrado y llevado a la cárcel uno de los criminales más buscados en las últimas décadas: Massimo Carminati, «El ciego», jefe de filas durante los años 70 del siglo pasado de las formaciones más duras y sanguinarias de extrema derecha, cuando por las calles de la Ciudad Eterna cada semana había un asesinado por razones políticas.

Asesinados por ambos lados, jóvenes comunistas y jóvenes neofascistas, para ser más precisos. Y, a veces, también periodistas, jueces o funcionarios. Carminat -«El ciego» porque perdió un ojo durante uno de estos asaltos- era el punto de conjunción entre la ultraderecha y la mafia, considerado una especie de «Papa negro» cuyas pantuflas había que besar para hacer una carrera política de nivel en la derecha. Aunque viéndolo por las calles pareciera un hombre cualquiera, con un coche aún más «cualquiera». Sus simpatías fascistas estaban fuera de toda duda.

Las mismas formas que ha mantenido Giorgia Meloni hasta hace pocos años, antes del actual momento en que su imagen se ha maquillado muchísimo.

Meloni ha negado, en su primer discurso en la Cámara de los Diputados, cualquier apoyo a todas las dictaduras, «incluso el fascismo». Muchos esperaban alguna palabra más de rechazo hacia el partido de Mussolini, pero Meloni no se ha atrevido, al menos no en este día, que para los nostálgicos de las camisas negras ha sido de nuevo una especie de Navidad. Sobre todo en Predappio, la ciudad de la Romagna en la provincia de Forlì-Cesena, donde está el mausoleo del Duce.

En Roma, la situación ha sido mucho más tranquila, a pesar de algunas provocaciones, como el cartel de Mussolini colgado en un puente cerca del Coliseo.

Y es que en Italia la situación es todavía así, con cuentas pendientes de un pasado que sigue volviendo.