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Dos días sin noche en Jersón

La lucha por el pueblo de Velyka Oleksándrivka abrió una esperanza en el Ejército ucraniano para retomar Jersón, la única capital de provincia en manos de Rusia. Pero la batalla dejó cicatrices, tanto en sus calles como en sus vecinos.

Un puente de Velyka Oleksándrivka destruido por explosiones controladas para obstaculizar el avance del enemigo. (Andoni LUBAKI)

M ijail atiende en un improvisado puesto callejero en mitad de la calle. Con los soldados que vuelven del frente norte de Jersón como únicos clientes, relata la batalla que durante días convirtió el pueblo en un infierno. Cuenta que la cantidad de explosiones y fuegos hicieron de la noche día. No cuesta creerle viendo los destrozos. Un puente volado por explosiones controladas para que el enemigo no pudiera utilizarlo y ralentizar el avance en una tierra que es plana como una mesa. Una Casa Consistorial que a duras penas mantiene el esqueleto de una construcción soviética. A su alrededor, coches destrozados, tanques quemados y docenas de misiles Grad en cráteres donde podría entrar un autobús.

Mijail denuncia que las tropas rusas le echaron de su casa. Fue de los pocos que se quedó en el pueblo, aunque no era pro-rruso, como muchos vecinos. A esos se los llevaron los rusos cuando empezó el ataque. Nadie sabe dónde están, pero en el pueblo no se les espera. Actuaron de informantes de los ocupantes. No quieren ni pronunciar sus nombres.

Tenía su casa cerca del río, relata mientras atiende a soldados ucranianos que vienen a comprar golosinas, pañuelos o pasta de dientes (mucho más no tiene ni le entra en un pupitre escolar). Como comerciante exitoso, su casa era una construcción grande y un poco ostentosa. Con una puerta de entrada para coches desde la calle principal que ahora está agujereada por las refriegas de hace dos semanas.

Victor desde la otra acera habla a gritos con Mijail. Su estridente y grave voz resulta hasta molesta en este silencioso paraje. Los soldados afirman que se quedó sordo cuando un misil Grad impactó en su jardín a principios de marzo. Cuesta mantener una conversación fluida con él. Pero es expresivo y gesticula mucho. Explica que durante dos días no hubo noches en Velyka Oleksándrivka. Al principio y al final de la ocupación. Fue maestro infantil en la época soviética y de matemáticas después de la Perestroika. No guarda simpatía a los rusos. Le trataron mal y no le dejaban entrar en su domicilio ni para recoger sus pertenencias, tuvo que vivir de prestado en la vivienda de un vecino que fue maestro en la misma escuela.

«Al principio, de tanto misil y artillería que lanzaron las tropas rusas, se hizo en invierno primavera. Era como si los días se hubieran alargado, el fuego hacía que la luz entrara por las ventanas y todo parecía un amanecer -dice-. Oía cómo crujían las paredes y explotaban por el calor. Luego vinieron las tropas rusas, pero para entones mi casa ya estaba destrozada. Estoy seguro de que algún vecino prorruso les habló de mis ideas antibelicistas y proeuropeas. Por eso no me dejaban volver a mi casa, no era nada más que escombros, pero tenía mis documentos y bajo la ocupación rusa también me los pedían para cualquier trámite. Podías visitar a los médicos de Jersón y hacer otras cosas sin problema, pero sin documentos no se podía. Cuando los ucranianos empezaron a atacar -prosigue- volvió a pasar lo mismo. El fuego y los vehículos ardiendo hicieron que el cielo brillara, hasta el pueblo se calentó y parecía que era verano en algunas calles».

Un poco de paz cada día

Victor vivía cerca del puente que vio entrar a las tropas rusas. Afirma que esa idea de una Ucrania antirrusa no es verdad. Él no es prorruso, pero las ideas que se muestran en la tele occidental no son verdad del todo, asegura. Es un hombre culto que lee muchos medios occidentales. Sabe inglés, pero no se atreve a hablarlo, le da vergüenza. «En el pueblo, muchos tenían nostalgia de la época soviética y no era raro ver un mural de Stalin si entrabas a casa de alguno. Muchos echaban de menos la estabilidad que había entonces. Había poco, pero había, y nos apañábamos ayudándonos unos a otros. Pero en los 80 muchos nos desencantamos. Yo prefería progresar, social e ideológicamente. El comunismo estaba bien a inicios del siglo XX , pero no ya para entonces», sostiene.

Se despide pidiendo que no digamos su apellido; tampoco quiere fotos. Cree que en esta guerra ni los rusos ni los medios occidentales dicen la verdad. Tiene miedo de que vuelvan los rusos, ya que los considera más listos y mejores soldados de lo que están demostrando ahora: «Siempre lo han sido». Con un carro viejo va a intentar recuperar cosas valiosas, recuerdos o documentos de entre los escombros. No sabe qué hará. Enviudó joven, a los 64 de edad, y ahora, 10 años después, tampoco se plantea un futuro más allá de unos pocos días: «Ya solo quiero tranquilidad y me temo que tampoco la voy a tener. Por eso intento tener algo de paz todos los días, aunque solo sea un poco cada día. La semana que viene, ya veremos».