GARA Euskal Herriko egunkaria
KOLABORAZIOA

Vida normal


Lunes. Doy positivo en un test de antígenos. Desde mi centro de salud una enfermera me pregunta por los síntomas y se detiene en el de la fiebre. «¿Tienes fiebre?», me pregunta. «Sí», le respondo. «¿Pero fiebre, fiebre…?», insiste. «Treinta y ocho», le concreto. Menos «en algún sitio lo he leído» se considera febrícula. Dices «febrícula» y te das cuenta de que está fracturada, hecha de décimas; de que siempre quiso llegar a la unidad pero que no hubo manera; a la pobre siempre le faltó alguna puñetera décima para que la tomáramos en serio, para hacerse respetar; lo mismo le pasó a clavícula que aspiraba a ser «clave». Dices «clavícula» y enseguida notas su fragilidad; se rompe con la mirada.

Tras recetarme paracetamol e ibuprofeno -«puedes alternarlos cada cuatro horas»- y tranquilizarme -«eres una persona sana»-, me cuelga.

He alcanzado el positivo tarde y mal; me ha pillado el coche escoba. Para cuando me he querido contagiar el bicho ya no es ni sombra de lo que era; lo que hubiera supuesto mi llamada hace apenas año y medio… los rastreadores, la incertidumbre, el efecto dominó, la PCR…

Martes. La habitación en que me aíslo se asoma a un patio repleto de colgadores. Alguien debería hacerle un monumento, escribirle una oda. Al colgador, digo.

«Esos chispazos de privacidad, esas banderas emocionales hacen el mundo menos oscuro; más habitable», se me ocurre ayudado por las décimas de la febrícula.

Miércoles. Toso. Toso mucho; como hace mucho que no lo hacía.

Jueves. Mi compañera da negativo. Hablo con ella por el móvil aunque está ahí al lado, en la sala. A menudo las palabras nos reconcilian con el mundo o nos lo hacen, al menos, más amable. También se consigue con una copa de vino o caminando contra el viento. No hay recetas.

Viernes. Salgo a la calle. Es una calle blanda; por lo demás, completamente idéntica a la de otros días. Blanda… no sé si me explico. Hasta hoy no había notado ese ligero desnivel que hay que salvar para regresar a casa y volver a encerrarme en la habitación. No sé qué lectura hará la gente de mi mascarilla. A estas alturas llevarla abre muchas interpretaciones: un misántropo, un positivo, alguien vulnerable, un hipocondríaco... Es plurisignificativa; pura literatura.

Blanda, sí. Por lo demás a la calle no le falta nada.

Sábado. Llueve. Como si no lo hubiera hecho nunca. Me tranquiliza porque ya pensaba -con absoluto convencimiento- que no volvería a hacerlo. Los colgadores se cubren de toldos azules casi simétricos. Hasta mi celda llegan conversaciones, ruidos de cacharros de cocina o de persianas que suben y bajan.

Domingo. Un par de «décimas» que no aciertan a formar la palabra febrícula». Toso menos. Llueve menos también.

Lunes. En mi cita telefónica la enfermera me da definitivamente el alta. «Vida normal», me dice. Me descoloca esa expresión; por lo demás tan habitual: «Vida normal». Nunca había reparado en ella; o al menos no con esta intensidad; con tanta intensidad.

Pongo una lavadora con la ropa de este encierro. Me asomo al patio y la cuelgo.

En fin.