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VISITA A LA REPRESA DE HIDROITUANGO

Violencias en torno a la mayor hidroeléctrica de Colombia

El megaproyecto construido por EPM quiere prender las turbinas este mes, tras cuatro años de retrasos y el desprendimiento que en 2018 provocó la evacuación de miles de personas. Quienes defienden el río Cauca (Colombia) denuncian que la represa es «un arma de destrucción», mientras los promotores de embalse, con participación del BBVA, el Banco Santander y Mapfre, hablan de un desarrollo «por la vida y el medio ambiente».

A la izquierda, visita a Hidroituango, la mayor planta hidroeléctrica de Colombia. Arriba, vistas al municipio de Ituango. (Jairo MARCOS)

Genaro se agarra con fuerza a la barandilla que separa ambos mundos. Discreto de cuerpo, estira la talla y asoma la cabeza por la penúltima ranura; entonces cierra los ojos y mira: el Cauca baja libre y fuerte por su cañón y, a su paso por el Departamento de Antioquia, tierra de tonalidades verdes y ocres al noroeste de Colombia, hace brotar miles de vidas, vidas de barequeras, las buscadoras de oro, vidas de agricultores de café, de yuca y de banano, campesinas del arroz, del frijol y del maíz, vidas de pescadores, la vida ecosistémica de la flora y la fauna del segundo río más importante del país.

«Antes, cuando no tenía la percepción de lo que pasaba a mi alrededor, uno era feliz en el territorio porque podía andar a cualquier hora de la noche, amanecer con los amigos tomando y parrandeando de vereda en vereda, que allí había un baile y allá un festival, y me la pasaba en bestia, que era para nosotros lo más agradable, amanecía la noche y nos íbamos cada quien con nuestra botella de guaro con la chuspa y ande, porque no teníamos peligro de nada y lo pasábamos rico, igual que quienes vivían a la orilla del Cauca, que allá la gente tenía otro tipo de diversión, los paseos de olla».

La bestia de la que habla Genaro tiene forma de caballo, el aguardiente de caña de azúcar se llama guaro, bien metido en su morral o chuspa para que no se derrame en el trayecto, y los paseos de olla son una tradición que refleja la simbiosis del pueblo colombiano con sus ríos, la cotidianeidad de conjugar cada domingo todo tipo de verbos junto al agua, caminar, nadar y pescar, jugar y bailar, cocinar primero y comer después, sestear, lavar la ropa y, por qué no, enamorarse, con el único requisito material de una olla de aluminio, la más grande de la casa, para preparar el sancocho, una sopa de verduras y tubérculos acompañando alguna carne, res o gallina, también los hay de pescado. La vida resumida en el suceder de los días junto al Cauca.

«Después, todo se acabó. No nos podíamos mover a partir de las seis de la tarde». Suena la fuerza de miles de litros de agua. Caen a través de un vertedero temporal convertido en permanente. Entonces Genaro, defensor de los derechos humanos y del río Cauca, abre los ojos y se quiebra. Pero su mirada rota no le ruboriza. La vergüenza y el miedo -piensa- que «se la queden otros».

«Lo último que nos han quitado... porque ya nos han quitado tanto… especialmente todo lo que tiene que ver con el arraigo… nuestra cultura… tantas cosas bonitas que vivíamos antes… eso nos lo quitaron… hasta el miedo nos quitaron».

El Cauca baja maniatado por grandes embalses como Hidroituango y la Salvajina. Y Genaro, cincuenta y ocho años, nariz de boxeador y sonrisa rebelde, tiene las manos desgastadas y endurecidas por el trabajo en el campo. Es campesino, agricultor, cafetero. Necesita un respiro.

SISTÉMICA

Antes y después, tiempo de vida, áspera pero vida, y tiempo de muerte, muerte en vida. Genaro sitúa el parteaguas histórico en los noventa, con la gobernación de Antioquia en manos de Álvaro Uribe (1995-97), más adelante presidente de Colombia (2002-10).

La violencia. Vaya si la ha sufrido el activista del Movimiento Ríos Vivos; atentado bomba incluido en 2013 y todavía hoy amenazado, el nombre sin apellido, las fotos mejor sin rostro identificable. Genaro lo cuenta como quien comparte el argumento de una película de acción.

Como si la violencia fuese una modalidad del existir, Colombia sobrevive hace demasiado tiempo acostumbrada a esa violencia. Tanta que no cabe en los libros. Trata al menos de contextualizarla Blanca Valencia, de Paz con Dignidad. Las injusticias sociales en los orígenes. La lucha por la tierra siempre en el centro, las revoluciones de los sesenta como telón de fondo. Y entonces el surgimiento de las guerrillas, el ELP, las FARC, el ELN. El país abraza el extractivismo a gran escala en la década de los noventa. La resistencia social estigmatizada. Y aparece el paramilitarismo, terratenientes y ganaderos armando su propia autodefensa, una estrategia legalizada gobierno tras gobierno. Todo se complejiza y lo que era un filme de acción se convierte en pesadilla. Surgen los batallones minero-energéticos, la militarización al servicio del extractivismo. Y aparece Estados Unidos. Violencias. El discurso de Valencia teje momentos y actores de un conflicto que parece no tener fin, «veremos con [el presidente Gustavo] Petro», sueña la experta.

DESPLAZAMIENTOS FORZADOS

Las comunidades huyen de las amenazas, de los asesinatos y de los crímenes sexuales. Abandonan sus raíces una vez privadas de sus medios de subsistencia.

«No se van por que haya violencia, hay violencia para que se vayan», resume Raquel Celis, de Zehar-Errefuxiatuekin, la organización que ha posibilitado el viaje periodístico por tierras colombianas.

EL DERRUMBE DEL DESARROLLO

En 2018 el desarrollo se hace drama. El bloqueo parcial de una salida auxiliar para desviar el Cauca activó un efecto dominó de consecuencias. Las fichas fueron cayendo una a una, hasta provocar cientos, miles de desplazamientos, en una magnitud difícilmente mesurable. Lo recoge con detalle el informe «Colombia nunca más. Caso Hidroituango» de la Corporación Jurídica Libertad. El río triplicó su caudal y arrasó puentes, viviendas y formas de vida en corregimientos como Puerto Valdivia. A todo eso lo llamaron contingencia. Una escultura homenajea a pie de presa a quienes participaron en el cierre de las compuertas. Hay lugares que pesan como la culpa.

La ciudad de Medellín, a 170 kilómetros del muro gris, alberga la sede administrativa de EPM. El director del área Ambiental, Social y Sostenibilidad, Robinson Miranda, recibe al reducido grupo de periodistas. Le acompañan una decena de cargos medios. Dan datos, muchos, demasiados. Casi todos están en su web corporativa y el resumen es el siguiente: Hidroituango será la mayor planta hidroeléctrica de Colombia, la cuarta o quinta de América Latina. EPM, que preveía prender las turbinas a finales de 2018, no habla de desplazamientos, sino de «reasentamiento involuntario». Sí revolotea continuamente en su discurso el paradigma del desarrollo, aunque nadie aclara desarrollo de quién ni para quién.

«El desarrollo de Hidroituango es un arma de destrucción. Ellos creen que el desarrollo consiste en tener una casa de cinco pisos. Para nosotros es poder producir comida, cultivar, cuidar el agua, saber que ese plato que llega a la mesa no tuvimos que comprarlo en el supermercado», responde Genaro a la pregunta de qué supone para él la hidroeléctrica.

Más de cuatro horas de reunión sin veto alguno dejan varios titulares:«La presa tiene filtraciones pero las normalitas»; «hay riesgos que corre la humanidad para tener energía limpia»; «Hidroituango no es rentable hoy, pero es indesmantelable». El postulado de EPM, defiende Miranda, es triple: primero «salvar la vida de las personas» segundo «proteger el medio ambiente» y, «si le queda, sacar adelante el proyecto». Admite que el país ya tiene un superávit de 3.000 MW [megavatios], pero que las proyecciones indican una demanda anual creciente, por lo que «la energía de Hidroituango va a ser consumida en Colombia» y será «muy barata».

¿El embalse es seguro? «Las condiciones geológicas son bastante complejas», conceden desde la sala de monitoreo. Al cierre de esta crónica, las autoridades habían evacuado a unas cinco mil personas aguas abajo, y la central ya está comercialmente operativa, si bien su funcionamiento aún no sería total.

Las obras, con varios informes medioambientales en contra, han sido financiadas en gran parte por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que a finales de 2021 decidió desvincularse del proyecto, también con aportaciones de varias entidades extranjeras, entre ellas el BBVA y el Banco Santander. La aseguradora continúa siendo Mapfre, que abonó cerca de mil millones de euros de indemnización por el siniestro de 2018 y prefiere no valorar los censos que se hicieron en su día para cuantificar el número de personas afectadas.

Genaro sube por El Arrequintadero, desde donde disfruta de una vista aérea del municipio de Ituango, al fondo su vereda natal, «toda desplazada», al otro lado campa uno de los actores armados y en la plaza del pueblo merodea el Ejército; los diferentes actores armados compartiendo escena, y la vida fluye violenta, y Genaro que sigue encaramándose cerro arriba.

Observándolo uno recuerda a los escaladores colombianos, ciclistas acostumbrados a los porcentajes de doble dígito. No resulta difícil imaginárselo cosiendo las noches con alguno de sus poemas: «Allá en el río tenía mi hogar / Lleno de dicha y felicidad. / Me daba todo, comida y paz / Y hasta el pescado era mi maná».