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AZKEN PUNTUA

Corona


Una corona de oro y diamantes para un tipo que no ha dado un cetro al agua en su puñetera vida es insultante. Pero una nación en coro regocijándose a su alrededor en un espectáculo de unionismo monárquico anglosajón y extravagante, lo es más aún. Es obsceno y nauseabundo.

Y mientras unos contienen las arcadas en la coronación del mercantilismo, a esta orilla del Canal de la Mancha otros se mueren de envidia y reclaman para Francia el retorno de un rey, como si 230 años después de aquel corte letal de guillotina los tataranietos de los revolucionarios magnicidas hubieran perdido la cabeza por unas páginas de papel couché, como si no tuvieran suficiente con su majestad Emmanuel Macron, heredero electo de la misma dinastía neoliberal de Nicolas Sarkozy en la corte del Elíseo. Hoy, el soberano que se compara con Júpiter participará en uno de los miles de homenajes a los muertos durante la Segunda Guerra Mundial, olvidando que no dieron sus vidas por la patria sino que su existencia les fue arrebatada por aquellos que se sientan en tronos, ya sean reales, republicanos o totalitarios. Para los aparecen nombrados en las lápidas del 8 de mayo, no hay más corona que la de flores. El oro y los diamantes se los quedan siempre otros.