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Triste ciudad


Desde el Palacio Euskalduna hasta la explanada del Guggenheim. Por ahí pedalearon los equipos del Tour mientras eran contemplados por millones de espectadores. Hoy todo es publicidad. “La ciudad pasa a ser un espacio cuyas funciones básicas, vivir y relacionarse, quedan subordinadas respecto a su capacidad como producto”, escribe Jorge Dioni en “El malestar en las ciudades”. La mayoría de los menores de 35 años ignoran lo que sucedió en los años 80 en los astilleros que allí había; borrar el pasado ominoso es una de las especialidades de este capitalismo urbano del consumo desaforado basado en el turismo y la especulación inmobiliaria más feroz. La piedra angular de este Bilbo clónico, el celebérrimo Museo, no es sino una faraónica franquicia, la primera de la neo-ciudad franquiciada y desquiciada en la que nos han convertido.

Todas las urbes son la misma, con los mismos bares, los mismos edificios construidos por los mismos arquitectos, las mismas modernas Casas-Torre de los poderosos del lugar -léase Ibertrola, por ejemplo-, con las mismas tiendas, donde solo varía la imagen corporativa que en mil caras venden las tiendas de baratijas turísticas. Que apenas quede rastro del Bilbo del pasado es menos triste que la destrucción de la que habría sido una ciudad posible, no entregada a los intereses de los poderosos del mundo que usurpan el bien común con nuestra entusiasta colaboración. ¡Qué triste ciudad!