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Mathilda, culpable sin culpa

Escrita hace dos siglos, pero inédita hasta más de cien años después, Nórdica libros recupera ahora esta breve y trágica novela, firmada por la misma autora de “Frankenstein”, Mary Shelley, donde satura hasta el extremo los cánones románticos de la época para representar la afligida y defenestrada figura de su joven protagonista.

Retrato de Mary Shelley por Richard Rothwell, exhibido en la Royal Academy en 1840. (GARA)

La conversión de ciertas obras en parte indispensable de la cultura popular, más allá del indudable mérito que supone tal logro, no las exime de cargar con ciertas contraindicaciones. Tales niveles de repercusión pueden sentirse tentados de eclipsar y llevar hasta el anonimato a sus propios creadores, o en su defecto, invisibilizar más de lo merecido a otros episodios firmados por el mismo nombre.

Aunque con toda lógica dicha problemática puede ser entendida como la queja caprichosa del afortunado, sin embargo es indiscutible que trasladado a casos concretos, como el de Mary Shelley, haber atravesado la historia a lomos de su icónica “Frankenstein”, aupada además por una génesis de lo más atractiva, ha significado ensombrecer, o cuanto menos mantener en un discreto segundo plano, a otros escritos que, quizás no en el aspecto estrictamente literario pero sí en su carácter global, desprenden elementos más que suficientes para ocupar un espacio más relevante que escondidos en un recodo de su trayectoria.

Puede que “Mathilda” no contenga los hallazgos suficientes como para derrocar a ese moderno Prometo al que dio vida la mano de la autora británica, aunque tardara años en ser acreditada, pero sí esconde en su interior, además de un abarrotado banquete sensorial, un juego de naturaleza simbólica en el que es imposible no dejarse llevar por la tentación de tejer paralelismos biográficos. Un elemento difícil de cuantificar precisamente por unas cabriolas líricas incluso excesivas para el propio canon romántico, que sigue a rajatabla pero elevando su grado casi al paroxismo, lo que subraya todavía más su radical expresividad.

Un barroquismo descriptivo, tanto de carácter introspectivo como ambiental, que encuentra parte de su explicación en la genealogía de la propia obra, incrustada en unos momentos personales especialmente dramáticos para su autora. Fechada su elaboración entre los años 1819 y 1820, aunque no sería publicada hasta 1959, por aquel entonces Mary Shelley se encuentra penando la muerte reciente de dos de sus vástagos, devastador terremoto emocional que deriva en un distanciamiento de su marido, el poeta Percy B. Shelley. Condicionantes que difícilmente se deberían obviar a la hora de catalogar una narración que nos presenta a su protagonista marcada desde la cuna, siendo su nacimiento la causa del fallecimiento de su madre, exactamente igual que le sucedió a la escritora respecto a la suya, Mary Wollstonecraft, reputada filosofa feminista e influencia póstuma capital en su personalidad.

Manchada por esa carga mortuoria, el dedo acusador de su progenitor y la consiguiente defenestración y abandono, no hará sino ahondar en ese sentimiento de culpa autoinfligido.

Herida por esa doble pérdida, y contrarrestada por el amor y veneración expresado hacia ambas figuras ausentes, su determinación por abandonarse bajo un enclaustramiento vital, en la tradición “becqueriana”, su aflicción se traslada a un lenguaje casi febril, donde las imágenes relativas a la naturaleza son el decorado para el retrato de un abatimiento psicológico irreversible, donde los versos de John Keats, Samuel T. Coleridge o Emily Dickinson parecen haber sido exprimidos hasta sus últimas consecuencias para obtener un néctar de abigarrado resultado (“Deseaba encontrar un corazón para desahogarme libremente, un corazón que, como una tierra de naturaleza divina, supiera hacer brotar una fruta bendita de una semilla maligna”).

Exacerbado retrato de una renunica a ostentar cualquier merecimiento de paz interior a la que se incorporará de manera definitiva una “prohibida” revelación sobre los sentamientos que su padre alberga respecto a ella, un nuevo giro alrededor de ese gen del pecado original que direcciona hacia su propia responsabilidad.

En ese flagelante alejamiento de la vida mundana, solo dedicada a la contemplación en soledad mientras espera el ansiado final, la aparición de Woodville, como si de un caballero andante -también de pasado tortuoso pero encomiable valor optimista- se tratase, y presentado con todo el boato que demanda el estilo (“Era como un poeta de la antigüedad que hubiese sido coronado en la cuna por las musas y alimentado por las abejas”), la aparente amistad entablada entre ambos, llamada a ser la mano tendida que necesita la joven para recobrar su ánimo, sin embargo caerá en desgracia al no ser capaz de superar un lúgubre reto con el fin de demostrar su unión indeleble. Último vestigio de esperanza desechado y paso previo a la redacción de una carta de despedida, de la que tenemos noticias desde el inicio del libro dado su estructura en retroceso, en la que expresa la cita con su anhelado alivio eterno.

CIEN AÑOS DE ESPERA

Que “Mathilda” no fuera publicado hasta más de cien años después de su realización, y que fuera su propio padre (William Godwin), al contrario de lo que hizo con “Franskstein”, quien paralizara el manuscrito para que no viera la luz, aumenta las posibles e inabarcables interpretaciones que se pueden extraer de una historia a la que, si aplicáramos una comparativa entre los hechos relatados y aquellos vividos por los personajes reales, tendrían muchos -quizás demasiados- puntos en común.

Una polémica lectura que se puede afrontar tanto como un extenso y frondoso poema en prosa, dada su vertiente lírica; a modo de ejercicio anacrónico de estilismo romántico o como una ambigua pero osada visión de la naturaleza femenina, sumisa históricamente a anidar la culpa de los desmanes a la que es sometida, pero también decidida, aunque sea expresada en clave desesperada, a romper con todos los lazos arbitrariamente atribuidos a su condición, ya sean paternales, maritales o gestantes.

Más allá de conjeturas, o justamente recopilando todas ellas, las virtudes del libro hoy en día recalan precisamente en esa capacidad para atraer y/o fascinar al lector partiendo desde una perspectiva premeditadamente recargada y una desmesurada manera de plasmar el dolor. En su reducida extensión, la historia encuentra espacio para retar a la invencible esencia de la tragedia con una catarata de heridas palabras, porque a veces la única manera de interpretar lo inexplicable es buscar los lugares más indómitos donde el lenguaje puede llegar.