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Hay que acabar con los violentos...


Uno de los ejemplos de resistencia popular más interesantes en la historia del siglo XX fue sin duda el levantamiento de los judíos del gueto de Varsovia contra los nazis. Las fuerzas ocupantes alemanas, además de expropiarles tierra y propiedades confinándolos en guetos como este, en que malvivían más de 300.000 personas, estaban aplicando un plan de exterminio llevando a la población judía a campos de concentración y muerte. Los judíos del gueto de Varsovia, organizados por los más jóvenes, se levantaron contra los nazis, tomaron control del gueto, ajusticiaron a los que colaboraban con el Tercer Reich, organizaron atentados con explosivos, lanzaron granadas, bombas molotov y resistieron con los pocos fusiles y pistolas que tenían a su alcance por más de ocho meses. Finalmente el levantamiento fue sofocado con la muerte de más de 13.000 judíos y el envío de los restantes 50.000 al campo de exterminio de Treblinka y a otros cercanos.

Es interesante reflexionar que en la rebelión del gueto de Varsovia los judíos, con absoluta legitimidad, dadas las condiciones en que se encontraban y el exterminio al que se veían sujetos, organizaron atentados y dispararon a matar contra numerosos soldados nazis ocupantes. No obstante, a nadie en su sano juicio se le ocurriría decir que dichos atentados los convirtieron en terroristas, ni menos aún justificar el nazismo como ideología o la ocupación nazi de Polonia, utilizando como argumento las muertes de los alemanes ocasionadas por las bombas o las balas de los judíos del gueto. La pregunta que a partir de esta reflexión queda en el aire es muy sencilla: ¿Porque hoy cuando los Palestinos se defienden del terror sionista en Gaza no se los mide con la misma vara?

Los palestinos, a partir de la Nakba, vienen experimentando una política de ocupación de su espacio vital, asesinatos sistemáticos y humillaciones muy similares a las que vivieron los judíos en la Varsovia ocupada por los nazis. Es interesante la analogía tan cercana que se puede trazar entre la Gaza de hoy y el gueto de Varsovia. Una Gaza bloqueada con apenas alimentos y medicinas, como lo fue el gueto en que solamente se podían consumir 184 calorías al día; rodeada por muros y alambradas, igual que el gueto; flanqueada por todas partes por puestos militares de los ocupantes, con una densidad poblacional de más de 4.000 personas por kilómetro cuadrado, la más alta del mundo, y solamente comparable con el despropósito de los nazis que metieron al 30% de la población de Varsovia en el 2% de su territorio.

En condiciones tan similares, la respuesta de los habitantes de la franja de Gaza, como no podía ser de otra manera, se parece mucho a la que tuvieron en su momento los judíos de Varsovia. Es decir, entendamos que la lucha del pueblo palestino no puede calificarse de otra forma que de resistencia armada contra un ocupante violento y genocida. Equiparable a cualquiera de las que, en los libros de historia de los mismos países que la condenan se glorifican, entre ellas la guerra de independencia norteamericana o la resistencia española contra la ocupación francesa en el siglo XIX. Que yo sepa, en ninguna de ellas se disparaban flores ni se levantaban las manos para mostrársela al ejército ocupante al grito de «estas son nuestras manos».

Es necesario desmontar a los medios del poder que nos venden a la víctima como verdugo y al verdugo como víctima. Pero igual de importante es ir más allá del tópico supuestamente pacifista esgrimido por los progresistas neoliberales que «condena la violencia en abstracto» y mete en la misma bolsa a quienes agreden y dominan amparados en el poder económico y a quienes simplemente se defienden en situación, para colmo, absolutamente desigual. En ese sentido es absolutamente antiético e irracional plantear equidistancia entre la muerte de 150 civiles (de los cuales una buena parte son niños) por el lado palestino y cinco invasores israelitas muertos.

Es necesario, en este sentido, señalar claramente a quien impone la violencia como norma en las relaciones, entendiendo además como violencia no solamente la agresión militar, sino la ocupación del espacio, la humillación constante, el racismo estructural y la peor violencia que constituyen la pobreza y el hambre como las más eficientes «armas de destrucción masiva» con las que se impone el poder económico sobre los pueblos del mundo.

Hay que acabar con los violentos, sin duda, pero para ello hay que señalarlos claramente: los que bombardean ciudades para monopolizar el petróleo, los que echan el alimento al mar mientras negocian con el hambre de media humanidad; los que saquean países y contaminan el aire para engrosar cuentas en Suiza; los que producen armas y se las venden a niños; los que ocultan vacunas hasta acabar con su stock de medicamentos; los que reciben rescates multimillonarios mientras desahucian a las familias dejándolas en la calle; los que amasan grandes fortunas explotando a los trabajadores y trabajadoras del mundo, ellos... sabemos quiénes son, los de siempre, los que tienen el sartén por el mango y el mango también; en definitiva los dueños del capital. Pero que sepan que han llevado las cosas demasiado lejos, que estamos cansados y tienen sus días contados.