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País, patria y nación


El filósofo polaco Tatarkiewicz, en “Historia de seis ideas”, aconsejaba, antes de debatir cualquier concepto, definirlo. Se evitarían explicaciones inútiles y el bochornoso espectáculo de un diálogo entre besugos. De hecho, eso es lo que sucede cada vez que los políticos peroran sobre España, término al que acuden como abejas a un panal sus fieles escuderos como país, patria, nación y Estado. Cuatro conceptos distintos, pero, ¿solo un galimatías verdadero? Y, ojo, porque no son sinónimos. En una lengua no los hay, sino palabras con un significado exacto.

Cuando interesa es nación. Cuando no, Estado. Y, sobre todo, es patria y país. Podría decirse que España es la confluencia de cuatro significantes con significados diferentes. Y como quiera que la relación entre el significante E-s-p-a-ñ-a y el significado -el que le demos-, es arbitraria, el galimatías conceptual resultante solo se resuelve desde la autoridad política y que, remedando al Humpty-Dumpty de Lewis Carroll, quedaría así: «Las palabras significan lo que yo diga, que para eso soy el amo».

Sería de agradecer que en las Cortes españolas cada vez que hubiese un debate sobre el estado de la Nación, una moción de censura o una investidura presidencial, el parlamentario de turno antes de intervenir en el hemiciclo definiera qué entiende por cada uno de esos conceptos aludidos, que, sin duda, repetirá en su discurso, pensando que el resto de los parlamentarios presentes entienden lo mismo que él cada vez que dice país, patria, nación y Estado. Y España, claro. O, peor aún, quizás, considere que lo que él entiende por esos conceptos es la verdad patriótica inapelable. Y, entonces, sí que hemos dado con un Humpty-Dumpty de verdad.

Y, si entienden igual, ¿a qué definición de España nos agarraremos cuando oímos sus significantes? ¿A los del DRAE? Las primeras acepciones que trae el DRAE ofrecen este abracadabrante panorama: «País. Territorio constituido en Estado soberano. Patria: f. Tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos. Nación:1. f. Conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo Gobierno. Estado: Estado integrado por unidades políticas no soberanas dotadas de poder legislativo y de otras competencias».

Si esto no es un galimatías palabrático, que venga Matías Gali y que lo resuelva.

Definir, etimológicamente, significa poner límites, acotar y delimitar. Existen tres tipos de definiciones: esencial, descriptiva y finalística. El preámbulo de la Constitución opta por la finalística y dice que España es una nación que «desea establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía; proclama su voluntad de garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes conforme a un orden económico y social justo». O: «Consolidar un Estado de Derecho (...) Proteger a todos los españoles y pueblos de España (...) Promover el progreso de la cultura y de la economía (...)».

Pero, ¿es eso lo que pretende España o la nación que dice ser? Y, si es patria o país, ¿sus intenciones serán las mismas que cuando actúa como Estado? A muchas personas les puede soliviantar el ánimo si se advierte de que esos conceptos son palabras abstractas como libertad, justicia y verdad y que, por serlo, se pueden llenar de significados circunstanciales, históricos y ocasionales; a gusto del consumidor. Y que, en ese proceso definitorio de nación, país o de patria, cuenta más lo emotivo que lo racional. Y ya decía Jonathan Swift, el de “Los viajes de Gulliver”, que la pretensión de cambiar las ideas de una persona, adquiridas por vía emocional, mediante racionamientos estaba condenada al fracaso. Y eso sucede con conceptos como España, país, patria y nación que se adquieren por ósmosis emotiva mediante lo que se ha llamado «educación nacional» a través de los cauces impuestos por el Estado y respaldados por la tradición, la religión y la lengua.

Dice Álvarez Junco que «las naciones son construcciones históricas, de naturaleza contingente», es decir, fortuitas, o casuales, que pueden darse o no. Y añade que «son sistemas de creencias y de adhesión emocional que surten efectos políticos de los que se benefician ciertas élites; se trataría de una identidad que unifica culturas basadas en la emoción».

No me gusta esa imagen de presentar la emoción como si fuese una caja de Pandora infernal y hacer pasar la racionalidad como fuente suprema de la verdad y panacea universal. Pues todo procede del cerebro, sea la emoción más intensa como la supuesta intelectualidad fría como un iceberg. El ser humano es un todo y no se le debe trocear en rodajas como si fuera un chorizo.

Hay otros autores mucho más crueles y no me refiero a Samuel Johnson cuando decía que «la patria es el refugio de los canallas» -en dicha cueva hay tipos de diferentes hechuras éticas-, sino a quienes afirman que la nación es un invento, una comunidad imaginada o, como decía otro más faltón si cabe, una «nación es un grupo de hombres reunidos por un mismo error sobre su origen y por una común aversión hacia sus vecinos». Y más que se podría añadir. Por ejemplo, decir que «el nacionalismo es intrínsecamente antidemocrático». Que lo digan quienes son más españolistas que los fajines de Espartero es de traca.

¿No sería profiláctico que los políticos imitaran a Tatarkiewicz y que, antes de lanzarse por la pendiente de la verborrea más desatada, definieran qué entienden por tales conceptos? Tal vez, si reparasen en que los otros entienden el mismo significado por tales términos, comenzasen a ver no el comienzo de una futura y gran amistad, pero sí, a percibir que en materia patriótica no son tan distintos. Y, mejor aún, aceptar por fin que, si lo que es bueno para uno, ¿por qué no ha de serlo para el otro? Si el nacionalismo español es una maravilla, ¿por qué, pongo por caso, no ha de serlo el nacionalismo vasco o catalán?