2024 URT. 11 GAURKOA Apuntes para una república vasca. ¿La función judicial es un poder absoluto? Antxon LAFONT MENDIZABAL Peatón Osadía la del presidente del CGPJ (Consejo General del Poder Judicial) y la de su pleno que «insta, por unanimidad, al Congreso y al Senado, electos por el pueblo, a no citar a jueces y magistrados para declarar sobre hechos conocidos en las actuaciones objeto de su actividad jurisdiccional y, si fuesen citados a una comisión de investigación, la comisión permanente denegará la autorización para que comparezcan». Cuando la justicia del Estado da la impresión al pueblo de objetividad, resulta que solo se rinde cuentas a ella misma. El presidente del CGPJ confirma precisando: «déjennos tranquilos». ¿En qué país viven los españoles? Montesquieu se equivocó tratando los tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial. Tanto el poder legislativo y el ejecutivo han sido elegidos por el pueblo, el poder judicial ignora al pueblo autodesignandose y autocontrolándose... «que les dejen tranquilos». La designación de miembros del pleno del CGPJ la realizan en parte electos del pueblo, dicta la Constitución, pero cuando por rencillas entre mayorías legislativas y ejecutivas no llegan a reunirse para la renovación, los miembros del CGPJ se hacen cómplices de la transgresión constitucional que debería conducirles a dimitir y a no cobrar sus sueldos. En lógica jurídica su actuación es anticonstitucional; el pueblo desearía conocer la lógica ad hoc que demostrara la corrección de su actitud. En realidad la justicia no siendo ciencia exacta, el poder único del Estado es el judicial en los Estados de jueces que permiten judicializar lo político sin recato ninguno proponiendo a los electos del pueblo el «come y calla». El barón de Montesquieu (1685-1755) después de un periplo en Europa publicó “L’Esprit des Lois” en el que expone su proposición de estructuración del Estado en tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial «independientes entre sí». El judicial, no elegido por el pueblo, puede juzgar al legislativo y al ejecutivo elegidos por el pueblo, pero al judicial «déjenlos tranquilos». El texto de Montesquieu fue objeto de repulsa por jesuitas, jansenistas y la Sorbona, que consiguieron que fuera condenado a figurar en el Índice Pontificio. Son los «libros» XI y XII los que exponen de manera desordenada la estructura de gestión, cimientos del Estado. Montesquieu justificaba su fárrago «para bien escribir es necesario saltar las ideas intermediarias». más tarde Claudel afirmaba que «el orden es el placer de la razón y el desorden es la delicia de la imaginación». Un mínimo de cohesión hubiese evitado interpretaciones «ad hoc», según Voltaire, las que presenta el CGPJ «en nombre de la defensa de su concepto de democracia». Esas causas generan efectos como los derivados de élites que en muchos casos poco tienen que ver con la objetividad de los líderes. Un país que conoció tres dictaduras militares en el siglo pasado necesitará por lo menos un siglo de restablecimiento cultural. Las brasas de la última dictadura española generadora de una guerra, por un golpe de Estado militar apoyado por parte de los miembros de los tres poderes, tardan en extinguirse y regularmente se enardecen: ¿qué esperar de prepotencias de poder que poco tienen que ver con el pueblo? Así se mantiene el veneno del odio que Churchill, como corresponsal en la guerra de Cuba, y Hemingway en la guerra española del 36, resaltaban como característica cultural española. Es el efecto de la calificación de enemigos en lugar de la de adversarios que se refleja a menudo incluso en algún deporte. La formación cultural del pueblo no es la misma que la de 1936. Ese enriquecimiento cultural exige estructuras de gestión estatal que deben de ser tramitadas por tratamientos más complejos que los propuestos y realizados por elites de nivel de formación equivalente al del peatón de tiempo de Montesquieu... y aún. Los representantes del pueblo y, a fortiori, los autodesignados deben de dar confianza al pueblo por su saber, conocer y ser dignos de afrontar situaciones cada vez más enmarañadas. El pueblo, palabra y concepto, despierta divergencias profundas entre él y los «políticos». El pueblo exige de los «políticos» la idoneidad para afrontar soluciones a los problemas y evitar crearlos como es el caso de la puerilidad de debates presentes. Añadimos a esta situación la de un poder judicial que sólo es «función» de aplicación del poder legislativo creado por el pueblo y que se atribuye la potestad de juzgar y ejecutar, o no, decisiones del legislativo. De esa manera la función judicial deviene el único poder sin deber de justificación alguna ante la representación popular. La situación aberrante actual merece reflexión y urgentes proposiciones, de extensa aplicación, que tenga en cuenta la prioridad natural de un pueblo, a menudo más culturizado que sus representados. La «función» de gestión estatal por electos apoyados en los funcionarios exige candidaturas más competentes en temas expresados en los diferentes renglones de los presupuestos del Estado que reflejan fielmente la orientación política de la representación popular. De la responsabilidad total de la gestión del Estado solo responde el pueblo que expresa su ética de convicción, la de los principios morales, en forma de ética de responsabilidad como nos recuerda Weber. El poder absoluto solo puede detenerlo el pueblo que decide que es poder delegado y que es función de aplicación de dicho poder. En nombre de quién y de qué una microscópica parte del pueblo se atribuye la potestad de actuar en círculo cerrado sin control exterior. En un sistema cerrado la variación de entropía es nula (segundo principio de la termodinámica: la filosofía de lo material). El culto de las élites no es lo mejor que han generado los líderes. En nombre de quién y de qué una microscópica parte del pueblo se atribuye la potestad de actuar en círculo cerrado sin control exterior