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El Gran Hermano


Entre los objetivos prioritarios que el Estado español se ha marcado, desde su constitución como tal Estado, se encuentra el de la investigación. El Estado español investiga todo y a todos, incluidos a los propios investigadores (algo parecido a lo que mostraba la película “La vida de los otros”).

En el Estado español se investiga con la misma naturalidad con la que se organizan las campañas de vacunación, las operaciones de tráfico o los viajes del Imserso. Es algo consustancial a las élites que patrimonializan el Estado: investigar. En las cloacas del Estado español, donde coinciden sectores públicos y privados de la ultraderecha (aquí no cabe la distinción entre derecha y extrema derecha, porque son lo mismo), se emplea el eufemismo investigar para referirse a la práctica del espionaje y control de la oposición, del independentismo, al hecho de hurgar en la intimidad y en «la vida de los otros» para fabricar mentiras y falsedades que obstaculicen e impidan el pleno funcionamiento de la democracia (hace poco se ha confirmado algo ya sabido: la operación policial dirigida contra Podemos durante el último Gobierno del Partido Popular). Se trata de mantener un sistema claramente directivo y autoritario -esto se hace, esto no se hace; esto está bien, esto no está bien- que, bajo la fachada del Estado de derecho, favorece a minorías que deciden más allá de las urnas.

Con estos métodos de «investigación», y gracias a los recursos que hoy ofrece la informática, se almacenan cantidades ingentes de datos, documentos, informes, dosieres, carpetas, audios y videos -en ocasiones verdaderos, pero no siempre obtenidos legalmente y, en otras, falsos, creados ad hoc para cada ocasión- con los que destruir al adversario en cuestión de días.

¿Que luego se demuestra que lo difundido no era verdad? Bueno, eso ya no es relevante, porque el propósito perseguido se habrá alcanzado en un ciento por ciento: crear un enredo con apariencia de hecho cierto sobre alguien o algo. Con ese relato y su adecuado tratamiento en los telediarios y tertulias de las cadenas amigas, las personas señaladas, o las realidades sociales desfiguradas, quedarán desacreditadas, casi de por vida, en el inconsciente colectivo.

Mientras, una izquierda mayoritaria, con un complejo de inferioridad enfermizo, no es capaz de tomar la iniciativa y hacer verdaderas políticas de izquierdas. Todo lo contrario, procura mantener y corregir lo menos posible la legislación heredada de los gobiernos de ultraderecha, porque le beneficia (aunque en la oposición simulara mantener posturas diametralmente opuestas). Y, en el caso de que se vea forzada a modificar algo para que en las próximas elecciones el caladero de votos le siga siendo propicio, hace reformas de mínimos (como ha quedado patente en el cambalache acordado con el Partido Popular para la renovación del Consejo General del Poder Judicial al margen de la correlación de fuerzas existente en el Congreso de los Diputados; o con la propuesta de modificación de la ley mordaza, de la que se va a eliminar solo un artículo).

Gobierne el PSOE o el PP, no hay salida. Ambas fuerzas maquinan, con una estrategia compartida, para recuperar el bipartidismo, manteniendo en toda su vigencia leyes antidemocráticas.

La España uniforme o puramente constitucional -ese es el nombre que recibía la España profunda en el mapa político de 1854 que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid- lleva funcionando en bucle desde comienzos de la Edad Contemporánea. Y no sabe salir de él, porque la introyección que ha hecho de la sumisión, durante los dos siglos y pico en los que el trono y el altar obligaron a la ciudadanía a vivir de espaldas a las transformaciones sociales que tenían lugar en el continente («Europa termina en los Pirineos»), ha sido de tal magnitud que llevará generaciones tomar conciencia de ella y superarla.

Detrás de bravuconadas del tipo «¡A por ellos!», de la elección reiterada de partidos y personalidades corruptas, del protagonismo político de poderes fácticos a los que no se vota, ciertamente existe mucha perversión, pero también una enorme ignorancia, mediocridad y fragilidad, porque la sociedad española, como consecuencia de ese pasado histórico, padece un acusado déficit democrático en la manera de entender la convivencia que, obviamente, se traslada a la estructura del Estado.

Como ha dejado escrito Santiago Alba Rico, España es un Estado sin Nación, construido de arriba hacia abajo. «No se trata de la “cuestión catalana” -o de la “cuestión vasca”, hoy momentáneamente olvidada- sino de la “cuestión española”: del hecho de que, si hay naciones sin Estado, España es, al contrario y desde su nacimiento, un Estado sin Nación. La dificultad no estriba en que España se construyera sobre la violencia; esa es la norma histórica para la fundación de este extraño siamés de la geopolítica moderna. La dificultad estriba en que, incapaz de construirse de una sola vez en el pasado, la violencia fundacional se convirtió en el andamio mismo de un Estado que era y es tanto más Estado cuanto menos capaz es de constituirse como nación compleja. Los independentistas que insisten en hablar del «Estado español» porque su patria es otra, desprovista de un marco institucional propio, nos recuerdan con ello a los españoles que nosotros no tenemos aún una -una patria- y que nuestra “identidad nacional” es ideológica y ortopédica, puramente “institucional”» [Público, 17.12.2017]. Por eso, quienes mantienen esa construcción artificial necesitan «investigar» para que el andamio no colapse.

Lo advirtió también Antonio Machado: «Españolito que vienes/al mundo te guarde Dios/una de las dos Españas/ ha de helarte el corazón». Pero, en general, el españolito no es muy dado a la lectura, razón por la cual vive en una realidad paralela. Y, muchos de los que leen, no quieren salir de esa realidad. Unos y otros prefieren la seguridad al progreso, lo malo conocido a lo bueno por conocer. Por eso votan a quienes les prometen que van a cambiarlo todo para que todo siga igual.