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La corrupción permitida

Dejando a un lado los casos de flagrante ilegalidad, la práctica política en el Estado español –y en muchos otros lugares– viene marcada por la estrecha frontera que separa al servicio público del beneficio privado. Una frontera que en demasiadas ocasiones resulta invisible.

Josu Jon Imaz, presidente de Petronor tras su paso por la dirección del PNV es un claro ejemplo de las puertas giratorias que conectan la política con la actividad privada. (Luis JAUREGIALTZO/ARGAZKIPRESS)

Para reflexionar sobre la tesis de que la corrupción, más allá de casos aislados, forma parte de la estructura del sistema institucional instaurado en el Estado español es necesario poner el foco en lo que bien pudiera ser bautizado como ‘corrupción legal’ o permitida. Todo un cúmulo de prácticas legales que, como ya se ha advertido, dejan a la política más cerca del negocio privado que del servicio público, condicionando de manera notable la acción legislativa y ejecutiva de los poderes públicos.

En primera instancia, cabe destacar los abultados sueldos y la acumulación de cargos que permiten a muchos políticos acabar su servicio público con un patrimonio nada desdeñable. Si bien es cierto que la retribución económica a los políticos es, en buena parte, una conquista de la izquierda –de lo contrario, la política queda en manos de aquellos que nacen con la vida solucionada–; hay un abismo entre el sueldo digno que puede merecer un servidor público y, por poner un ejemplo, los 121.466 euros que cobra al año el alcalde socialista de Zaragoza.

Los abultados sueldos se complementan, además, con las jugosas dietas y otras retribuciones que numerosos cargos públicos cobran por participar en otros organismos. El escándalo de las dietas de la CAN, con altos cargos de UPN y PSN cobrando espectaculares cifras por asistir a reuniones de órganos fantasma, es el mejor ejemplo de ello.

Puertas giratorias

Otro elemento de dudosa ética política es el de las puertas giratorias, nombre con el que se conoce al fenómeno que hace transitar a altos cargos políticos a la empresa privada y viceversa. Ejemplos sobran: en Euskal Herria tenemos a Josu Jon Imaz, presidente de Petronor tras su paso por la dirección del PNV. En el Estado español los ejemplos son todavía más apabullantes, con decenas de exministros, ex altos cargos y expresidentes en los consejos de administración de las principales empresas: Felipe González en Gas Natural, José María Aznar en Endesa, Rodrigo Rato y Eduardo Zaplana en Telefónica, Pedro Solbes en Enel y un largo etc. Uno no sabe si se incorporan a las empresas por los servicios prestados o por las conexiones futuras que pueden facilitar, pero cualquiera de las dos opciones resulta inquietante.

También se da el fenómeno contrario, del que el actual Gobierno español es un buen ejemplo, con el ministerio de Economía ocupado por un exmiembro del Consejo Asesor de Lehman Brothers –Luis de Guindos– y el de Defensa con un empresario de la industria armamentística al frente –Pedro Morenés–.

Estas puertas giratorias llevan irremediablemente a pensar en la acción de los lobbies o grupos de presión, que en el Estado español ejercen sin control alguno, condicionando la acción legislativa y ejecutiva de parlamentos y gobiernos –en la UE existe al menos un registro de lobbies, aunque su influencia sobre la política comunitaria es, igualmente, enorme–. Cabe preguntarse si es casual que dos expresidentes españoles –González y Aznar– trabajen ahora en sendas compañías energéticas, cuando algunos de los grupos de presión más efectivos del Estado español provienen de ese campo, sobre todo de las compañías eléctricas, responsables del constante aumento de las tarifas.