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Campo de Gurs

Tras haber luchado en la Guerra Civil española, los combatientes vascos que cruzaron la frontera al Estado francés tuvieron que vivir en campos de refugiados. Uno de ellos era Gurs, un centro situado en el departamento de los Pirineos Atlánticos, por el que pasaron 6.500 combatientes vascos desde mediados de 1939 hasta mediados de 1940. Los que allí permanecieron tuvieron que sufrir el día a día de un campo que se asemejaba a un centro de internamiento y que carecía de las condiciones sanitarias para la subsistencia.

Detalle del campo. (Íñigo López de Audicana)

Auschwitz, Dachau, Mathausen y otros muchos son nombres que han quedado escritos en la infamia. Entre ellos existe uno que, sin haber destacado entre los campos de concentración producto de la Segunda Guerra Mundial, es relevante para los vascos. Nos referimos a Gurs, situado en la población francesa del mismo nombre que se encuentra en el departamento de los Pirineos Atlánticos, a apenas hora y media en coche desde Donostia.

¿Pero por qué es tan importante Gurs? Muchos de los exiliados tras la derrota de las fuerzas republicanas en la Guerra Civil española fueron a parar en 1939 al Estado francés, sobre todo tras la caída de Barcelona a comienzos de año. «Medio millón de hombres, mujeres y niños» cruzaron los Pirineos. El Gobierno galo, sin saber muy bien qué hacer, decidió construir diez «centros de acogida», entre los que se encontraba Gurs. 6.500 combatientes vascos, casi 5.400 hombres de la aviación republicana, 6.800 voluntarios de las Brigadas Internacionales y alrededor de 5.700 combatientes, procedentes sobre todo de Aragón, pasaron el verano de aquel año en los barracones de Gurs.

Este comenzó a construirse en abril y se levantó en solo 42 días. «En marzo y abril de 1939, se construye a toda prisa una miserable ciudad de madera sobre un terreno insalubre, en los territorios de tres pueblos del valle del torrente Oloron: Gurs, Dognen y Préchacq-Jos- baig», describe el historiador Claude Laharie en su obra titulada ‘Gurs. 1939-1945’.

El centro tenía una superficie de 79 hectáreas, medía dos kilómetros de largo por 500 metros de ancho y en ese espacio se amontonaron 428 barracones en el que cabían 18.500 personas muy hacinadas.

Laharie expone que hubo un cambio de actitud entre las autoridades francesas y lo que en un inicio debía ser un «centro de acogida» acabó siendo un «campo de internamiento» (y a partir de 1940 de concentración). «Los refugiados son comparados con prisioneros. Poco importan las luchas del pasado, poco importan las familias destrozadas, poco importa el abatimiento de unos y el agotamiento de otros, todos esos hombres tienen que ser neutralizados», relata.

La mayoría de los combatientes abandonó el campo entre agosto y setiembre de 1939. Laharie cuenta qué pasó con ellos: una cuarta parte fue repatriada al Estado español, lo que provocaría «detenciones, encarcelamiento en el campo de Miranda de Ebro y ejecuciones sumarias». Otro 25%, entre los que se encontraban casi todos los aviadores, comenzó a trabajar como «mano de obra competente y económica» en las regiones cercanas a Gurs. El resto participó en la Segunda Guerra Mundial en las filas francesas a través de la Compañía de Trabajadores Españoles (CTE) o en los Batallones de a pie. Como consecuencia, muchos de estos últimos, fueron capturados por los nazis y trasladados, sobre todo, al campo de Mathausen.

El difícil día a día de los vascos en Gurs. El doctor en Historia Contemporánea, Josu Chueca, expone en su obra ‘Gurs. El campo vasco’ las calamidades que se padecieron allí. Según Chueca, los vascos pensaban que el de Gurs iba a ser un campo en el que las condiciones de vida serían aceptables. Nada más lejos de la realidad. «Los eufemismos de la administración francesa para definir el campo no pudieron sobreponerse a la decepción y a la experiencia negativa de la represión vivida en el mismo», asegura, y continúa con la siguiente sentencia: «Las expectativas de los trasladados a Gurs habían sido demasiado buenas».

Los barracones se distribuían en islotes –en cada islote entraban de media unos 30 barracones que albergaban a 1.800 personas–. Los 6.500 combatientes originarios de Euskal Herria fueron de los primeros en llegar, entre el 5 al 19 de abril de 1939.

¿Y cómo eran esos barracones? Estos se basaban en el modelo del Ejército francés que se utilizó en la Primera Guerra Mundial y en el que se guardaban las tropas antes de su traslado al frente. «Se componían de un armazón, cubierta, fachadas y paredes íntegramente realizados en madera. Tenían una longitud de 24 metros y una anchura de 6, siendo su altura útil de 2,5 metros», describe Chueca. En total, 140 metros cuadrados en los que entraban 60 personas.

Uno de los mayores problemas de Gurs es que fue ideado como un campo provisional y no se ideó para ser usado en época invernal, por lo que los barracones no estaban preparados para soportar las inclemencias climáticas. Los que permanecieron recluidos en aquel lugar en los meses invernales (entre 1939 y 1945) conocieron bien el frío y el sufrimiento. El doctor en Historia Contemporánea lo deja claro: «El viento, el desgaste y sobre todo la prolongación del campo hasta el invierno de 1939 y los siguientes dejaron en evidencia la precariedad de estas construcciones para salvaguardar de las inclemencias atmosféricas».

Además de los problemas de habitabilidad e higiene, Gurs también presentó problemas de gestión. Las personas allí encerradas, por ejemplo, no podían pasar de un islote a otro, ni tenían un régimen de visitas propio de un campo de refugiados. Este se asemejaba, más bien, al de un centro penitenciario. Es más, Chueca recoge en su obra testimonios que afirman que la comida era muy escasa. Al igual que los alimentos, la sanidad también era un lujo. Pese a que todos los islotes tenían enfermería y que el Gobierno Vasco en el exilio había suministrado médicos al centro, los medicamentos eran insuficientes. En un inicio, los piojos, la sarna, la sífilis y el escorbuto, entre otros, eran padecimientos habituales que también sufrieron los vascos. La constante implicación del Gobierno Vasco durante los meses desde la apertura del campo permitió la mejora de la situación sanitaria y alimenticia de los internos.

Como ya se ha citado previamente, el campo no duró mucho como centro de refugiados. El Gobierno del Estado francés mantuvo la política de repatriación de los exiliados. «Aunque les gustaba recalcar el marchamo hospitalario de Francia como tierra de asilo, la pesada carga que los refugiados suponían para la economía francesa se mencionaba una y otra vez, sin entrar en otras consideraciones de tipo político», expone Chueca, quien añade que los combatientes vascos se oponían, claro está, al retorno al Estado español, por miedo a la represión franquista. Los que pudieron trabajar vivían mejor laborando en tierras francesas –fuera del campo–. La obra ‘Gurs. El campo vasco’ recoge una cita de un informe del Subprefecto de Olorón que refuerza esta idea: «Los vascos no solo no se disponen a reintegrarse en su ‘patria ’ sino que pretender alquilar nuevas propiedades, por razón de la parte particularmente activa que han tenido en la guerra, hasta que el tiempo y la experiencia les demuestren la sinceridad de las garantías particulares de seguridad que ellos juzgan necesarias por parte del Gobierno español».

No obstante, los deseos de los combatientes vascos no se vieron satisfechos.

En junio de 1939, Chueca estima que unos 1.500 refugiados originarios de Euskal Herria «habían salido del campo», entre los que 747 habrían sido enviados al Estado español. La dinámica de salidas no paró; al contrario, «fue incrementándose». A las repatriaciones se sumaron las salidas a países sudamericanos.

¿Y después qué? Durante el tiempo que el campo de Gurs estuvo en funcionamiento, 60.000 personas pasaron por él. De ellas, más de un millar perecieron y se encuentran, todavía hoy, enterradas en el cementerio junto al memorial del campo.

Gurs tuvo cuatro etapas. La primera, como ya se ha explicado, sirvió de campo de refugiados para los exiliados combatientes de la Guerra Civil y permaneció de esta manera hasta 1940. Con el ejército del Tercer Reich sobre el Estado francés, en mayo de 1940, el gobernador militar decide encerrar en Gurs «a toda persona procedente de países enemigos». Esto produjo que fuesen encarceladas allí personas que habían emigrado de su país huyendo de los nazis –caso de la filósofa judía Hannah Arendt, conocida por su trabajo en el comprensión del totalitarismo–. También trasladaron al campo a numerosos sindicalistas, pacifistas y revolucionarios, entre otros. De igual modo, allí encerraron también a un grupo de vascos republicanos arrestados en la zona de Baiona.

En junio de 1940, París firmaba con Alemania un armisticio que promovió el cese de hostilidades y desembocó en el gobierno colaboracionista de Vichy. Durante los tres años siguientes, el campo fue el infierno de 20.000 judíos extranjeros. En 1942, el Tercer Reich puso en marcha la llamada Solución Final que, en el caso de Gurs, se inició con la deportación de los judíos, entre agosto de 1942 y marzo de 1943 (actualmente, un monumento conmemorativo simula unas vías de tren que evocan la deportación, lo cual provoca cierta confusión entre los visitantes, dado que la línea de ferrocarril no llegaba hasta Gurs). Posteriormente, se inició una cuarta etapa en la que el campo permaneció semivacío.

En 1945 se cerró definitivamente el campo. Los barracones de los presos fueron incendiados y Gurs cayó en el silencio y en el olvido. Únicamente los que allí vivieron y sufrieron, vascos, catalanes, españoles, franceses y otros, recordaban la existencia de un campo de concentración. Pero hubo quien prefirió no olvidar. Primero fue la comunidad judía en los años 1960 y luego la asociación de Amigos del Campo de Gurs en 1980. Ellos fueron quienes poco a poco restauraron la memoria del lugar y los que han permitido que hoy en día Gurs sea algo más que el eco de un terrible pasado, algo más que vestigios devorados por la maleza.