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Juego de tronos, biografía no oficial

Vaya por delante mi antipatía por las monarquías. A quienes tenemos sangre roja, la azul nos viene al pairo. La ausencia de eritrocitos (glóbulos rojos) entre la realeza quizás pueda explicar químicamente el proceso antinatural de su existencia, pero la verdad es que no me interesa. Debo confesar que los únicos reyes que me atraen son los de la baraja, en el juego del mus. Una pareja de ellos se hace más seductora que los de carne y hueso.

Juan Carlos de Borbón junto a Franco, el día que fue proclamado sucesor del dictador, el 22 de julio de 1969. (AFP)

La abdicación del último Borbón, como es obvio, ha levantado, y levantará, una polvareda mediática enorme, hasta el comienzo del mundial de fútbol. Los análisis de su trayectoria se harán en clave histórica, a la que la línea borbónica da mucho juego, endulzada con granos de «salsa rosa», numerosos en la biografía del jubilado.

Abuelo y bisabuelo del monarca (su padre apoyó al franquismo sin reinar) dejaron una estela al uso, que el penúltimo de la dinastía ha completado con la caza de elefantes, osos emborrachados, despechos mundanos, amantes inconfesables e hijos bastardos no reconocidos, según contaba un documental del Canal Plus francés recientemente. Tampoco me interesa.

Las observaciones políticas de su trayectoria, en cambio, son las que me animan a escribir estas líneas. Dando por supuesto que el relato de sus 37 años de infancia, educación y pretensión y otros 39 más de reinado serán tratados con la benevolencia que acostumbran a mostrar los lacayos con sus amos, lo que ya nos contó Elisabeth Beecher en el inolvidable ‘Uncle Tom’. Si un tema es centro de la hipocresía compartida en España ese es el de la monarquía. Sisí en Disneylandia.

Juan Carlos Alfonso Borbón y Borbón, procedente de la casa francesa Bourbon, era también, por esa tradición medieval aún vigente, señor de Bizkaia, tal y como los Díaz de Haro en el siglo XIV, y rey de Navarra, al igual que los últimos legítimos de la casa Labrit. Seguía siendo rey, como el futuro Felipe VI, de las Indias Orientales y Occidentales, tierras descolonizadas según Naciones Unidas, de la misma manera que su consorte Sofía se autotitulaba princesa de Dinamarca y de Grecia, república esta última desde 1974.

Roma, Madrid, Donostia...

El Borbón nació en Roma en 1938, donde su abuelo Alfonso XIII moriría tres años más tarde. La Segunda República española había abolido la monarquía, que sería reinstaurada por Franco en 1947, con la llamada Ley de Sucesión. Juan Carlos, con su familia, se trasladó a Estoril, mientras su padre negociaba con el dictador en alta mar, frente a las costas de Lapurdi, la transición monárquica.

En noviembre de 1948, Juan Carlos fue a Madrid por vez primera y se ubicó en una finca de los banqueros Urquijo, sus valedores. Dicen que apenas hablaba castellano. Sus estudios, por decisión compartida entre la Casa Real y Franco, los llevaría a cabo en Donostia, utilizando el viejo Palacio de Miramar, sobre la bahía de la Concha, que el régimen había incautado a la República. Era el mismo escenario que usó su abuelo Alfonso XIII para veranear hasta 1931. En 1948, el socialismo en el exilio, liderado por Indalecio Prieto, y los alfonsinos que apoyaban a Juan Carlos firmaron en Donibane Lohizune un acuerdo para la restauración. La mitad del camino estaba hecho.

Desde 1950 hasta junio de 1954, Juan Carlos vivió en el palacio donostiarra acompañado de sus cuidadores, un grupo de policías armados de retén permanente y arropado por los monárquicos guipuzcoanos que tenían en ‘El Diario Vasco’ su máximo órgano de expresión. Carlos Santamaría, entonces coronel y luego consejero de Educación del Consejo General Vasco (predecesor del Gobierno de Gasteiz) y varios jesuitas se encargarían de su educación.

Luego marcharía a la Academia Militar de Zaragoza, donde se forjaría para el cargo que su reinado acarrearía, capitán general de las Fuerzas Armadas españolas, lo que en otros lugares se conoce como comandante en jefe del Ejército. Durante las vacaciones de Pascua de 1956, Juan Carlos mató de un tiro a su hermano menor Alfonso, en Estoril, en lo que fue presentado como un accidente. Durante años, se corrió la noticia de que el hecho había ocurrido en el palacio Miramar de Donostia. Cosas de la censura que espoleaba los rumores infundados.

En 1962 Juan Carlos y Sofía visitaban oficialmente a John F. Kennedy, entonces presidente de EEUU, república desde su constitución pero gendarme de Occidente. Franco era un aliado consistente de Washington. Cuatro años después, el Borbón aparecía públicamente y por vez primera con Franco en Madrid, en un desfile militar. Las tres cuartas partes de su carrera ya relucían.

Sería precisamente unos meses después, en ese año de 1966, cuando haría su primera visita oficial a Euskal Herria, a Gernika, en el llamado Día de la Raza. Una afrenta para la oposición abertzale e ilegalizada, que convocó una jornada de protesta. En 1981 volvería a Gernika pero en otro contexto bien diferente. Alguno de los grupos que en 1966 había rechazado su visita ahora la apoyaban, exponiendo en la Casa de Juntas el núcleo de su primer proyecto policial, los Berrozi.

En 1968, Juan Carlos aparecería por vez segunda vez en un acto con Franco, esta vez en el funeral en Madrid del comisario Melitón Manzanas, muerto por ETA y acusado de ser uno de los iconos de la tortura durante el franquismo. ¿Qué decir de los últimos años del dictador? Son de sobra conocidos. En 1973, de las cinco presencias en público de Franco, en cuatro de ellas se hizo acompañar del príncipe. En julio de ese año, Juan Carlos de Borbón visitó oficialmente Gipuzkoa, la provincia «más conflictiva de España» según rezaba la prensa madrileña. Uno tras otro, Juan Carlos reconocía los principios de la dictadura, mostraba su admiración por Franco y esperaba su turno.

Los hasta entonces príncipes vivían en el Palacio de la Zarzuela desde 1962. En 1975 volvió a ocurrir otro suceso que la biografía oficial ha descartado. En julio de ese año se produjo el primer atentado con coche bomba en el contexto del conflicto vasco. Un comando paramilitar colocó una bomba bajo el coche del refugiado Josu Urrutikoetxea, en Biarritz. La bomba explotó antes de tiempo y uno de sus autores murió en el acto. Un segundo fue detenido, Miguel Sánchez Pajares, que previamente había llamado a un teléfono precisamente de La Zarzuela. Al parecer la acción había sido ordenada por un capitán de la Guardia Civil, Cándido Acedo, uno de los responsables de la seguridad del Palacio Real y por extensión de Juan Carlos.

¿Neutralidad?

De los 39 años del reinado no hay mucho que añadir, sino recordar. Las hemerotecas son fuente inagotable de noticias. Sus inicios estuvieron marcados por la visita a EEUU y a los bancos norteamericanos. Su viaje iniciático sería devuelto por Alexander Haig, entonces jefe supremo de la OTAN, quien marcaría una agenda alargada en el tiempo, incluso en ese golpe de Estado de 1981 en que Alfonso Armada, el ex jefe de la Casa Real, fue protagonista.

No es cierto que su actitud haya sido neutral en el caso vasco. El gesto de su «peineta» en Gasteiz dijo que fue mal interpretado. A nadie le extrañó. Su visita a Gernika en 1981 tuvo un objetivo político profundo, al igual que sus intervenciones con los presidentes franceses para abordar la sintonía contra la disidencia vasca. Presionó, según protagonistas, para aparcar la investigación de los GAL y esperó hasta 1988 para visitar Nafarroa, la última comunidad autónoma del Estado español que recibió su cortesía. ETA lo consideró objetivo y preparó varios atentados contra su persona, el más conocido de ellos en Mallorca en 1995.

El Borbón ha sido jefe de Estado y comandante en jefe de su Ejército durante 39 años. No ha estado presente, como es obvio, en todas y cada una de las afrentas, de los despidos, torturas, desahucios, violencias, corruptelas... aunque en este tema parte de su fortuna, estimada en cerca de 2.000 millones de euros según ‘The New York Times’ no tenga orígenes diáfanos. La ley protege la opacidad de su actividad.

Su responsabilidad en el cargo es otra cosa. En 2003, Arnaldo Otegi, hoy en prisión, acusó al Borbón de ser «el jefe supremo del Ejército español, es decir, el responsable de los torturadores y quien protege la tortura e impone su régimen monárquico a nuestro pueblo gracias a la tortura y a la violencia». Tribunal Supremo y Constitucional condenaron a Otegi a un año de cárcel, pena que el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo dejó sin efecto.

Su Ejército, que ahora abandona, es el mismo que cuatro días antes de su abdicación había enviado tropas por enésima vez fuera de sus fronteras, en esta ocasión a la República Centroafricana. Y lo completa un Estado que tiene seis millones de parados, mientras la familia real derrocha públicamente, haciendo gala de su perfil histórico.

Algunos colectivos han aprovechado la abdicación de Juan Carlos I para reivindicar una Tercera República española. Cuando llegó la Segunda (1931) ‘La Voz de Guipúzcoa’ editorializaba de manera antológica: «Por lo mismo que la monarquía pasó a ser, en España, un recuerdo, queremos entonar hoy a sus cenizas un responso más bien que una elegía. Ni por sus principios ni por su fin es la monarquía régimen que convenga a ningún pueblo digno y libre. El nacimiento de la realeza es siempre teratológico; su muerte, podredumbre. Las monarquías nacen monstruosas y mueren corrompidas».

No soy adivino. Si en verdad un día no muy lejano se diera esa Tercera República española, me gustaría que tuviera por vecinos a los ciudadanos de una Primera República Vasca. Ya les advertía que los reyes me eran antipáticos. Y que la monarquía, borbónica franco-española o incluso navarra, sigue siendo un anacronismo.