«La culpable no es Teresa, sino los que trajeron un virus que no controlan»
Con miedo, presionados por la dirección e indignados con una administración que ha encontrado en teresa romero, la enfermera contagiada por ébola, el chivo expiatorio para tapar la sucesión de despropósitos. Así se encuentran algunos trabajadores de la sexta planta del carlos III, donde se ingresan los posibles infectados.
«Hay miedo al virus y también a las represalias de la dirección. Hoy no han dicho nada pero el día de la rueda de prensa prohibieron hablar a todo el personal». Lo denuncia una de las sanitarias que tiene acceso a la sexta planta del Hospital Carlos III, donde se encuentra ingresada Teresa Romero, la auxiliar contagiada por el virus tras haber tratado a Manuel García Viejo y Miguel Pajares, los dos religiosos repatriados desde Liberia y Sierra Leona. No quiere dar su nombre. Ninguna de sus acompañante que trabajan en en el centro médico se atreve a hacerlo, salvo aquellas que gozan de la protección sindical. «Hay miedo en el ambiente», certificaba África Díaz, representante de CSIF, sindicato de funcionarios, que aportaba un nuevo dato: «para el primer sacerdote había tres auxiliares y tres enfermeras. Ahora, para cinco pacientes en observación y un contagio, solo tres sanitarios»
Frente al Carlos III, en la concentración celebrada ayer para denunciar su desmantelamiento y las erráticas decisiones políticas que han llevado al primer contagio del virus en Europa, había mucho enfado. Palabras incendiarias como las de Javier Rodríguez, consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, que apuntó directamente a la sanitaria contagiada, no hicieron sino calentar el ambiente. «Puede que la enfermera mintiese. Aunque eso ya es cosecha mía», aseguró, al comparecer ante el parlamento autonómico, casi en el momento en el que la concentración cortaba la calle.
Desde que, a primera hora de la mañana, el doctor Germán Ramírez, del servicio de Medicina Interna de la Unidad de Enfermedades Tropicales de La Paz-Carlos III afirmase, delante de las cámaras, que «podría ser» que la auxiliar se hubiese tocado el rostro con un guante después de abandonar la habitación donde había permanecido García Viejo, determinados medios y los responsables políticos madrileños ya lo tenían fácil. La propia afectada, aislada, habló con algunas cabeceras e insistió en desconocer el origen del contagio. Sin embargo, para Rodríguez ya había sentencia.
«Necesitan una cabeza de turco y ya la tienen», afirmaba, por la tarde, una de las sanitarias, que rechazaba la opción del error y recordaba que su compañera se encuentra medicada. «A saber cómo la han presionado», decía. «Cuando te quitas el traje, tienes a otro compañero que te está mirando, comprobando que lo haces correctamente. Es prácticamente imposible. Si hubiese sido así, la persona que estaba con ella le hubiese obligado a dar la vuelta y volver a realizar el circuito», explicaba. Un detalle de sentido común: «somos las más concienciadas con esto. Si sales y te tocas la cara, estarías cagada de miedo, no te vas tan tranquila a tu casa».
La emoción ante un alta
No era difícil distinguir a las compañeras de las profesionales afectadas por el virus entre una maraña de cámaras, permanentemente apostadas frente al Carlos III, y los manifestantes que exigían la dimisión de la ministra española de Sanidad, Ana Mato. Se encontraban en una pequeña esquina del acceso al hospital, queriendo pasar desapercibidas. Mientras periodistas y manifestantes se cruzaban en una carretera cortada por la policía (cuyos agentes se pusieron nerviosos, pero no se atrevieron a actuar como acostumbran), ellas aguardaban, inquietas. Sabían que una de las auxiliares que había permanecido bajo observación acababa de recibir el alta. Y le esperaban. Protegida por sus compañeras, emocionada, recibía achuchones de esos que te dejan sin respiración. Como es lógico, no quiso hablar y apenas dejó caer un «me encuentro bien». También, según relató a otras colegas, dijo que coincidió con Teresa Romero y que a punto habían estado de fundirse en un abrazo. Se encontraban ya de camino, la una hacia la otra, cuando frenaron en seco. No podían tocarse.
Ante las preguntas sobre el ambiente que se respira en la planta, la indignación se incrementa. Pero, nuevamente, solo hablan a cambio de anonimato. Muchas son eventuales y serían despedidas si trascendiese su nombre. Sí que mencionan «ataques de ansiedad» ante la certeza de que todavía no se sabe qué demonios ocurrió para que Romero se contagiase y los pluses de 500 euros que se ofrecen para entrar en sexta planta.
El mismo traje
«Los trajes son los mismos, los guantes son los mismos y hay obligación de entrar», señala una de las trabajadoras, que insiste en que se sigue contratando personal poco experimentado y que incluso quien tenía rehabilitación en este centro ha optado por no acudir. Ante el estrés al que se ven sometidos los sanitarios, se ha puesto en marcha un equipo de atención psicológica. Pero el enfado no se cura. Si se pregunta por el protocolo, comienza a repetirse la larga lista de improvisaciones a la que siempre se suma una distinta. «Ahora están llamando uno por uno a los centros para preguntar si disponen de habitaciones de presión negativa (que son las que mantienen el aislamiento apropiado para evitar que el virus se escape)», cuenta Sara, que trabajó en la UVI del Carlos III hasta que fue trasladada después de que Sanidad decidiese trocear el servicio.
Ella, enfadadísima, no deja de repetir lo «vergonzoso» del caso. «Ahora la culpable va a ser ella. Y los responsables son quienes trajeron un virus a Europa que ellos mismos no saben controlar», argumenta. Desde luego, algo falla cuando el mantra de los 38.6 de fiebre al que se aferró la gerencia sanitaria para justificar que no se ingresase a Romero antes haya tenido que recular y reubicar la temperatura en algo más de 37. «¿No decían que había riesgo cero?», repite Sara. En su centro ni siquiera han colgado el famoso protocolo.