La participación, clave para recuperar la paz en Colombia
Autor de varios libros sobre Latinoamérica y profesor y asistente del decano de la Escuela de Derecho en la Universidad de Birkbeck de Londres, el colombiano Oscar Guardiola asistió en noviembre al Encuentro Internacional de Apoyo al Proceso de Paz en Colombia celebrado en el Palacio de Aiete de Donostia. En este análisis para GARA, aborda el momento crucial por el que atraviesan los diálogos de La Habana.
Si pudiese resumirse en una sola palabra el reto que enfrentará en esta fase decisiva el proceso de paz colombiano, esa palabra es «participación».
Hasta ahora, el proceso de paz colombiano ha sufrido de una suerte de déficit democrático, no tan diferente al déficit democrático que aqueja el proyecto de Unión Europea en crisis, y por razones no tan distantes.
En ambos casos, la economía de austeridad y la economía de guerra, que en el caso colombiano es interna y en el europeo externa, han liquidado no solo el centro político, sino también la política misma, entendida como forma de autoayuda colectiva y decencia común.
Al hacerlo, las economías de austeridad dictadas por el mercado y la guerra, dos caras de un mismo fenómeno, han hecho inviable la política. Esta nos parece hoy un asunto solo de corruptos e indecentes. Al tiempo, hicieron viables tan solo las vías pospolíticas: el estado de excepción y la violencia desatada de la ultraderecha, de un lado, y la militarización de la alternativa revolucionaria o las banderas de cambio, del otro.
Y al hacer inviable la política, al extinguir el centro político y la posibilidad de concebir la vida como una asociación de gentes que sueñan juntas, las economías de austeridad de mercado y guerra contribuyeron a extinguir también las posibilidades de participación.
El déficit democrático del proceso de paz colombiano es entonces una consecuencia de haber marginalizado por medios pospolíticos, el estado de excepción y la violencia desatada, a los agentes sociales y políticos que en el caso colombiano nos habíamos organizado y movilizado de manera efectiva durante y desde el proceso constituyente de los noventa.
Parafraseando a Walter Benjamin, detrás de la desesperanza y el conformismo generalizado con la vía fascista que imperaron en Colombia durante las décadas de los gobiernos de Pastrana y Uribe, se encuentra la interrupción del sueño común de transformación radical que emergió en Colombia y el resto de Latinoamérica durante el proceso constituyente de los tempranos noventa.
Quizás por ello, la palabra que mejor representa el objetivo y el reto de la fase actual del proceso de paz es precisamente aquella que definía ya al proceso constituyente de la Séptima Papeleta: participación. Ello en un doble sentido: lograr que los colombianos hagan suyo el proceso de paz y conviertan lo que hasta ahora ha sido una negociación top-down, en un proceso desde la base hacia arriba. Y, dar un giro profundo y decisivo en dirección de la construcción de una democracia participativa, más justa e igualitaria.
Este último había sido el objetivo de la Constituyente y la Constitución colombiana de 1991. Como tal se trataba de un objetivo transformador, crítico, revolucionario. Lo que siguió, desde el Plan Colombia diseñado e impuesto desde los Estados Unidos durante la era Pastrana hasta la Seguridad Democrática de la era Uribe, afincada en el discurso belicoso de los oscuros años Bush, fue una contrarrevolución. En dicho contexto, las FARC y el ELN, que estuvieron a punto de sentarse en la Constituyente de 1991 y abandonar la lucha armada, fueron convertidas en el «enemigo interno» de un relato que justificaba tanto el estado de excepción como la autodefensa paramilitar.
Ese lenguaje se apoderó de los medios de comunicación cuyos dueños tienen sus intereses enraizados en las economías de austeridad, extracción y guerra, y de las instituciones del estado.
En apariencia, se trataba de derrotar a la insurgencia criminalizada. Pero el verdadero objetivo era acabar con la organización social y política que desde abajo había establecido como un nuevo consenso el llamado a transitar hacia una democracia participativa, consagrado en la Constitución de 1991, y que en su mayoría no era guerrillera.
Ello para garantizar la actuación del Estado conforme a los dictados económicos, no a los del público participante en un estado social de derecho, y universalizar el mercado.
No es una paradoja entonces que el éxito de la fase actual del proceso y más aún de su desarrollo durante la fase de transición y posconflicto, dependa de la recomposición de la organización social y política de la base, del movimiento social en los territorios. Uno comprometido con la agenda de cambio establecida por los acuerdos que se logren en La Habana, y con la idea de realizar tales cambios radicales no por fuera sino desde dentro del Estado.
Fue en ese contexto que en noviembre del año pasado se reunieron en San Sebastián representantes del Gobierno colombiano, la academia, y varias de las organizaciones sociales que con mayor fuerza han resistido el embate de las economías de austeridad y guerra. En un momento de crisis en las conversaciones de La Habana, habida cuenta de la captura de un alto oficial del Ejército colom- biano por las FARC, concluimos en tal reunión que la prioridad era sacar a cuantos colombianos fuese posible del ciclo de relatos de la guerra, y, en particular, proteger a los activistas sociales y de derechos humanos que estaban recuperando la política para y desde la organización social. Pues eran las organizaciones sociales y sus líderes quienes construirían el pilar fundamental que garantizaría el éxito de las conversaciones, los acuerdos y el posconflicto.
En concreto, la propuesta consistía en pedir la declaración inmediata de un cese bilateral del fuego. Solo de tal manera podrían parar, o, cuando menos, moderar las retenciones, los secuestros, las amenazas y los asesinatos de colombianos y colombianas en general, y de miembros de las organizaciones sociales de base en particular.
Una semana después, Piedad Córdoba, una de las personas que había estado presente en San Sebastián y que cuenta con mayor interlocución entre las organizaciones sociales, especialmente la llamada Marcha Patriótica, el Estado, y los actores del conflicto, viajó a La Habana como parte de un grupo de víctimas del conflicto que se reunirían con los negociadores de ambos bandos. Puede que la idea ya estuviese circulando en el ambiente, puede que las reuniones de San Sebastián y La Habana hubiesen sido determinantes. No lo sabemos. Lo cierto es que tras ese encuentro, las FARC declararon un cese del fuego unilateral cuya duración estaría condicionada por la capacidad del Estado y sus fuerzas militares de limitar sus acciones bélicas contra la guerrilla.
Fue un gesto decisivo para las negociaciones. A una, le evitaba al Gobierno colombiano el costo político de declarar un cese bilateral, y al ser un gesto comprobable retiraba el tapete bajo los pies de quienes afirmaban, en particular desde el Centro Democrático uribista y la Procuraduría, que las conversaciones estaban viciadas pues los guerrilleros mantenían sus acciones ofensivas y con ello un doble estándar. De comprobarse que ambas partes lo han mantenido, el cese rodeaba de confianza al diálogo también a los ojos de la gente común que hasta entonces había permanecido más o menos indiferente al mismo. Más aún, era un paso crucial en la dirección de proteger las vidas de los activistas sociales que están construyendo en los territorios las organizaciones socio-políticas que al apoderarse del lenguaje de la paz están realizando la labor más importante: una pedagogía desde abajo y en común acerca de las negociaciones y la paz, recuperar para sí la política de quienes la habían monopolizado para extinguirla, construir en los territorios las asociaciones libres de personas que una vez logrados los acuerdos, los refrendarán o harán suyos como parte de un proceso constituyente que recupere lo mejor de 1991 -la conversación social y política libre, desarmada, desde abajo-.
Esas organizaciones sociales en los territorios son el pilar de la catedral llamada Proceso de Paz, y el germen de los partidos políticos que garantizarían un posconflicto afincado en un nuevo lenguaje común, y en una forma diferente de hacer política, más poderosa.
En enero, el Gobierno ha anunciado que observadores imparciales han comprobado el cumplimiento del cese del fuego por parte de la guerrilla, y ello permitiría dar el paso hacia un cese bilateral. También se pusieron en conocimiento del público nuevos y decisivos contactos con el segundo movimiento guerrillero más importante del país.
Tras celebrar su V Congreso, el ELN dio signos claros de apertura en dirección de la paz. Días después, el comandante militar del ELN, Antonio García, confirmó los propósitos de la guerrilla en una agenda viable, y estimó que el objetivo sería la convergencia de ambos procesos, el de las FARC en La Habana, y en Quito con el ELN. Ya existe una comisión de alto nivel que representa al Gobierno en Quito, con presencia de generales retirados, políticos y negociadores, réplica de aquella otra que ha dialogado con éxito en La Habana. En ese contexto esperanzador se reiniciarán las conversaciones este mes.
Viene ahora lo más difícil. En La Habana, los tres temas candentes de víctimas, justicia, y dejación de armas. Son los más difíciles porque los dos primeros requieren extender el concepto de justicia transicional desde la obsesión corriente con los temas criminales a los más sustanciales de la justicia reparativa y social. En este punto, la idea según la cual el modelo de desarrollo extractivista y neoliberal de mercado austero no debería discutirse, ese modelo que separa al campo de la ciudad, distingue entre enemigos y amigos en términos de economías de guerra, y toma partido por unos cuantos ganadores al tiempo que sacrifica a los perdedores, las mayorías rurales, deberá dar paso a concepciones de justicia más extendidas.
Y ya ha comenzado a discutirse el tema del rediseño de la Fuerza Pública, otra supuesta línea roja, tras el anuncio del presidente Santos relativo a la creación de un cuerpo de Policía rural inspirado en la Gendarmería francesa, del cual podrían ser parte desmovilizados de las guerrillas. La propuesta es controvertida: la Procuraduría, dirigida por un fundamentalista religioso cercano al uribismo, ha dicho que se está negociando la Fuerza Pública para que la dirijan los guerrilleros. Otros apuntan al hecho de que una alianza futura de seguridad entre las antiguas guerrillas y el Estado sería crucial a la hora de enfrentar con éxito la amenaza persistente de los grupos paramilitares de ultraderecha. Estas concepciones de justicia serán más utópicas, menos criminalistas y conformistas y por ello más críticas, pero no por ello inviables. Se trata de crear una nueva relación campo-ciudad, de abrir las ciudades al campo, de disolver la distinción amigo-enemigo y las economías de guerra y tomar partido por la construcción de una sociedad que no sea la suma de todos los perdedores y unos ganadores.
Esta será la nueva política tras el conflicto. Y ello es razonable, pues no tendría sentido un proceso de paz que culmine con la desarticulación de la protesta social armada y desarmada para que todo siga igual. Al contrario, se trata de abrir el espacio para que la protesta social se organice como una fuerza política viable con capacidad de hacer común el discurso de la transformación social.
El mayor enemigo de esta etapa de negociación y apropiación del lenguaje de la paz por las organizaciones sociales, será la violencia de los aún comprometidos con las economías de austeridad y guerra contra las organizaciones sociales. Existen dos organizaciones sociales claves: Marcha Patriótica y el Congreso de los Pueblos. La muerte de Carlos Alberto Pedraza, una joven promesa de 29 años vinculada al Congreso de los Pueblos, ha encendido las alarmas.
Ahora el Estado deberá comprometerse con la protección de estos líderes, y también de los comandantes comprometidos con la paz dentro de las guerrillas, con el mismo ahínco que los persiguió en el pasado.
Solo así se cumplirá el objetivo principal: que las gentes comunes asuman el proceso de paz como suyo, al decir del Comisionado gubernamental de Paz Sergio Jaramillo esta semana; más allá, que recuperen la política al decirle al Estado y al mercado que les devuelvan el control sobre sus vidas, sus relaciones con otros, y sus decisiones. Allí está el germen de la nueva Colombia. Esa utopía es hoy más visible que nunca.