¿Acabará ya con el castigo de la dispersión, sr. ministro?
Hasta ayer, el ministro de Interior español, Jorge Fernández, venía manteniendo que ETA «es un cadáver al que le falta expedir el certificado de defunción». La operación policial de Baigorri le sirvió al ministro para asegurar ya que estas detenciones suponen «el acta de defunción» de la organización.
No es cuestión de rebatir aquí las declaraciones de Jorge Fernández, sino de pedirle que sea consecuente con sus palabras. En contra de lo que dictan las reglas del derecho, el Estado español decidió enmarcar su política penitenciaria hacia los presos vascos en el ámbito de la estrategia «antiterrorista», sacándola de su lugar natural, que es el Ministerio de Justicia, para entregar las llaves de las celdas y de las vidas de los prisioneros y sus familiares al Ministerio de Interior.
Se justificó la dispersión y el alejamiento como una medida para evitar que ETA controlara a los presos, pero el Gobierno no ha presentado nunca prueba alguna de que diseminar al colectivo por toda la península, forzando a las familias a recorrer cientos de kilómetros en cada visita, le haya supuesto provecho alguno al respecto. Más bien cabe señalar que esa estrategia del alejamiento fue y es una medida de chantaje para que la presión de las familias y las propias angustias de los prisioneros por los peligros de los viajes les llevaran a entrar por vías que siempre han rechazado y que la inmensa mayoría de ellos sigue sin aceptar.
En todo caso, parece que el ministro ha encontrado por fin «el acta de defunción» de ETA y, utilizando sus propias palabras del domingo pasado en “El Diario Vasco”, «muerto el perro se acabó la rabia». Es decir, siguiendo con sus mismos términos textuales, «ya no tendríamos que aplicar con carácter general a sus presos la política de dispersión».
Sabemos, sin embargo, que el ministro no va a poner fin al castigo al que somete a los presos y a sus familiares, porque toda la política del Gobierno español en esta materia se fundamenta en una insatisfacción permanente, en algún tipo de complejo que le impide afrontar el cierre de un proceso de estas características en base a modelos homologables internacionalmente y que no le evitaban, en ningún caso, incluso proclamar victoria.
Pero desde que ETA puso fin a su actividad armada, el Estado español, en lugar de gestionar esa situación como algo positivo, como un logro, dio rienda suelta a quienes lo veían como fruto de una supuesta negociación traidora. Así, en lugar de celebrar la ausencia de violencia, hicieron crecer la sensación de victoria política de la izquierda abertzale, avalada además por sus éxitos electorales. No había atentados, pero sí alcaldías y gobiernos. No hay barricadas, pero si «blanqueamiento» del pasado. Y como nunca van a ganar en Euskal Herria, seguimos condenados a la rueda de la represión.