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Recep Tayyip Erdogan, el imán de los anatolios

Las personas que durante una semana se han concentrado en las plazas del Estado turco ven en el presidente a un gran demócrata que defiende los intereses del pueblo. Es su líder, el único capaz de representar dentro de la política turca la combinación entre sunismo y nacionalismo turco.


El imán; el comandante en jefe; el pueblo; la estrella de la democracia. Erdogan es todas estas cosas y muchas más para los turcos que se han agolpado en las plazas en la última semana. El líder absoluto del Estado, no sólo por su viraje autoritario, sino por la pasión que despierta, es «un buen musulmán», «un gran demócrata», «un nacionalista», «el dueño de Turquía»...

La historia de Erdogan representa el sueño de cualquier anatolio: de ser un turco de clase media a llegar a la cima política; de alcalde de Estambul a tres veces primer ministro y presidente, el primero electo en la historia de la República. Sus cifras dan miedo. Tras 13 años en el poder, su elegido en las legislativas de noviembre obtuvo el 49% del apoyo popular. Un hito político. Ni el mayor atentado sufrido por el país en su historia, ni la peor catástrofe minera, ni la mayor trama de corrupción y, tras la fallida asonada, ni siquiera los militares han podido con él.

«Es como nosotros, un buen nacionalista. Él es el pueblo y no hace divisiones», asegura Canna. «Es religión, un imán», dice Ömer, de 22 años y estudiante en la Universidad de Ankara. «Me gusta su forma de hablar, lo que dice y cómo lo dice. Es nuestro comandante en jefe y daríamos la vida por él», asevera Öguz Yilmaz, de 34 años.

En Kizilay, el corazón de Ankara, las manos, con el pulgar encogido y los otros cuatro dedos bien estirados, forman un gesto en apoyo a los Hermanos Musulmanes que Erdogan repite en cada discurso. Suena la pegadiza canción que el propio AKP mandó componer para Erdogan. Si no, música islámica, ilahi, o canciones nacionalistas como “Bir baskadir benim memleketim”. La gente grita Allah'u Akbar o Recep Tayyip Erdogan bajo un conjunto de luces led que conforman el rostro del líder. Su atenta mirada es aquí símbolo de democracia.

Ömer corretea con varios amigos entre una masa arropada por banderas con la media luna y la estrella, pero sin el rostro de Atatürk. Ágil, carga con destreza una enorme pancarta con la cara del presidente. «La estrella de la democracia», se lee. Tiene prisa, pero no olvida recordar que «aquí todos aman a Erdogan. Ha rescatado a Turquía».

Entre la feliz y pacífica masa humana se encuentra Sami, de Konya. Su rostro está muy cuidado: perilla prominente, bigote recortado y piel impoluta. ¿Por qué le gusta tanto Erdogan?, pregunto: «Es muy buen musulmán y va del lado del pueblo». Tiene 52 años y reconoce que querría convertir el Estado turco en un Estado islámico. «El objetivo es que la vida vaya lo más cerca posible del camino de Allah y por supuesto que queremos un Estado islámico. El Corán es la vida y la sharia, su ley. Por lo tanto, siendo musulmanes, es normal que queramos esto», explica, coincidiendo según las encuestas con el 10% de los anatolios.

Hace décadas, Sami no se habría atrevido a pronunciar estas palabras en público, ya que la sombra de Atatürk era muy alargada, pero ahora vive bajo el manto de un nuevo líder que hace caso omiso a las referencias constitucionales que coartaron cualquier insinuación pública relacionada con el islam.

Mientras hablo con Sami, tan alto como el presidente, Canna entra en la charla. Quiere matizar lo del Estado islámico: «Sería para todos, no sólo para musulmanes. Respetaríamos a cristianos. No sería como Irán». Pienso que esta mujer de 31 años ha venido con Sami y un amigo suyo. No es así, y una mujer interrumpe una charla hasta entonces dominada por hombres. «Turquía no es como Europa piensa. Los musulmanes, tampoco. Tengo 31 años y no estoy casada. Ya no es tan extraño. Y no somos incultos, que es lo que piensan los kemalistas», asegura.

El desarrollo

Canna es de Sivas; Sami, de Konya. El apoyo al AKP en la profunda Anatolia es clave en sus éxitos. Erdogan, al igual que hicieron Turgut Özal y Adnan Menderes, supo mirar hacia donde los kemalistas nunca lo hicieron. La población del centro del país, por lo general religiosa y con códigos de comportamiento condicionados por la tradición, ha crecido junto al presidente. Ahora allí hay industria, carreteras, presas. Pero en Kizilay la gente se olvida del desarrollo. Todo es religión y nacionalismo. Para que hablen del desarrollo que siempre recuerda Erdogan hay que usar un sacacorchos o hacer una pregunta tramposa. «Es un buen nacionalista y apoya el islam... Pero sí, sí, el desarrollo, las carreteras, eso también me gusta», dice Hakki Zil, de 58 años.

Los analistas aseguran que Erdogan sólo caerá si sobreviene una crisis económica. Llegó al poder gracias a ella y al desgaste del estricto kemalismo. Durante décadas, los piadosos fueron apartados. Los garantes del antiguo orden, militares y turcos occidentalizados, negaban cualquier derecho a las minorías y oprimían a una mayoría, la religiosa, que hoy domina el país. Erdogan, hijo de la calle, escuchó a esa gente, el pueblo común, y recogió las basuras que se amontonaban en los barrios y trajo agua potable, como recuerda incesantemente su canal propagandístico A-TV. Además, entregó tibios derechos a las minorías, reconoció que algo sucedía en Kurdistán Norte y sacó de la cueva la causa religiosa. En ocho años habló de todo lo que decenas de gobiernos ocultaron, de los problemas reales con los que nació la República fundada por Mustafa Kemal Atatürk. Por eso los liberales también le apoyaron.

Pero a partir de 2011, el poder comenzó a cegar al hoy presidente. Nadie se atrevía a discutir sus ideas dentro del AKP. El clientelismo kemalista se convirtió en erdoganista. El ídolo de masas fue copiando los pasos de Atatürk, hasta llegar al punto en el que universidades, aeropuertos y centros públicos tomaban su nombre. El culto al líder, que aquí se entiende con Atatürk al pasear cinco minutos, empezó a dirigirse hacia Erdogan.

Entre medias llegaría la colaboración con Fethullah Gülen para limpiar el antiguo régimen y la posterior guerra pública que desembocó en la fallida asonada. Ambos eran los líderes más influyentes del país. Hoy sólo parece quedar uno, y ese es Erdogan, quien acalla las voces opositoras, controla la Justicia, permite la impunidad militar y oprime a los kurdos.

¿No se ha vuelto un poco agresivo?, pregunto a Canna. «Desde 2011 no han dejado de atacarle. Es normal que sea más agresivo. Pero él es más fuerte que 10 golpes de Estado juntos. Él es clemente con los amigos y severo con los enemigos», responde.

La venganza

La venganza, que es hacia donde parece desembocar la severidad de Erdogan, es un tema abstracto dentro del islam. Entre los musulmanes hay quienes piensan que es un pecado, más cerca del honor que de la religión, y quienes consideran que es una respuesta justa, siempre que sea proporcional. De momento el Gobierno está apostando por ella, y el alcalde de Estambul, Kadir Topbas, aseguró que crearía el cementerio de los traidores para que «cualquiera que visite el lugar los maldiga y así no puedan descansar en sus tumbas». Además, el Diyanet –órgano religioso estatal– no ofrecerá servicios religiosos a los golpistas y el Parlamento discute reinstaurar la pena de muerte.

Hamdi es hijo de Hakki Zil. Está junto a su hermana pequeña –que presta su atención al móvil– y sus padres. Dice haber sido el número uno del país dentro de las imam-hatip, las escuelas religiosas. Él quiere ser imán. Su padre se enorgullece de ello. Mientras hablamos, la conversación se interrumpe. Ali Tel, que según Hamdi ganó el concurso a mejor recitador del Corán en 2013 y 2014, está leyendo el libro sagrado. Luego lo harán otros. Leen los 99 nombres de Allah. Y Hamdi se emociona, sonríe de felicidad con cada verso. Parece que será un gran imán.

Él cree que los golpistas tendrían que ser colgados y apoya que no reciban la despedida religiosa, tal y como propone el Diyanet. Los sentimientos de Hamdi son comunes en Kizilay. La venganza está presente, y los políticos del AKP siguen azuzándola en un país polarizado.

En la plaza también está Ömer, un sheik al que todos besan la mano, el único que tiene una silla reservada. Antes había comenzado a hablar con Ahmet y Mehmet, dos alegres turcos de prominentes barbas. Al iniciar la conversación llega Ömer, y empiezan a sentirse incómodos. Ömer se dirige a mí cuando advierte que soy extranjero. «Ustedes nos asesinan, prefieren salvar a un animal antes que a un musulmán. Como eligen a sus líderes, son también culpables», sentencia, equiparando estados a civiles, pueblo anatolio a Erdogan.

En los últimos años, Erdogan ha vuelto a recuperar la teoría del complot internacional. Ömer, respetado por miles de personas, tiene un discurso mucho más radical que el del propio Erdogan y, por tanto, que la mayor parte de los erdoganistas que abarrotan las plazas. Ellos quieren un Estado islámico, una idea nada descabellada para un creyente, y saben que en los últimos 100 años nunca han estado tan cerca como para poder siquiera insinuarlo.

Hoy Turquía es otra, y Sami asegura que «un hombre como Erdogan sólo viene una vez cada siglo». Canna se muestra confiada en el futuro porque «como tenemos a Allah de nuestro lado nunca nos pasará nada». Farhan, de 25 años, llegó de un Irak destrozado hace dos años. Su casa está en Mosul. Su vida, en Anatolia. Es amigo de Canna. Es un buen reflejo de cómo los refugiados han sido los primeros en abrazar el panotomanismo de Erdogan. Feliz, bromeando, no daría la vida por su país, pero acudiría a la llamada del imán Erdogan: «Ha ayudado a los refugiados. Estamos con él. Si aquí hubiera una guerra lucharía, daría mi vida por él».