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Las aldeas kurdas vuelven a estar en el punto de mira

Tras la lucha en las ciudades, la presión del Estado turco ha vuelto a centrarse en las aldeas kurdas, donde los locales, que en su mayoría apoyan a la guerrilla del PKK, temen la reedición de la política de tierra quemada de los noventa con impunidad del Ejército.


Los habitantes de Kuruköy, al igual que los de otras aldeas adyacentes de la región de Mardin, no podrán olvidar con facilidad el 11 de febrero de 2017. Ese día comenzaron unas operaciones bajo el toque de queda que se alargaron durante 20 días. La lucha dejó siete miembros del PKK muertos y una imborrable desconfianza entre sus vecinos. Sehriban, una joven local, relata que dos guerrilleros se inmolaron con una granada en una casa cercada por el Ejército. Su dueño, ausente en ese momento, fue posteriormente golpeado y detenido. Otros dos guerrilleros perdieron la vida en una cueva a las afueras del pueblo. Otro se suicidó tirándose desde la montaña. Y de la muerte de los otros dos, en la aldea de Talete, desconoce los pormenores. Además, el ganado de la aldea murió por la falta de pasto durante el toque de queda. Más tarde, 39 vecinos serían detenidos y trasladados a Nusaybin sin la posibilidad de consultar a un abogado. Algunos fueron torturados. Una decena de ellos continúan arrestados a la espera de juicio por «ayudar a una organización terrorista».

Nefise, cuyos hijos revolotean por la habitación, teme el regreso de la impunidad de los años 90. Resume la creciente tensión al relatar el comportamiento las Fuerzas de Seguridad: «Al principio los soldados eran más agradables, pero luego vinieron los del Özel Timi –fuerzas especiales de la Gendarmería–, que nos tratan mucho peor y son temibles». Su hijo se agarra del pecho y se abofetea la cara para mostrar lo que le hicieron a su padre una de las noches del toque de queda. Su madre añade que se agacha cuando escucha el sonido de un helicóptero. Esta noche, sin operaciones de reconocimiento, juega en el interior de su casa de piedra.

Kuruköy –Xerabe Bava, en kurdo– es una de las decenas de miles de aldeas marcadas en rojo para el Estado turco, conocedor del apoyo local al PKK. La mayoría de sus habitantes tienen familiares encarcelados y mártires entre los guerrilleros. Personas como Sehriban arriesgan su vida y libertad para proporcionar información y logística al PKK. Y no es fácil: en Kuruköy, como en casi cada aldea kurda, hay agentes del Estado infiltrados. «Ellos avisaron a las fuerzas turcas de la presencia de militantes», asegura sobre el 11 de febrero, el día en el que perdió la confianza en sus vecinos.

¿Cuánta gente apoya decididamente al PKK?, pregunto. «El 20%. La mayoría simpatizan, pero desconozco los que trabajan para el Estado». Sehriban saca una bolsa con munición usada por las fuerzas de seguridad durante esas largas noches. Me enseña una casa con decenas de agujeros de bala. Recuerda los nombres de los militantes kurdos con una veneración que va más allá de la simple cooperación: «Bezhat, Nusaybin, Serdar, Zerdest y Serdar murieron en Kuruköy. Bezhat era como un hermano». Eran al menos sus amigos, con los que compartía horas de charla y té durante el día. Pero ya no están, son para ella mártires. Es ya de noche cuando otros guerrilleros regresan a la aldea. «Daría mi vida por ellos. Luchan por nosotros y por eso les ayudamos», asegura.

En el salón de su casa de dos planta, las palabras de Sehriban denotan una convicción ciega en el PKK y a su boca vuelven una y otra vez los traidores, ese pequeño grupo que avisa de los movimientos de los militantes: «Les quería mucho y por eso quiero venganza. El PKK encontrará a esos «traidores» que se venden por unas monedas». Ese día será muy feliz, pero seguirá desconfiando de sus vecinos. Gülistan, desconocedora de otra lengua, confirma en kurdo la presencia de «traidores». Pero recuerda que, a sus más de 60 años, antes también los había.

Los «korucu»

Las aldeas de Kurdistán Norte, hacia las que se dirige la represión del Estado una vez finalizada la lucha en las ciudades kurdas, son un entramado de alianzas y conjuras en las que no es posible la neutralidad, como puede ocurrir en la ciudad. Kuruköy podría considerarse pro-PKK, pero existen aldeas intercaladas en la región en las que los vecinos apoyan al Estado. Sus habitantes son los «korucu», o kurdos que se enfrentan al PKK por dinero o forzados por el miedo al Estado–. En todo Kurdistán Norte suman más de 60.000 personas y existen aldeas de «korucu» «buenos» y «malos»: las primeras nunca atisban un movimiento y las segundas darían su vida por el odio enquistado. En una de esas aldeas trabaja Sehriban recogiendo hortalizas por un salario. Deduzco, con uno de los últimos tés, que, además de tener necesidades económicas que cubrir, también recopila información.

Para llegar a Kuruköy hay que esperar hasta más allá de las 16.00, cuando un pequeño autobús que parte desde Nusaybin, en la frontera con Siria, realiza la ruta entre una decena de aldeas. Los robles, que protegen los movimientos de los guerrilleros, aparecen en una tierra poco fértil, con poco más que maíz. Es la mala alternativa al ganado. En las laderas de los montes terrosos surgen decenas de cuevas, que son utilizadas por el PKK para ocultarse y guardar alimentos y armas. A escasos 200 metros de la última casa de Kuruköy hay al menos tres cuevas. Sehriban me lleva a visitarlas y me cuenta la historia personal de cada una de ellas. «Ésta servía para dormir y ésta otra para que guardaran sus alimentos y armas». Un centenar de metros más allá aparece una cueva con la entrada destruida. «Las fuerzas de seguridad tiraron unas bombas para evitar tener bajas. Mataron a dos guerrilleros».

En el interior de una de las cuevas, en apariencia abandonada, se aprecia una letrina, tapada por una lámina de metal y con los bordes recubiertos de yeso, una alfombra, una estantería, lonas y botellas de plástico. En la segunda cueva, más diáfana, con una pequeña puerta de madera en perfecto estado, aparecen varias alfombras, latas de aceite de girasol, sábanas y un saco de dormir. Huele peor, puede que por tener alimentos en descomposición. Parece su área de descanso, el lugar en el que mantienen viva la esperanza de Sehriban, «un Kurdistán independiente», y en el que continúan con esta lucha asimétrica de más de 40 años que ha dejado más de 40.000 muertos.

Tierra quemada

En Kuruköy, los medios pro-kurdos denuncian el retorno de la política de tierra quemada –la agencia Firat publicó un vídeo con una casa ardiendo y 400 cabezas de ganado muertas–. El Estado turco lo rechazó. En todo el pueblo se aprecian dos casas dañadas: ambas en el área en el que se inmolaron los miembros del PKK.

Pero en esta guerra mediática los medios kurdos insisten en que el Estado turco ha recuperado esta estrategia. Después de encender las alarmas en Lice, en la región de Diyarbakir, y Kuruköy, ha llegado el turno de la región de Dersim: en Nazimiye, el PKK asegura que el Ejército vació y bombardeó la aldea de Han, dejando un muerto. Sucedió poco después de que Necmettin Yilmaz, un supuesto profesor de 23 años que había sido secuestrado el 16 de junio, apareciera muerto el pasado 12 de julio en Dersim.

El conflicto kurdo se está recrudeciendo y, ante la represión, que ha ocupado decenas de alcaldías kurdas y construye nuevos puestos militares, el PKK ha comenzado a matar a políticos locales y a supuestos profesores –la guerrilla asegura que son agentes–. Por su parte, el Estado, que tiene que cortar las líneas de abastecimiento en áreas remotas, ha prometido venganza. Y esta palabra aterra a los aldeanos, que temen por el retorno de la política de tierra quemada.

Fue a comienzos del siglo XXI, cuando Gülistan regresó a Kuruköy. Años antes, en 1996, ella y su familia abandonaron la aldea en la última caravana humana que partió rumbo a la ciudad. Eran los años oscuros en la lucha contra el PKK, los de la política de tierra quemada que dejaron al menos un millón de desplazados y más de 3.000 aldeas destruidas. Entonces, Gülistan y sus 300 vecinos tuvieron que adaptarse a la vida en la ciudad: unos en Nusaybin, otros en Kiziltepe y los menos en el oeste de Anatolia.

Cuando regresaron, sus casas de piedra estaban destruidas y el tradicional sustento de la región, la ganadería, erradicado. Gülistan, de más de 60 años, tuvo que empezar de cero. Ahora, está segura de que la ansiada paz no volverá y teme que ese pasado regrese con su halo más tenebroso. Es el mayor castigo para un aldeano, y se acerca a medida que el conflicto retorna a su centro neurálgico: las montañas y aldeas remotas de Kurdistán Norte.

De momento, los aldeanos afirman que los oscuros años 90 aún no han regresado en su forma más cruel. La lucha en las ciudades ha sido devastadora, con 500.000 desplazados y una decena de urbes destruidas, pero aseguran que no es comparable con las desapariciones, la impunidad y los ajustes de cuentas entre paramilitares y militantes que asolaban Kurdistán. En esa época nadie salía a calle tras el ocaso del sol. Es decisión del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, reeditar ese pasado que tanto criticó cuando era opositor. Mientras tanto, en Kuruköy ya nadie observa las estrellas por la noche y saben que algún día el toque de queda volverá.