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Ortega pierde los apoyos en el empresariado y la Iglesia

El Gobierno de Daniel Ortega se enfrenta a la mayor crisis política en Nicaragua desde hace tres décadas con protestas y ataques en los que han muerto ya 135 personas. La posición del gobernante FSLN se enfrenta a la pérdida de los apoyos que había tejido con el empresariado y la Iglesia católica en los últimos años.


El Gobierno de Nicaragua se enfrenta a una grave crisis política después de casi dos meses de enfrentamientos en las calles que han dejado al menos 135 muertos y la pérdida de apoyos claves que había logrado mantener hasta la fecha en la Iglesia católica y el empresariado.

El detonante, una reforma del sistema de cotizaciones a la seguridad social, encendió una ola de protestas que ha derivado finalmente en la exigencia de la salida del poder del presidente Daniel Ortega, y su esposa, Rosario Murillo por la represión contra las mismas.

Para el FSLN se trata de una ofensiva coordinada y preparada con anterioridad, a la espera de que las condiciones fueran las propicias para llevarla a cabo. Y esas condiciones habrían surgido con la reforma de la seguridad social que suponía el aumento de las cotizaciones de trabajadores y empresarios para sostener el Instituto Nicaragüense de Seguridad Social, que se encontraba en una situación crítica. Este aumento, del 6,25% al 7% para los trabajadores, era mucho mayor para los empresarios, para los que pasaba del 19% al 22,5%. Además, estos veían eliminado el tope de ganancias por el que dejaban de cotizar. También se incluía en la reforma una nueva aportación de los jubilados. A cambio, el Gobierno preveía un aumento de las coberturas de sanitarias.

Esta iniciativa rompió una alianza fundamental que había sostenido al FSLN en los últimos años de gobierno, la del Consejo Superior de la Empresa Privada (Cosep), que se opuso a la reforma y exigía aumentar la edad de jubilación y el tiempo de trabajo necesario para acceder a ella. Las protestas comenzaron el 18 de abril y en ellas fueron tomando protagonismo estudiantes, sobre todo de las universidades privadas y religiosas como la Upoli (Universidad Politécnica-iglesia protestante) o la UCA (Universidad Centroamericana-jesuitas).

La mala gestión de las protestas por el Gobierno sandinista y la represión empezaron a dejar las primeras víctimas, entre acusaciones mutuas de actos violentos. Buena parte de estas víctimas se producen en los «tranques» –cortes de calles y carreteras–donde se atrincheran los manifestantes, a veces armados con «morteros», armas caseras y cócteles molotov.

El propio FSLN se vio sorprendido porque a los estudiantes se sumaron otros sectores, incluidos habitantes de barrios populares. La protesta cataliza así el descontento de los sectores más diversos y heterogéneos de la sociedad nicaragüense: una derecha dividida, empresarios, sectores menos beneficiados por la política económica, adversarios históricos del sandinismo, antiguos militantes que han ido abandonando las filas del FSLN en las últimas décadas, o sectores de la iglesia católica. Grupos de intereses y enemigos que Daniel Ortega y Rosario Murillo han ido haciendo durante los años en el poder.

Frente a ellos se moviliza la Juventud Sandinista y los enfrentamientos –y las víctimas– van en aumento, al mezclarse las protestas con saqueos de comercios e instituciones. Cuando los funcionarios o comerciantes se organizan para impedirlos se convierten en objetivos de los manifestantes. A su vez, la represión se incrementa. Las cifras de muertos – manifestantes, pero también jóvenes sandinistas, policías y periodistas de ambos bandos– aumentan la indignación y para cuando el 22 de abril Daniel Ortega retira la reforma de la Seguridad Social, los grupos movilizados ya han pasado a reclamar su salida y la de su esposa del poder, así como la «democratización» del país.

Para el FSLN, las acciones de protesta siguen «una coordinación perfecta, acciones sincronizadas y del mismo tipo en todas partes, como si ya hubiera algo preparado». El sandinismo lo achaca a «la cultura militar de la sociedad nicaragüense» pero también a una especial «agresividad» contra un «proceso sólido y estable».

El 16 de mayo se convoca un diálogo nacional, retransmitido en directo por televisión, al que acuden representantes del gobierno, empresas, y, colectivos de estudiantes. La iglesia católica actúa de mediadora, si bien su postura ya está claramente del lado de las protestas.

La primera sesión, en un ambiente de alta tensión y hostilidad, se transformó en una cascada de críticas y reproches a Ortega y Murillo. Los líderes estudiantiles interrumpían y cortaban el turno del presidente para dejar claro que ya no se trata de negociar nada sino de la salida del poder de ambos. «Esta no es una mesa de diálogo, es una mesa para negociar su salida, y lo sabe muy bien», desafió Lesther Alemán, una de las figuras que se ha hecho popular entre los manifestantes..

Ortega, por su parte, subrayó que «nos duelen las muertes», pero a la vez denunció las manifestaciones violentas, los ataques y saqueos de comercios, y los cortes de carreteras.

Aunque su papel era el de mediador, el secretario de la Conferencia Episcopal, Juan Abelardo Mata, aseguró que lo que estaba ocurriendo en Nicaragua era «una revolución no armada».

De hecho, el FSLN ha perdido otro de los apoyos que forjó en su última etapa en el poder, la Iglesia católica, una alianza en un primer momento personificada en el cardenal Miguel Obando y Bravo (quien fuera enemigo acérrimo del sandinismo en los tiempos inmediatos a la revolución y que precisamente murió el pasado 3 de junio). Consecuencia de esta alianza, y de la influencia de Rosario Murillo, el FSLN ha acentuado su ideario religioso que, por ejemplo, hace de Nicaragua uno de los países del mundo que prohíbe el aborto en todos los casos.

«Nuestra población ha perdido la confianza en él (Ortega). Todo lo que pueda decir, dudamos de que sea cierto», afirmaba uno de los vicarios de la Archidiócesis de Managua, Silvio Fonseca, quien llegó a sostener que «lo que están pasando en Nicaragua no solo son fenómenos sociopolíticos, sino que también hay fuerzas satánicas»

Tras varias reuniones, la Conferencia Episcopal decidió suspender el diálogo nacional por el alejamiento de posturas.

Entre las propuestas que la Iglesia había incluido en al agenda se encontraba una reforma constitucional y el adelanto de las elecciones para el primer trimestre de 2019.

El Gobierno rechazó de plano esta agenda, que calificó de «el diseño de una ruta para un golpe de Estado». «Esto no es una agenda consensuada, es una agenda impuesta unilateralmente porque nosotros no la aceptamos», señaló el canciller nicaragüense, Denis Moncada.

No obstante, tras este primer fallido intento negociador, el Gobierno pareció recuperar la iniciativa al declarar una tregua el 20 de mayo y comprometiéndose a cesar la represión a la vez que movilizaba a miles de seguidores. En los días siguientes las protestas se calmaron pero no desaparecieron.

El presidente insistió en que no se irá. «Nicaragua nos pertenece a todos y aquí nos quedamos», afirmó ante la insistencia de la oposición en reclamar elecciones anticipadas.

Lo hizo en una jornada en la que, a su vez, los antigubernamentales convocaron una multitudinaria marcha bautizada como «Marcha de las Madres», en la que los enfrentamientos se recrudecieron y volvieron a producirse al menos 16 muertos.

Tiroteos y barricadas se extendieron por Managua, sobre todo en torno a las universidades y la catedral. Los manifestantes acusaron a la Policía y a grupos parapoliciales («turbas») mientras, a su vez, fueron asaltadas una emisora sandinista y sedes oficiales.El sandinismo denuncia que las protestas han derivado ya en acciones de grupos de delincuentes.

La patronal (Cosep) rompe entonces definitivamente con Ortega al reclamar elecciones anticipadas, a pesar de las pérdidas económicas que están suponiendo los cortes de calles y carreteras que impiden la circulación de transportes y mercancías. Se calcula que ha superado ya los 250 millones de dólares, mientras en las fronteras de Honduras y Costa Rica, más de 4.000 camiones se encuentran bloqueados por la imposibilidad de circular.

Es otro de los apoyos que había utilizado el Gobierno de Ortega, que había llevado a cabo una política de «consenso» con el empresariado en torno a las decisiones y leyes que les afectan. Carlos Pella, el hombre más rico del país y propietario del principal grupo empresarial confirmó el golpe al romper el silencio que había mantenido y pedir «reformas que incluyan una elección anticipada».

En este contexto, el Gobierno nicaragüense dio otro paso que constituyó un gesto hacia la oposición al cesar al presidente del Consejo Supremo Electoral (CSE) Roberto Rivas, a la vez que anunciaba que junto a la Organización de Estados Americanos (OEA) trabaja en una reforma del sistema electoral.

Rivas personifica para la oposición los males de los que acusa a Ortega: la corrupción, el enriquecimiento ilícito y el fraude electoral. La propia OEA presionaba para este cese. Dirigía el CSE desde 1995, a la que llegó aupado por el cardenal Obando. Y precisamente, los acuerdos entre el obispo y el Gobierno hicieron de Rivas una figura intocable pese a las denuncias.

Fuera del país, la OEA y EEUU sorprendieron el pasado martes al aprobar una declaración de apoyo al pueblo de Nicaragua, en la que «condena y exige el cese inmediato de los actos de violencia, intimidación y amenazas». El texto fue propuesto de manera conjunta por las delegaciones de EEUU y Nicaragua e irritó a la oposición.

Washington y la OEA han eludido hasta ahora la retórica hostil que han empleado contra otros estados latinoamericanos como Venezuela, si bien EEUU ha impuesto de restricciones de visa a funcionarios policiales y del Gobierno nicaragüense.

La declaración irritó a organizaciones como Amnesty International, que exigían una condena explícita del Gobierno de Ortega y acusa a la Policía, grupos parapoliciales y el Gobierno de llevar a cabo «ejecuciones extrajudiciales» con conocimiento del presidente.

También la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), a la que el Gobierno invitó a investigar, emitió un duro informe en el que denunció «graves violaciones de derechos humanos».

El último movimiento lo ha dado la Conferencia Episcopal, con una propuesta de «democratización», tras lo que Ortega ha pedido tiempo para reflexionar.

El enfrentamiento se vive también en el uso de los símbolos, desde la bandera nicaragüense a las consignas sandinistas de la lucha contra la contrarrevolución a los denominados «árboles de la vida», gigantescas figuras de metal levantadas a iniciativa de Murillo, que han sido blanco de los manifestantes . En esa disputa por «el relato» estos afirman que el actual gobierno ya no es sandinista sino «orteguista» y que su único interés es el mantenimiento en el poder de Daniel Ortega y Rosario Murillo.

Pero en este pulso, si bien cuentan con respaldo de empresarios y jerarquía católica, no han mostrado aún una dirección clara.

Por su parte el FSLN, aunque hostigado dentro y fuera del país, cuenta a su favor poder en el ámbito local en todo el territorio y una sólida y cohesionada organización, si bien lejos del partido que fue en las década de los 80 y de plantear un programa anticapitalista. En su lugar, opta por una política redistributiva y una ideología que ha acentuado el tono cristiano.